El bosque de Oma
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El Bosque de Oma aparece oscuro, con un velo de dolor sobre sus antiguos colores. Encadenada a uno de los árboles y envuelta en harapos, grita Electra. (Pedro Víllora: Electra en Oma)
Hace unas semanas que falleció Agustín Ibarrola. Junto a Eduardo Chillida y Jorge Oteiza, formó el mágico trío de la escultura vasca de vanguardia. Fue un intelectual comprometido con su tiempo; primero, de modo muy activo y valiente ?detenciones, torturas, prisión? en la resistencia antifranquista; más tarde, enfrentándose sin contemplaciones a la ETA, que lo puso en su punto de mira, al igual que a tantos inocentes, por oponerse al fanatismo nazionalista. Desde los 80 sufrió amenazas, y sus obras fueron objeto de varios atentados. Pero sobrevivió, que no es poco, en aquella invivible Patria que nos ha contado Fernando Aramburu. Y lo hizo con dignidad ejemplar entre tanta vileza. Fundador del Foro Ermua, Ibarrola fue una de las almas generosas que hicieron posible aquel inmenso abrazo de los unos y los otros que fue la Transición, un gran logro de nuestra reciente historia hoy tan injustamente subestimado.
Su creación más famosa –en lo que a intervenciones artísticas en el paisaje se refiere– fue El bosque de Oma; también la que más disgustos le ocasionó, pues que en ella se cebaron los profesionales del odio y la violencia, destruyendo la pintura de los árboles o talándolos sin piedad. Penoso es ver tronchado un árbol, pero más lo es aún cuando ese árbol, mediante un color, ha adquirido la singularidad de nota en esa sagrada sinfonía que es un bosque: lugar del misterio por excelencia donde el ser humano se reencuentra con sus más hondas raíces (Heidegger, Zambrano), y que va unido al origen mismo del teatro. Y sobre una obra teatral de excepción quiero contarles.
Las agresiones que sufrió el bosque coloreado por Ibarrola inspiraron al dramaturgo Pedro Víllora Electra en Oma, una apasionada y apasionante reescritura del mito griego, dedicada a las víctimas del terrorismo, que siguen padeciendo los ultrajes y las afrentas de buena parte de la sociedad vasca, acaso porque son la viva memoria de un pasado ominoso sobre el que se quiere echar tierra. Electra en Oma es una tragedia, como no podía ser de otro modo, cuando tanta sangre ha habido de por medio. A diferencia del nacionalismo catalán, más proclive a la farsa y el esperpento (que se lo digan a Albert Boadella), el nacionalismo vasco ha sembrado demasiado dolor para hacer chistes a su costa. A nada festivo puede provocar la ocurrencia en que dio aquel excarlista y católico ultramontano que fuera Sabino Arana de inventar una nación basada en la supremacía de la raza vasca sobre los demás pueblos de la Península Ibérica, todos contaminados, para su desgracia, de sangre extraña, romana, visigoda, árabe, judía…. En aquellos tiempos de vindicaciones identitarias tales desvaríos no fueron raros ni en España ni en otros lugares de Europa. Lo insólito es que hoy se siga venerando, entre la grey nacionalista, como si de un santón se tratara, al perturbado que los profirió. Para él no hay memoria histórica ni democrática que valga.
Así es que, frente a la política como “el arte de engañar”, la verdad del teatro. “Cortad, cortad, cortad. Cortad los troncos, / las ramas. Arrancad las raíces que se adentran en la tierra. / […] Cortad los árboles, / acabad con el bosque de Oma. Cortad.” Con este canto del Coro, representación del pueblo sumiso y entregado a la causa de destruir un pasado molesto, empieza la obra de Víllora. El rey Agamenón –símbolo de ese pasado de unidad –ha muerto asesinado por su esposa Clitemnestra para casarse con Egisto. Ambos se dan a la tarea de hacer olvidar al rey de todos para instaurar el nuevo orden excluyente: “Pronto acabaremos con el último recuerdo del paso del funesto Agamenón por la tierra de Argos”. La era que inaugura el tirano Egisto tiene como símbolo el hacha y, como acción política, el odio al impuro, al otro. “Aquí no nos gustan los forasteros”, dice el Corifeo. Los versos de la obra suenan a tiempos míticos, pero su contenido nos resulta próximo: “Vienen contra nosotros. / Engañan a los niños con un mundo inexistente. / Nos prohíben comerciar sin su permiso. / Se incautan de negocios y bienes. / Impiden que hablemos otras lenguas, / que creamos en dioses diferentes, / que pensemos de manera distinta a como ellos piensan.”
Cuando la desesperación comienza a aflorar en Electra, sola ante los usurpadores, atada a los árboles de Oma, por fin regresa a la patria su hermano Orestes. ¿Acaso representando a los miles y miles de vascos que, amenazados por el terror, hubieron de buscar otros lugares para vivir fuera de su tierra? Electra quiere que Orestes sea “la voz y la conciencia” del padre asesinado, de la tierra violentada. Pero su venganza sobre Egisto y Clitemnestra lo incapacita para gobernar. De ahí que Víllora introduzca una figura nueva en la fábula, Demódoco, representante del pueblo en su acepción más cabal. Mientras, Electra abandona la patria, para encontrar “un nuevo sentido a su existencia”, convencida de que “Argos está salvada / y pronto en el bosque de Oma renacerá / entre colores el recuerdo de Agamenón”. Es un fin esperanzado el que da Víllora a la tragedia, no importa que un tanto inverosímil a la luz de los recientes aconteceres en nuestro país. Mas obligado es que la tragedia, tras tanto dolor y sacrificio, abra siempre una ventana a la esperanza. Esta es la visión esperanzada de la tragedia que sostuvo Antonio Buero Vallejo, soñando durante más de veinticinco años una España libre y democrática.
Y en esa misma senda esperanzadora encontramos a Pedro Víllora en Electra en Oma, una formidable tragedia que cuestiona la Historia tal como hoy se la cuentan a los jóvenes vascos en colegios e ikastolas; una tragedia que deja claros los papeles de verdugos y víctimas. El mejor homenaje literario, en fin, que se le podía rendir a Agustín Ibarrola y su bosque de Oma.
P.S. Por Electra en Oma, editada por la Fundación Valparaíso, recibió Pedro Víllora el premio Beckett de Teatro 2005.
El Bosque de Oma aparece oscuro, con un velo de dolor sobre sus antiguos colores. Encadenada a uno de los árboles y envuelta en harapos, grita Electra. (Pedro Víllora: Electra en Oma)
Hace unas semanas que falleció Agustín Ibarrola. Junto a Eduardo Chillida y Jorge Oteiza, formó el mágico trío de la escultura vasca de vanguardia. Fue un intelectual comprometido con su tiempo; primero, de modo muy activo y valiente ?detenciones, torturas, prisión? en la resistencia antifranquista; más tarde, enfrentándose sin contemplaciones a la ETA, que lo puso en su punto de mira, al igual que a tantos inocentes, por oponerse al fanatismo nazionalista. Desde los 80 sufrió amenazas, y sus obras fueron objeto de varios atentados. Pero sobrevivió, que no es poco, en aquella invivible Patria que nos ha contado Fernando Aramburu. Y lo hizo con dignidad ejemplar entre tanta vileza. Fundador del Foro Ermua, Ibarrola fue una de las almas generosas que hicieron posible aquel inmenso abrazo de los unos y los otros que fue la Transición, un gran logro de nuestra reciente historia hoy tan injustamente subestimado.
Su creación más famosa –en lo que a intervenciones artísticas en el paisaje se refiere– fue El bosque de Oma; también la que más disgustos le ocasionó, pues que en ella se cebaron los profesionales del odio y la violencia, destruyendo la pintura de los árboles o talándolos sin piedad. Penoso es ver tronchado un árbol, pero más lo es aún cuando ese árbol, mediante un color, ha adquirido la singularidad de nota en esa sagrada sinfonía que es un bosque: lugar del misterio por excelencia donde el ser humano se reencuentra con sus más hondas raíces (Heidegger, Zambrano), y que va unido al origen mismo del teatro. Y sobre una obra teatral de excepción quiero contarles.
Las agresiones que sufrió el bosque coloreado por Ibarrola inspiraron al dramaturgo Pedro Víllora Electra en Oma, una apasionada y apasionante reescritura del mito griego, dedicada a las víctimas del terrorismo, que siguen padeciendo los ultrajes y las afrentas de buena parte de la sociedad vasca, acaso porque son la viva memoria de un pasado ominoso sobre el que se quiere echar tierra. Electra en Oma es una tragedia, como no podía ser de otro modo, cuando tanta sangre ha habido de por medio. A diferencia del nacionalismo catalán, más proclive a la farsa y el esperpento (que se lo digan a Albert Boadella), el nacionalismo vasco ha sembrado demasiado dolor para hacer chistes a su costa. A nada festivo puede provocar la ocurrencia en que dio aquel excarlista y católico ultramontano que fuera Sabino Arana de inventar una nación basada en la supremacía de la raza vasca sobre los demás pueblos de la Península Ibérica, todos contaminados, para su desgracia, de sangre extraña, romana, visigoda, árabe, judía…. En aquellos tiempos de vindicaciones identitarias tales desvaríos no fueron raros ni en España ni en otros lugares de Europa. Lo insólito es que hoy se siga venerando, entre la grey nacionalista, como si de un santón se tratara, al perturbado que los profirió. Para él no hay memoria histórica ni democrática que valga.
Así es que, frente a la política como “el arte de engañar”, la verdad del teatro. “Cortad, cortad, cortad. Cortad los troncos, / las ramas. Arrancad las raíces que se adentran en la tierra. / […] Cortad los árboles, / acabad con el bosque de Oma. Cortad.” Con este canto del Coro, representación del pueblo sumiso y entregado a la causa de destruir un pasado molesto, empieza la obra de Víllora. El rey Agamenón –símbolo de ese pasado de unidad –ha muerto asesinado por su esposa Clitemnestra para casarse con Egisto. Ambos se dan a la tarea de hacer olvidar al rey de todos para instaurar el nuevo orden excluyente: “Pronto acabaremos con el último recuerdo del paso del funesto Agamenón por la tierra de Argos”. La era que inaugura el tirano Egisto tiene como símbolo el hacha y, como acción política, el odio al impuro, al otro. “Aquí no nos gustan los forasteros”, dice el Corifeo. Los versos de la obra suenan a tiempos míticos, pero su contenido nos resulta próximo: “Vienen contra nosotros. / Engañan a los niños con un mundo inexistente. / Nos prohíben comerciar sin su permiso. / Se incautan de negocios y bienes. / Impiden que hablemos otras lenguas, / que creamos en dioses diferentes, / que pensemos de manera distinta a como ellos piensan.”
Cuando la desesperación comienza a aflorar en Electra, sola ante los usurpadores, atada a los árboles de Oma, por fin regresa a la patria su hermano Orestes. ¿Acaso representando a los miles y miles de vascos que, amenazados por el terror, hubieron de buscar otros lugares para vivir fuera de su tierra? Electra quiere que Orestes sea “la voz y la conciencia” del padre asesinado, de la tierra violentada. Pero su venganza sobre Egisto y Clitemnestra lo incapacita para gobernar. De ahí que Víllora introduzca una figura nueva en la fábula, Demódoco, representante del pueblo en su acepción más cabal. Mientras, Electra abandona la patria, para encontrar “un nuevo sentido a su existencia”, convencida de que “Argos está salvada / y pronto en el bosque de Oma renacerá / entre colores el recuerdo de Agamenón”. Es un fin esperanzado el que da Víllora a la tragedia, no importa que un tanto inverosímil a la luz de los recientes aconteceres en nuestro país. Mas obligado es que la tragedia, tras tanto dolor y sacrificio, abra siempre una ventana a la esperanza. Esta es la visión esperanzada de la tragedia que sostuvo Antonio Buero Vallejo, soñando durante más de veinticinco años una España libre y democrática.
Y en esa misma senda esperanzadora encontramos a Pedro Víllora en Electra en Oma, una formidable tragedia que cuestiona la Historia tal como hoy se la cuentan a los jóvenes vascos en colegios e ikastolas; una tragedia que deja claros los papeles de verdugos y víctimas. El mejor homenaje literario, en fin, que se le podía rendir a Agustín Ibarrola y su bosque de Oma.
P.S. Por Electra en Oma, editada por la Fundación Valparaíso, recibió Pedro Víllora el premio Beckett de Teatro 2005.