Esta tecnología no es ciencia
![[Img #67117]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2024/4369_3-angel-_dsc2518-copia.jpg)
Los dogmáticos de las nuevas tecnologías cargan sin tregua con argumentos devenidos a excusas. Poderosa, y al mismo tiempo, engañosa, la tecnología actual encuadra su concepción de progreso en el campo exclusivo de las ciencias. Éstas son hacedoras de milagros, porque los descubrimientos e inventos en este campo asombran y se consideran pasos adelante de la humanidad. La ciencia es el humanismo tangible. La filosofía, madre del pensamiento, el intangible. No está de más insistir en el acotamiento que hizo Indro Montanelli respecto de las evoluciones culturales y civilizatorias: nacen con los filósofos y pensadores, se consolidan con los científicos y finiquitan con los mercaderes. Y estos tiempos son de mercaderías y de becerros de oro.
Las revoluciones tecnológicas que han asaltado la historia no han resuelto los problemas de la humanidad. Los avances científicos, fundamentalmente en la medicina, son acreedores al sí rotundo del beneficio constatado y constatable. Las otras no han acomodado a las personas en la calidad de vida que preconizan. El telar, la máquina de vapor, la informática, las comunicaciones individuales, y ahora, la amenazante inteligencia artificial, son eslabones mercadotécnicos, espejismos hipnóticos, cuyos réditos han ido a parar a los bolsillos de las élites adineradas, tras procesos de enfrentamiento civil. Basta echar un vistazo a las groseras listas de millonarios, y seguir la pista de los sectores económicos donde se posan ganancias ofensivas al sentido común de justicia y equidad. Que el 50 % de la riqueza mundial se concentre en el 1 % de la población enciende la mecha de muchos y variados conflictos.
La ciencia verdadera es generosa en su quehacer. Los científicos expanden la sabiduría al margen de clases sociales y geografías. Cuando de ella se apodera el negocio, empieza el olor a podredumbre. La tecnología es tiránica, gusta de las mansedumbres frente a sus mentiras; la ciencia, democrática. Albert Einstein, un emperador de la ciencia, deja esta perla para ver si salimos del letargo de una vez por todas: temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de idiotas. Si el día fatídico no ha llegado, es innegable que estamos en la noche previa, y se vaticina un amanecer brumoso.
Las tecnologías que se nos presentan como ofensiva irremediable del confort y la razón, atentan contra el valor humano por excelencia: la facultad de pensar. Llaman a la puerta con la tarjeta de visita de la inteligencia artificial. Lo de visita es sarcasmo, pues no oculta la inquebrantable voluntad de quedarse, de conquistar, desde el desconcierto planificado de los términos opuestos de su denominación.
El proceso de adocenar las mentes y de desarmar las rebeldías ya ha cumplido su objetivo con la telefonía móvil y los medios de comunicación de masas. La primera aparta la mirada de los entornos y de los semejantes; encierra en la celda de las individualidades y anula el cruce enriquecedor de opiniones; es como el péndulo del hipnotizador. Los segundos negocian la falacia como materia prima de lo que ha de ser verdad, a través de la superficialidad, del espectáculo y del insulto, en ese canal histérico y chirriante que son las redes sociales.
Nos han contado que estas tecnologías facilitan la vida cotidiana y laboral. Mentira podrida. Somos prisioneros de artilugios que nos esclavizan en las costumbres. Hay que estar atento al móvil día sí, día también, para no quedarnos sin la sangre de la comunicación por la descarga a traición de las baterías. Unas horas sin su concurso, para multitudes, es un ataque de pánico.
El correo electrónico ha facilitado la instantaneidad epistolar, pero su centelleante concurrencia multiplica exponencialmente las tareas de gestión y selección de un material que, en su momento analógico, nos llegaba con cuentagotas y asuntos de verdadera enjundia. Lo que antes se solucionaba con la sencilla oralidad, ahora exige la burocracia a todas horas de la escritura digital.
Y añádase el hábito progresivo de adaptarnos al idioma de la máquina y no de una voz humana que, con una simple inflexión de tono, abre las puertas de la comprensión. Perdemos de vista los rostros y, con ellos, la verdadera dimensión de las personalidades. Al otro lado se configura una abstracción y no la concreción de un ser como nosotros con sus temores y audacias.
Que tareas rutinarias de banco, de sanidad o de ventanilla queden abortadas por el mantra oficinesco de se ha caído el sistema, abre ante nosotros el precipicio de la nada, de la ineficiencia, de la pérdida de tiempo, junto a la evocación ancestral de ese lápiz y bolígrafo que antaño servían lo mismo para un roto que para un descosido. Este es otro de los fallos monumentales de esta tecnología, incapaz de improvisar un plan B que arregle el desaguisado. Padecemos la terquedad mecánica de los algoritmos.
Esta tecnología no es como las anteriores. Más sofisticada y aprendida de errores del pasado. Pero con la misma trayectoria de ser caja registradora de la heroicidad engañosa de hacer dinero a espuertas, de hacer inexpugnable el capitalismo de crueldad y sangre que se conoció siglos atrás. Hacer a la ciencia cómplice de estos sinsentidos es el peor de los insultos a la inteligencia, aunque con su reciente apellido de artificial ya puede darse por ofendida.
Los dogmáticos de las nuevas tecnologías cargan sin tregua con argumentos devenidos a excusas. Poderosa, y al mismo tiempo, engañosa, la tecnología actual encuadra su concepción de progreso en el campo exclusivo de las ciencias. Éstas son hacedoras de milagros, porque los descubrimientos e inventos en este campo asombran y se consideran pasos adelante de la humanidad. La ciencia es el humanismo tangible. La filosofía, madre del pensamiento, el intangible. No está de más insistir en el acotamiento que hizo Indro Montanelli respecto de las evoluciones culturales y civilizatorias: nacen con los filósofos y pensadores, se consolidan con los científicos y finiquitan con los mercaderes. Y estos tiempos son de mercaderías y de becerros de oro.
Las revoluciones tecnológicas que han asaltado la historia no han resuelto los problemas de la humanidad. Los avances científicos, fundamentalmente en la medicina, son acreedores al sí rotundo del beneficio constatado y constatable. Las otras no han acomodado a las personas en la calidad de vida que preconizan. El telar, la máquina de vapor, la informática, las comunicaciones individuales, y ahora, la amenazante inteligencia artificial, son eslabones mercadotécnicos, espejismos hipnóticos, cuyos réditos han ido a parar a los bolsillos de las élites adineradas, tras procesos de enfrentamiento civil. Basta echar un vistazo a las groseras listas de millonarios, y seguir la pista de los sectores económicos donde se posan ganancias ofensivas al sentido común de justicia y equidad. Que el 50 % de la riqueza mundial se concentre en el 1 % de la población enciende la mecha de muchos y variados conflictos.
La ciencia verdadera es generosa en su quehacer. Los científicos expanden la sabiduría al margen de clases sociales y geografías. Cuando de ella se apodera el negocio, empieza el olor a podredumbre. La tecnología es tiránica, gusta de las mansedumbres frente a sus mentiras; la ciencia, democrática. Albert Einstein, un emperador de la ciencia, deja esta perla para ver si salimos del letargo de una vez por todas: temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de idiotas. Si el día fatídico no ha llegado, es innegable que estamos en la noche previa, y se vaticina un amanecer brumoso.
Las tecnologías que se nos presentan como ofensiva irremediable del confort y la razón, atentan contra el valor humano por excelencia: la facultad de pensar. Llaman a la puerta con la tarjeta de visita de la inteligencia artificial. Lo de visita es sarcasmo, pues no oculta la inquebrantable voluntad de quedarse, de conquistar, desde el desconcierto planificado de los términos opuestos de su denominación.
El proceso de adocenar las mentes y de desarmar las rebeldías ya ha cumplido su objetivo con la telefonía móvil y los medios de comunicación de masas. La primera aparta la mirada de los entornos y de los semejantes; encierra en la celda de las individualidades y anula el cruce enriquecedor de opiniones; es como el péndulo del hipnotizador. Los segundos negocian la falacia como materia prima de lo que ha de ser verdad, a través de la superficialidad, del espectáculo y del insulto, en ese canal histérico y chirriante que son las redes sociales.
Nos han contado que estas tecnologías facilitan la vida cotidiana y laboral. Mentira podrida. Somos prisioneros de artilugios que nos esclavizan en las costumbres. Hay que estar atento al móvil día sí, día también, para no quedarnos sin la sangre de la comunicación por la descarga a traición de las baterías. Unas horas sin su concurso, para multitudes, es un ataque de pánico.
El correo electrónico ha facilitado la instantaneidad epistolar, pero su centelleante concurrencia multiplica exponencialmente las tareas de gestión y selección de un material que, en su momento analógico, nos llegaba con cuentagotas y asuntos de verdadera enjundia. Lo que antes se solucionaba con la sencilla oralidad, ahora exige la burocracia a todas horas de la escritura digital.
Y añádase el hábito progresivo de adaptarnos al idioma de la máquina y no de una voz humana que, con una simple inflexión de tono, abre las puertas de la comprensión. Perdemos de vista los rostros y, con ellos, la verdadera dimensión de las personalidades. Al otro lado se configura una abstracción y no la concreción de un ser como nosotros con sus temores y audacias.
Que tareas rutinarias de banco, de sanidad o de ventanilla queden abortadas por el mantra oficinesco de se ha caído el sistema, abre ante nosotros el precipicio de la nada, de la ineficiencia, de la pérdida de tiempo, junto a la evocación ancestral de ese lápiz y bolígrafo que antaño servían lo mismo para un roto que para un descosido. Este es otro de los fallos monumentales de esta tecnología, incapaz de improvisar un plan B que arregle el desaguisado. Padecemos la terquedad mecánica de los algoritmos.
Esta tecnología no es como las anteriores. Más sofisticada y aprendida de errores del pasado. Pero con la misma trayectoria de ser caja registradora de la heroicidad engañosa de hacer dinero a espuertas, de hacer inexpugnable el capitalismo de crueldad y sangre que se conoció siglos atrás. Hacer a la ciencia cómplice de estos sinsentidos es el peor de los insultos a la inteligencia, aunque con su reciente apellido de artificial ya puede darse por ofendida.