El sabor de los nietos
![[Img #67045]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2024/7352_1corderodsc_1543-copia.jpg)
El mundo está yendo tal como vamos viendo, lo cual no es nada esperanzador. No sé si es por un exceso de realismo malvado, por exceso de información, por ambas cosas o por ninguna de ellas. Vamos, que van quedando pocos rincones naturales para ocios gratuitos al tiempo que sanos, para tertulias sin ideologías, para paseos por las aceras sin terrazas ocupa, sin esquivar bicis, patinetes, cacas de perros y con unas relaciones a través de las redes más uniformadoras y aislantes que sociales.
Me ocurrió el otro día, paseando por una acera de mi ciudad y en las condiciones descritas, una escena cotidiana a la que estamos acostumbrados: dos perros de los que no sé el sexo, uno grande y el otro chico, con sus respectivos amos, supongo, un joven y una señora con edad de jubilada. Hablaban de ellos mientras los animales se besaban, jugaban o se seducían, que no estoy muy puesto en psicología animal.
Lo que yo oí cuando pasaba a su lado, supongo que a modo de broche y después de la rigurosa y larga enumeración de virtudes de ambos cuadrúpedos, fue que la señora, ensimismada con la mirada perdida un poco antes del infinito, decía muy convincente al joven: “¡Cómo te cambia la vida un perro!” a la que el joven aseveraba de cabeza, en actitud introspectiva y silente, como no queriendo perder ni una pizca de la profundidad de la frase. Yo supuse que el cambio aludido era para bien y me alegré, pero no puede menos que intervenir, en inferioridad de condiciones por ir sin perro, y les dije a modo de remate “¡Y un nieto, ya, ni te cuento!”. Me miraron sorprendidos con cara de no entender a cuento de que venía la ruptura del clímax creado con aquella honda cavilación.
Ya podéis imaginar que soy un abuelo. Un abuelo con dos nietos que también me han cambiado la vida y no porque los saque a hacer caca a la calle, que se la hacen en sus pañales, no, ni tan siquiera porque los vea con mayor o menor frecuencia. Me han cambiado la vida porque veo en ellos gestos que ya ví en algún que otro bebé, hoy progenitor, hace unos cuantos años. Me han cambiado la vida por la dicha de verlos, disfrutarlos y abrazarlos como si uno pudiera abrazarse a sí mismo. Me han cambiado por ver cosas que hace mucho tiempo que no veo y me reconforta saber que existen. Me han cambiado porque verlos es ver que la vida sigue viva.
Verlos y disfrutarlos en una dimensión distinta de la de padre, donde el tiempo disponible era repartido en mil quehaceres mundanos, de los que hoy, jubilado, estoy liberado. Tiempo para mirar, tiempo para jugar, tiempo para estar, que es lo que ellos y yo preferimos. Tiempo sin presiones ni pretensiones, sin deberes, sin demasiadas exigencias o responsabilidades. Otros harán el trabajo sucio de decir ‘acaba lo del plato’, ‘recoge las cosas’, ‘no le hagas llorar’, ‘esto, así no’... Y decir que no, no es otra cosa que educar, si me permiten la hipérbole.
Un ‘aquí y ahora’, entre un antes y un después. El valor del momento presente, la fusión de dos vidas, una de ellas recién estrenada. Espontaneidad frente a previsión, ingenuidad frente a malicia, actividad frente a inercia, transparencia frente a opacidad, sensaciones frente a razonamientos, mañanas frente ayeres. Unión de contrarios con un enfoque lúdico donde jugar se justifica aún sin ganar.
Ternura de ver como aprenden a mirar y a sonreír cuando te reconocen como pieza de un entorno seguro del que formas parte. Satisfacción de verlos crecer alegres, contentos y sabiéndose queridos. Sorpresa por constatar cómo el brote de la vida, con un sólo manotazo, nos aparta de cuestiones que creíamos importantes, pero que no lo eran. Emoción cuando oyes decir a media lengua ‘abuelito, te quiero mucho’ que captas a la primera, aún sin audífonos. Estremecimiento de reconocernos en ese bebé que fuimos y pesar de no tener recuerdos de aquel pasado. Y miedos o temores de que todo no vaya bien.
Lactancia, vacunas, chupetes, biberones, balbuceos, gateo, alguna fiebre, primeras palabras, miradas sin decir nada pero que lo dicen todo porque son cristalinas, complicidades, etc, etc. ¡Cuánto espacio en la cabeza pueden llenar los nietos!
No recuerdo, frecuentemente, lo que comí ayer o dónde dejé las llaves, pero tengo muy presentes sus miradas, gestos, palabras... Imágenes que surgen a borbotones, a su modo, en la mente mientras tus ojos descansan su mirada allá, cerca de aquel infinito de la dueña.
Cambios en el día a día mientras quisieras poner alfombras bajo los pies para evitarles algunos dolores y desgarros que trae la vida a la espalda junto con aciertos y errores, con alegrías y penas alternadamente ponderados. Misión imposible. Impotencia porque no podemos ni eliminar sus fracasos ni maximizar sus éxitos. Resignación porque han de aprender, tan solo, a relativizarlos, aprender que ni los unos ni los otros sean definitivamente concluyentes. Cambiamos nosotros pero no cambia la vida en su eterno tic tac.
Cambios donde ellos son lo primero y significan lo más importante de tu vida y de todos tus intereses.
Cambios de continuidad, cambios por relevo, cambios de ciclo, cambios de generación, cambios de punto de vista y de forma de mirar.
No sé si con esto estoy a la altura de los otros cambios aludidos, pero si no lo estoy, es por poco. Huérfano de abuelos, hoy sé lo que me perdí.
El mundo está yendo tal como vamos viendo, lo cual no es nada esperanzador. No sé si es por un exceso de realismo malvado, por exceso de información, por ambas cosas o por ninguna de ellas. Vamos, que van quedando pocos rincones naturales para ocios gratuitos al tiempo que sanos, para tertulias sin ideologías, para paseos por las aceras sin terrazas ocupa, sin esquivar bicis, patinetes, cacas de perros y con unas relaciones a través de las redes más uniformadoras y aislantes que sociales.
Me ocurrió el otro día, paseando por una acera de mi ciudad y en las condiciones descritas, una escena cotidiana a la que estamos acostumbrados: dos perros de los que no sé el sexo, uno grande y el otro chico, con sus respectivos amos, supongo, un joven y una señora con edad de jubilada. Hablaban de ellos mientras los animales se besaban, jugaban o se seducían, que no estoy muy puesto en psicología animal.
Lo que yo oí cuando pasaba a su lado, supongo que a modo de broche y después de la rigurosa y larga enumeración de virtudes de ambos cuadrúpedos, fue que la señora, ensimismada con la mirada perdida un poco antes del infinito, decía muy convincente al joven: “¡Cómo te cambia la vida un perro!” a la que el joven aseveraba de cabeza, en actitud introspectiva y silente, como no queriendo perder ni una pizca de la profundidad de la frase. Yo supuse que el cambio aludido era para bien y me alegré, pero no puede menos que intervenir, en inferioridad de condiciones por ir sin perro, y les dije a modo de remate “¡Y un nieto, ya, ni te cuento!”. Me miraron sorprendidos con cara de no entender a cuento de que venía la ruptura del clímax creado con aquella honda cavilación.
Ya podéis imaginar que soy un abuelo. Un abuelo con dos nietos que también me han cambiado la vida y no porque los saque a hacer caca a la calle, que se la hacen en sus pañales, no, ni tan siquiera porque los vea con mayor o menor frecuencia. Me han cambiado la vida porque veo en ellos gestos que ya ví en algún que otro bebé, hoy progenitor, hace unos cuantos años. Me han cambiado la vida por la dicha de verlos, disfrutarlos y abrazarlos como si uno pudiera abrazarse a sí mismo. Me han cambiado por ver cosas que hace mucho tiempo que no veo y me reconforta saber que existen. Me han cambiado porque verlos es ver que la vida sigue viva.
Verlos y disfrutarlos en una dimensión distinta de la de padre, donde el tiempo disponible era repartido en mil quehaceres mundanos, de los que hoy, jubilado, estoy liberado. Tiempo para mirar, tiempo para jugar, tiempo para estar, que es lo que ellos y yo preferimos. Tiempo sin presiones ni pretensiones, sin deberes, sin demasiadas exigencias o responsabilidades. Otros harán el trabajo sucio de decir ‘acaba lo del plato’, ‘recoge las cosas’, ‘no le hagas llorar’, ‘esto, así no’... Y decir que no, no es otra cosa que educar, si me permiten la hipérbole.
Un ‘aquí y ahora’, entre un antes y un después. El valor del momento presente, la fusión de dos vidas, una de ellas recién estrenada. Espontaneidad frente a previsión, ingenuidad frente a malicia, actividad frente a inercia, transparencia frente a opacidad, sensaciones frente a razonamientos, mañanas frente ayeres. Unión de contrarios con un enfoque lúdico donde jugar se justifica aún sin ganar.
Ternura de ver como aprenden a mirar y a sonreír cuando te reconocen como pieza de un entorno seguro del que formas parte. Satisfacción de verlos crecer alegres, contentos y sabiéndose queridos. Sorpresa por constatar cómo el brote de la vida, con un sólo manotazo, nos aparta de cuestiones que creíamos importantes, pero que no lo eran. Emoción cuando oyes decir a media lengua ‘abuelito, te quiero mucho’ que captas a la primera, aún sin audífonos. Estremecimiento de reconocernos en ese bebé que fuimos y pesar de no tener recuerdos de aquel pasado. Y miedos o temores de que todo no vaya bien.
Lactancia, vacunas, chupetes, biberones, balbuceos, gateo, alguna fiebre, primeras palabras, miradas sin decir nada pero que lo dicen todo porque son cristalinas, complicidades, etc, etc. ¡Cuánto espacio en la cabeza pueden llenar los nietos!
No recuerdo, frecuentemente, lo que comí ayer o dónde dejé las llaves, pero tengo muy presentes sus miradas, gestos, palabras... Imágenes que surgen a borbotones, a su modo, en la mente mientras tus ojos descansan su mirada allá, cerca de aquel infinito de la dueña.
Cambios en el día a día mientras quisieras poner alfombras bajo los pies para evitarles algunos dolores y desgarros que trae la vida a la espalda junto con aciertos y errores, con alegrías y penas alternadamente ponderados. Misión imposible. Impotencia porque no podemos ni eliminar sus fracasos ni maximizar sus éxitos. Resignación porque han de aprender, tan solo, a relativizarlos, aprender que ni los unos ni los otros sean definitivamente concluyentes. Cambiamos nosotros pero no cambia la vida en su eterno tic tac.
Cambios donde ellos son lo primero y significan lo más importante de tu vida y de todos tus intereses.
Cambios de continuidad, cambios por relevo, cambios de ciclo, cambios de generación, cambios de punto de vista y de forma de mirar.
No sé si con esto estoy a la altura de los otros cambios aludidos, pero si no lo estoy, es por poco. Huérfano de abuelos, hoy sé lo que me perdí.