Tomás Néstor Martínez Álvarez
Domingo, 10 de Diciembre de 2023

La Pasión amorosa, laberinto con/sin salida

Carlos Fidalgo. EL Baile del fuego. Una historia de amor en tiempos de guerra y paz; La Esfera de los Libros, 301 pp.  Madrid 2023

 

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“No mojes las penas en alcohol porque no saben nadar” filosofaba la folklórica una noche en Chicote animando a Frank Sinatra hundido en el desamor y el desprecio de Ava Gardner, “El animal más bello del mundo”, según Hemingway, más interesada por un torero.

 

Una tarde años después en la misma coctelería madrileña a Pedro y a Agustín, incorporado a la charla con retraso, se lo contaba el ponferradino Vicente Yebra, desde sus quince años en Madrid, ¿fotógrafo y/o reportero gráfico?, siempre con la duda y con su Kodak Baby Brownie. Aquella pintaba ser la oportunidad para Vicente; quería que lo escucharan los dos hermanos; para eso los había llamado; será, así lo pensaba, de película. Lo escuchaban sin perder detalle; de vez en cuando se les escapaban gestos de incredulidad, pasmo y admiración. “Creo que no has dicho una verdad, ..., pero tienes imaginación. Y te ha salido una historia muy bien trenzada”; ¡clap, clap, clap!interrumpió Pedro con aplausos; “…has mezclado cosas que has leído, o visto en televisión, novelas, películas, recuerdos de personas con las que te has cruzado, charlas con gente que has conocido”. Un disparate bien trabado.

   

 Retomó el ponferradino el relato de su historia, contada en primera persona, recuperando la voz con otro martini seco y un daiquiri para Pedro. La tarde anterior Ava había fallecido en Londres. De la actriz, de esa coctelería y de otros momentos a su lado conservaba recuerdos memorables, ¿creíbles? Lo contará en su momento.

 

Años treinta en Madrid. Vicente acudía al Club Lyceum en la Casa de las Siete Chimeneas madrileña a tomar unas fotografías a García Lorca para el diario Ahora. Se presentaba como fotógrafo; realmente era un aprendiz de tipógrafo que aspiraba a reportero gráfico. Se cruzó en su camino un concierto de piano; se detuvo embobado escuchando un fragmento de El amor brujo. “…los cuatro minutos y medio que duró su interpretación me marcaron como un hierro candente”. Amalia Quiroga, pelo cobrizo, ojos azul cobalto que miraban con descaro, hija de un empresario de Mondoñedo, estudiaba piano en el conservatorio y se alojaba en la Residencia de Señoritas. Bastaron pocas palabras y una mirada entre fotógrafo y pianista. Una columna bien situada y cómplice protegió el primer beso, cálido. “Si te gustó, ¡agárrate, que vienen curvas.”, soltó con desparpajo la pianista de Mondoñedo. Incendio pavoroso con y sin curvas. Quedó ya prendido.

 

Pedro seguía el relato del ponferradino sin pestañear; matizaba algunas palabras, “¿Lorca abofeteando a Dalí en el hotel Ritz? ¿Y piensas que la gente se lo va a creer?”. A  Agustín, recién incorporado a la conversación en Chicote, enseguida lo puso a punto. “Vicente -le dijo-está urdiendo una historia que da para una novela… aunque no me ha contado ni una sola verdad en toda la tarde”.

 

Había vivido Vicente los años anteriores a la Guerra Civil, los años bélicos de la Gran Vía bombardeada, el ataque diario al edificio de la Telefónica… Con Arturo Barea, que se movía por esa zona, tuvo que cruzarse en algún momento. Posteriormente, la posguerra; durante esta época fueron coincidiendo en la capital amantes de la farándula, estrellas de Hollywood, toreros, fauna variada y noctívaga que pasaba del Chicote a Villa Rosa previa parada en Pasapoga, o alterando el recorrido; según lo que ofrecieran noche y acompañantes.

 

Vicente, imparable, continuaba su relato. Se encontró con Federico García Lorca, Miguel Hernández, Zenobia Camprubí, Juan Ramón Jiménez, Alberti, Mª Teresa León, Dalí… Lo vivió tan intensamente que no olvidaba el mínimo detalle. Memoria prodigiosa.

 

“No me dejes ir con él”, imploraba Amalia a Vicente antes de desaparecer. “Es una frase terrible, intervino Agustín. Una hija que le tiene miedo a su padre”. Hacía lo imposible el ponferradino por recuperarla. Cualquier rincón recorrido antes por ambos, una ensoñación repentina o sospecha eran suficientes para indagar y buscarla. Inútil tanto esfuerzo. No dudó en coger el tren y llegar como fuera a La Mariña de Lugo, a Mondoñedo, viaje onírico al noroeste con todas las vicisitudes imaginables, buscadas o no. Tenía que encontrarla .

 

La novela serpentea entre tiempos de paz, de guerra y de posguerra. Auténtico documento en el que Vicente Yebra recoge, casi dibuja con palabras, el momento social e histórico en el que él se mueve sin temor alguno. El ponferradino y la presente-ausente Amalia van desarrollando y ensamblando el relato dotado de perfecta coherencia estructural interna.

    

Carlos Fidalgo, con estilo depurado y preciso, casi fotopictórico, retrata no solo físicamente sino con mirada penetrante, “El hombre, no muy alto, no muy fornido, pero con rostro cincelado por la suspicacia…”, “…Ernestina, con sus ojos pequeños, su nariz aguileña, el pelo corto, la barbilla diminuta, la mirada triste…”.No están ausentes en la novela toques poéticos, “…la oscuridad sometió a las últimas pavesas”, “…las llamas … reptaban como culebras”. Todo ello recogido en un vocabulario preciso, elegante, conciso. 

 

Hay que destacar con qué habilidad y dominio el escritor bembibrense maneja el tiempo cronológico y los tiempos narrativos en las encrucijadas de la acción novelada; comienza en los años treinta y se extiende hasta enero de 1990, posiblemente el día 25, en que se reúne con Pedro y Agustín.

 

“-¿Y por qué has venido hoy a contarnos todo esto?”

 

“-Ya te lo he dicho. Porque quiero que tú lo cuentes en una película, Pedro. Eres el director de moda…”.

 

El lector, desde el comienzo, pasa a formar parte de la novela; ya no es espectador. Está al lado de Vicente y sube con él a un taxi perseguidor; o se inquieta por la suerte de aquel caminando en las noches de guerra por las calles de Madrid; o viaja a Mondoñedo con Vicente y con él vive las peripecias y todo lo inesperado; o quisiera estar en su lugar en el Pedro Chicote o en Pasapoga para tratar con las ‘estrellas’; o apaciguar la reacción airada de Ramón Quiroga, o…El novelista ‘escribe imágenes’ recreando así lo narrado. Se lee y ‘se ve’ o ‘se escucha’, se vive lo leído. 

      

En El Baile del fuego Carlos Fidalgo hace un homenaje a los escritores del noroeste, a Mondoñedo, en el norte de ese noroeste, ciudad tan familiar para Antonio Pereira y tantos otros; “…a un niño… que jugaba en la acera” al que llama una voz de madre, “¡César!, … ¡Ya te dije que subieras a cenar!” Obedeció el niño César Gavela, años después enorme y agudo escritor ponferradino que, sin duda, conoció a más de un Vicente Yebra; se recuerda en la novela a los maquis que mantenían un sueño; a la ciudad de Ponferrada, variopinta, en su día a día.

 

 Pedro rodará la película. El guion aquí lo tiene.

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