Sol Gómez Arteaga
Sábado, 30 de Diciembre de 2023

Ahora

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Ahora que el año toca a su fin intento rescatar estampas de un tiempo, el de las estaciones, que es circular, cíclico -los primeros brotes de la flor del almendro, el calor de un mediodía de agosto cuando la luz es más intensa e inmensa, el olor esencial de los membrillos, el silente manto de niebla súbitamente rasgado por el bullicio de una bandada de estorninos- mientras que el mío, mi tiempo de vida, es lineal, irrepetible.

 

Ahora que vuelvo a la patria, mi lugar de apegos, y necesito más que nunca sentir el contacto de la tierra, conocer a qué árboles pertenecen las hojas que me encuentro en el camino, saber de plantas, de pájaros, sus costumbres, reclamos, tan parecidos en el fondo a los nuestros.

 

Ahora que he descubierto que la identidad es más importante que la belleza, que la tranquilidad lo es más que la pasión, que el saber que no alimenta el alma ocupa un lugar tan superfluo como el de esa ropa que guardamos muchas temporadas en el armario y jamás nos ponemos.

 

Ahora que están yendo todas las personas esenciales que conocí, visualizo con una fuerza inusitada que me agarra el estómago a la niña de doce años que volvía de felicitar las pascuas a su abuela que murió hace veintiocho y, como si no hubiera pasado un solo día, me sacude el recuerdo de la bandeja de turrones y pastas, la copina de licor, la corriente cálida de afecto. Así me estoy un buen rato detenida en la calle La Cuesta pensando en lo contento que se pondrá mi padre -que nos dejó el día uno del mes dos y el año veinte- cuando se entere.

 

Ahora que comprendí que lo verdaderamente importante está en las cosas que siempre estuvieron ahí, esperando que las tomara en consideración: el hallazgo en los adiles, entre los cantos marrones y húmedos por el rocío, de las setas de cardo, el sabor de la sopa de pobre y domingo de mi madre, el mensaje escondido en el párrafo de un libro que revela el sentido primigenio de la vida -o la falta de éste-, la dulzura de las manos que esperan y parecen decir “ven, vamos”.

 

Ahora que tengo una maleta decorada con nubes que contiene vilanos que buscan ser semilla donde arraigar, quedarse. 

 

Ahora que ya sé que todo no existe, que no hay nada para siempre, que los principios no son como los finales, que solo hay verdad en la fracción de segundo que conforman el aquí y Ahora.

 

Ahora que el tiempo de las estaciones se acumulan cuatro por catorce para mí y el silencio es blanco como un bosque nevado, el miedo negro como un pozo profundo al que hay que templar lo mismo que la llorera; melancolía, desamparo y cansancio son azules en sus distintos matices e instantes; roja la pasión como un fuego que se aviva pero poco a poco va perdiendo intensidad y fuerza, mientras que el asombro -por fortuna- permanece inalterable como un campo amarillo de colza en la estación primera.

 

Ahora que digo adiós con la mano al año y a los acontecimientos que tuvieron lugar en él, y sigo moviéndola hasta doblar la esquina y verle desaparecer de mi campo de visión -lo mismo que ocurre cuando me despido físicamente de un ser querido-, pero el año -sus apegos, hojas, sonrisas, piedras, miradas, confidencias- se prolongan un rato todavía en mi interior, como esa estela que dejan las olas del mar cuando se retraen, como Nagori que es la nostalgia de un tiempo que termina.  

 

*Texto inspirado en el ensayo Nagori de la autora japonesa Ryoko Sekiguchi.

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