Emilio Geijo y Astorga
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El pasado día19 en el Salón de Actos de la Fundación Sierra Pambley, de León, se celebró un homenaje de recuerdo al astorgano Emilio Geijo, que nos abandonó el año pasado. Fue un denso acto lleno de emociones, compartidas por quienes habían sido sus compañeros, amigos y exalumnos de León, donde fue durante muchos años profesor, y director del Instituto Padre Isla y profesor de la Universidad.
En el mismo acto, con el salón desbordado, se presentó un libro Recordando a Emilio Geijo, coordinado por Lorenzo López Trigal, con testimonios de numerosos participantes y algunas obras del propio filósofo y autor teatral. A mí me tocó intervenir, por mi condición de primo suyo, y evocar su vida en Astorga. Por un problema físico no pude estar presente y mis palabras, que resumo, contaron con la calidez de la voz de Pedro Lobera.
Nació no en Astorga, sino en San Justo de la Vega, pueblo del alfoz de la ciudad, situado en la carretera que conduce a León. Nació y vivió sus primeros años en La Venta, en la que vivía su familia, en el comienzo del término municipal, en su parte más próxima a Astorga. En ella trabajaba su padre Isidoro, en la que ejercía el oficio de maestro chocolatero
Allí transcurrió la infancia de ‘Emilín’, junto a sus hermanos, Pedro, el mayor y José María, el pequeño. Una infancia como eran las de aquellos años, sin móviles, ni otras nuevas tecnologías, dedicadas a juegos infantiles y que yo, con mis hermanos Emilio y Jesús María, compartimos. Para su desgracia, ‘Emilín’ guardó toda su vida un recuerdo de aquellos tiempos en el pulgar de su mano, que yo le destrocé, pues se lo atartallé, como se dice en mi tierra, en una puerta, y él lo asumió, con su bondad acreditada.
Cuando contaba seis años la familia se trasladó a Astorga y se instalaron, con su industria, en una casa al final de la bajada a la Estación, en la Plaza Porfirio López. Cuando llegó a Astorga, siempre iba al lado de su hermano mayor Pedro, como si buscara su protección en aquel ambiente nuevo y su sombra le cobijara. Aprendió a leer con las monjas de la Milagrosa y luego pasó por el colegio de los Hermanos de la Salle, Cuando este desapareció, pasó por la Academia de don Constancio y por el Colegio de San José. En Comillas, permaneció seis años. Luego se hizo enseñante y, a Astorga volvió convertido en don Emilio, para iniciar su carrera profesional en su Instituto. Estaba recién casado y con él llegó una joven mujer madrileña, Blanca Domenech, que se sumergía por amor en una vida para ella pueblerina.
Un día un juez, amigo suyo, le alertó de que le estaba investigando la Guardia Civil por ser comunista e influir así en sus alumnos. Emilio entró en desazón, ante la ocurrencia de veleidad que no tuvo, cuando él no tenía alumnos propios, tan solo los de su asignatura, que compartía con los otros profesores del curso. La desazón fue mayor para Blanca, cuando se enteran quien ha sido el acusador. El director del Instituto y sacerdote, don Manuel Pérez Barreiro. Lo digo, porque hay que decirlo, para que conste, el daño que hicieron estos sujetos, sin conciencia, ni vergüenza. Decidieron poner tierra por medio, para alejarse de su ciudad, tan cerril y curial, y así llegaron a León.
Cuando yo regresé a Astorga, ya hace siete años, me reencontré con ellos y con ellos empecé a redescubrir la provincia, nada menos que por Peñalba de Santiago. Paseando por la calle Ordoño, Emilio me contaba historias de su vida y de la ciudad. De su estancia en el Padre Isla. De sus amigos. De Trapiello. De Graciliano Palomo y su admiración y del alivio y la alegría cuando él superó su enfermedad. Me habló de sus hijas. De sus aficiones y deseos. De sus yernos. De sus nietos. De Asturias, a donde acudía a mojarse. Reandábamos por León y me contaba cosas curiosas, como las del barrio del Ensanche. Se encontraba con mis amigos, que habían sido amigos suyos en su barrio astorgano de Puerta de Rey.
La última vez que vi a ‘Emilín’ fue en el mes de mayo del año pasado. Acudió a Astorga a acompañar a Blanca, que dio una conferencia magistral en el ciclo que yo organizaba de ‘Los Miércoles al sol’. Al hacerle la pregunta habitual de cómo estaba me explicó antes sus avances en su biografía de Diderot, tan densa que no permitía correr. Luego, de pasada, me dijo que, tras el Covid, no acababa de encontrarse bien. No pude imaginarme yo que era el principio del fin. De ese que a todos nos llega y que ahora, a nuestra edad, con demasiadas prisas y sin cesar.
Se lo llevó a él sin que nos enteráramos. Emilio era un hombre bueno. Como esposo leal. Como padre y abuelo. Con sus alumnos y sus amigos. Siempre dando luz e iluminando el camino de los demás. Como buen socrático, tan perfecto que era. Como a tantos de vosotros, me queda el consuelo de haberle tenido y haberle compartido. Por eso nos queda una compensación mejor. Le tuvimos y sin él nuestra vida no hubiera sido exactamente como ha sido.
El pasado día19 en el Salón de Actos de la Fundación Sierra Pambley, de León, se celebró un homenaje de recuerdo al astorgano Emilio Geijo, que nos abandonó el año pasado. Fue un denso acto lleno de emociones, compartidas por quienes habían sido sus compañeros, amigos y exalumnos de León, donde fue durante muchos años profesor, y director del Instituto Padre Isla y profesor de la Universidad.
En el mismo acto, con el salón desbordado, se presentó un libro Recordando a Emilio Geijo, coordinado por Lorenzo López Trigal, con testimonios de numerosos participantes y algunas obras del propio filósofo y autor teatral. A mí me tocó intervenir, por mi condición de primo suyo, y evocar su vida en Astorga. Por un problema físico no pude estar presente y mis palabras, que resumo, contaron con la calidez de la voz de Pedro Lobera.
Nació no en Astorga, sino en San Justo de la Vega, pueblo del alfoz de la ciudad, situado en la carretera que conduce a León. Nació y vivió sus primeros años en La Venta, en la que vivía su familia, en el comienzo del término municipal, en su parte más próxima a Astorga. En ella trabajaba su padre Isidoro, en la que ejercía el oficio de maestro chocolatero
Allí transcurrió la infancia de ‘Emilín’, junto a sus hermanos, Pedro, el mayor y José María, el pequeño. Una infancia como eran las de aquellos años, sin móviles, ni otras nuevas tecnologías, dedicadas a juegos infantiles y que yo, con mis hermanos Emilio y Jesús María, compartimos. Para su desgracia, ‘Emilín’ guardó toda su vida un recuerdo de aquellos tiempos en el pulgar de su mano, que yo le destrocé, pues se lo atartallé, como se dice en mi tierra, en una puerta, y él lo asumió, con su bondad acreditada.
Cuando contaba seis años la familia se trasladó a Astorga y se instalaron, con su industria, en una casa al final de la bajada a la Estación, en la Plaza Porfirio López. Cuando llegó a Astorga, siempre iba al lado de su hermano mayor Pedro, como si buscara su protección en aquel ambiente nuevo y su sombra le cobijara. Aprendió a leer con las monjas de la Milagrosa y luego pasó por el colegio de los Hermanos de la Salle, Cuando este desapareció, pasó por la Academia de don Constancio y por el Colegio de San José. En Comillas, permaneció seis años. Luego se hizo enseñante y, a Astorga volvió convertido en don Emilio, para iniciar su carrera profesional en su Instituto. Estaba recién casado y con él llegó una joven mujer madrileña, Blanca Domenech, que se sumergía por amor en una vida para ella pueblerina.
Un día un juez, amigo suyo, le alertó de que le estaba investigando la Guardia Civil por ser comunista e influir así en sus alumnos. Emilio entró en desazón, ante la ocurrencia de veleidad que no tuvo, cuando él no tenía alumnos propios, tan solo los de su asignatura, que compartía con los otros profesores del curso. La desazón fue mayor para Blanca, cuando se enteran quien ha sido el acusador. El director del Instituto y sacerdote, don Manuel Pérez Barreiro. Lo digo, porque hay que decirlo, para que conste, el daño que hicieron estos sujetos, sin conciencia, ni vergüenza. Decidieron poner tierra por medio, para alejarse de su ciudad, tan cerril y curial, y así llegaron a León.
Cuando yo regresé a Astorga, ya hace siete años, me reencontré con ellos y con ellos empecé a redescubrir la provincia, nada menos que por Peñalba de Santiago. Paseando por la calle Ordoño, Emilio me contaba historias de su vida y de la ciudad. De su estancia en el Padre Isla. De sus amigos. De Trapiello. De Graciliano Palomo y su admiración y del alivio y la alegría cuando él superó su enfermedad. Me habló de sus hijas. De sus aficiones y deseos. De sus yernos. De sus nietos. De Asturias, a donde acudía a mojarse. Reandábamos por León y me contaba cosas curiosas, como las del barrio del Ensanche. Se encontraba con mis amigos, que habían sido amigos suyos en su barrio astorgano de Puerta de Rey.
La última vez que vi a ‘Emilín’ fue en el mes de mayo del año pasado. Acudió a Astorga a acompañar a Blanca, que dio una conferencia magistral en el ciclo que yo organizaba de ‘Los Miércoles al sol’. Al hacerle la pregunta habitual de cómo estaba me explicó antes sus avances en su biografía de Diderot, tan densa que no permitía correr. Luego, de pasada, me dijo que, tras el Covid, no acababa de encontrarse bien. No pude imaginarme yo que era el principio del fin. De ese que a todos nos llega y que ahora, a nuestra edad, con demasiadas prisas y sin cesar.
Se lo llevó a él sin que nos enteráramos. Emilio era un hombre bueno. Como esposo leal. Como padre y abuelo. Con sus alumnos y sus amigos. Siempre dando luz e iluminando el camino de los demás. Como buen socrático, tan perfecto que era. Como a tantos de vosotros, me queda el consuelo de haberle tenido y haberle compartido. Por eso nos queda una compensación mejor. Le tuvimos y sin él nuestra vida no hubiera sido exactamente como ha sido.