Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 30 de Diciembre de 2023

Fisgones y tocapelotas, un ayer del periodismo

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Verdad olvidada del periodismo es que la calle es el manantial inagotable de las noticias. Los periodistas tienen ahora tal caudal de información enlatada que puede editarse día a día un periódico sin salir de la redacción. Maléfica experiencia que empecé a padecer unos años antes de mi jubilación empresarial (que no profesional), va a hacer este año 2024, una década.

 

El clásico reportero, obligadamente curioso, fisgón y tocapelotas, es especie extinguida. Las malas artes empresariales y políticas se han confabulado para dominar el periodismo libre desde despachos y tribunas en los que se cocina la nueva verdad o la vieja mentira. Tienen idéntico rango.

 

Desde mis primeros años de universidad identifiqué a mis futuros colegas como avispas cojoneras con el aguijón presto a picar a los poderes reales y fácticos en beneficio de una sociedad que solo tenía como portavoz el llamado cuarto poder. Es evidencia que nuestro puesto de altura en este ránking ha descendido más escalones de los deseados. Sí, cuando este insecto pica, y se desprende de su rejón, muere, pero nunca hicimos caso del escarmiento. De himenóptero molesto, y orgullosos de serlo, la involución se ha concretado en voceros de los poderosos a través del espectáculo guionizado en medios y redes sociales.

 

El valor de la buena información, incluso en mis tiempos de Maricastaña, era su escasez. Por eso había que salir a buscarla. No se servía a domicilio. Una buena noticia (que en contenidos para el lector solía ser mala) se daba de Pascuas a Ramos. La exclusiva era la culminación de una fatigosa y paciente fiscalización de los lugares más recónditos del poder. El periodista era un cazador solitario en la jungla de la calle, guiado exclusivamente por su olfato y su inmarchitable curiosidad. La noticia impactante era una exquisitez necesitada de escarbar hasta lo más hondo para dar con ella. Los reporteros llegaron a resultarnos familiares como especie de investigadores privados, al modo literario de Raymond Chandler o Dashiell Hammett.  

 

El mejor cine ha sabido expresar el oficio periodístico en sus múltiples caras. Todos los hombres del presidente, una película emblemática del género, escenificó el rigor del tratamiento sobre una información de altísimo voltaje para las instituciones de la gran potencia mundial. Fueron meses de constante investigación y contraste de fuentes hasta que dio los resultados que han quedado para la historia. La credibilidad se cimenta en argumentos de verbo indicativo; jamás, en la de verbo condicional, tan recurrente hoy. La especulación no es noticia. 

 

La realidad contemporánea ha llevado este oficio a la turbamulta de una información que se mide en la magnitud cuantitativa y cualitativa de la mentira. El otro día me encontré con un conocido libro de temática infantil que hizo las delicias de chiquillos.  Lo recordarán: se llama ¿Dónde está Wally? Un inteligente mecanismo de percepción visual para niños viró a la estrategia malsana de esconder esa verdad que era el citado Wally. El escondrijo del susodicho personaje era una ingente masa de seres. La moraleja de esta fábula para el periodismo es que la producción incesante de información es la mejor tapadera para su veracidad. De ahí, esa sobrecarga que solo trae como consecuencia el desconcierto de la sociedad en su sagrada misión crítica.   

  

La prensa de mis tiempos, sin ser perfecta, era texto en tiza blanca sobre pizarra negra; las nuevas generaciones ejercen el camuflaje entre el escrito o comentario y los hechos para no afrontar el crochet al mentón de la vanidad, de que la realidad estropee un buen titular. Por eso, hoy al consumidor de noticias se le lleva bien de la mano a visionar la punta del iceberg de un texto aposta incompleto para que la información se quede en las superficialidades que pretenden los emisores que, recuérdese, ya no operan desde el teatro de realidades que es la calle, sino desde los laboratorios de manipulaciones que son los despachos y los gabinetes de comunicación. Un titular sin las aguas abajo de los párrafos siguientes es el anticipo de una noticia amputada. Irritante resulta la táctica de medios digitales de encabezar la información con datos confusos para obligar a penetrar en el cuerpo de la misma y, desde ahí, arrebatar una nueva porción de nuestra intimidad.

 

La contemporaneidad del periodismo tiene ceguera de calle. Por otro lado, normal. La ciudadanía no observa a sus semejantes, ni los oye. José Saramago adivinó. Un buen ramillete de frases cogidas al vuelo entre la gente común han inspirado magníficos artículos y escritos sobre la cotidianidad. Un viaje en transporte público es la experiencia más próxima a la prosa y poética diaria de la vida urbana. A cambio, la gran masa se hipnotiza en la tinta de calamar de los teléfonos móviles que nos roban en nuestras propias narices la visión panorámica de ingentes formas de existencia con rotundo carácter didáctico.

 

Este periodismo ha dimitido de la rebeldía de los profesionales de antaño. De mostrarla, lo hace solo desde las atalayas de la polarización y la crispación. Ese es el baremo de su libertad de expresión y de su intelectualidad. La ruptura de ese cordón umbilical con el cuerpo social es el atajo narrativo para comprender los totalitarismos que renacen. Hace diez años que me fui. Lo hice a tiempo.

                                                                                                               

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