Javier Huerta
Sábado, 13 de Enero de 2024

El amante de Felicidad Blanc / 1

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A fines de 2022 los investigadores malagueños Javier La Beira y Daniel Ramos culminaron la edición del Diario de José María Souvirón (Málaga, 1904-1973), casi tres mil páginas manuscritas, cinco tomos. Tuve el privilegio de participar en la presentación de esta obra junto a Anna Caballé, cuyo nombre ha estado muy de actualidad en los últimos meses tras sufrir un desabrido ataque por parte del actual director del Instituto Cervantes a causa de la reseña que había publicado en El País de las memorias de María Asunción Mateo, viuda de Rafael Alberti. La profesora Caballé es especialista en literatura autobiográfica, ese amplio grupo genérico que comprende diarios, memorias, epistolarios, confesiones, etc. De todas esas modalidades el diario es la que comporta una más descarnada sinceridad, sobre todo cuando se escribe sin pretensión de publicarlo, esto es, sin las cortapisas o autocensura a las que obliga, velis nolis, la difusión en libro. En algunas ocasiones, como es el caso que nos ocupa, el autor prefiere, por elegancia o temor, mantener inédito el diario en vida. En carta fechada el 20 de mayo de 1970, dirigida a un sobrino suyo, Souvirón le encomendaba la publicación de los once cuadernos que constituyen su Diario, pero cinco o seis años luego de su muerte. El Diario, que ha parecido mucho después, abarca de 1955 a 1967.

 

Poeta, novelista y ensayista de cierto mérito (por su ensayo sobre el demonio, El príncipe de este siglo, recibió el premio Nacional de Literatura en 1967), a José María Souvirón se lo vincula a la promoción de 1936, pero antes mantuvo estrechas relaciones con los poetas malagueños del 27: Emilio Prados, José María de Hinojosa y Manuel Altolaguirre. Con ellos colaboró en algunas empresas editoriales en torno a la célebre imprenta Sur y las revistas Ambos y Litoral. Más tarde, por razón de su matrimonio, residió en Chile, donde amistó con Vicente Huidobro y Pablo Neruda. Al estallar la Guerra Civil, tomó partido por el bando franquista (en 1937 publicó Romances del Alcázar), y ya en la posguerra ejerció algunos cargos en el Instituto de Cultura Hispánica y estuvo al frente de algún colegio mayor en la madrileña Ciudad Universitaria. Aunque cultivó casi todos los géneros, es en la poesía donde más destacó, y yo diría que de modo más relevante en suprimera etapa?malagueño-chilena? que en la posterior de Madrid.

           

El Diario de Souvirón ?un escritor profundamente católico pero nada timorato? proporciona muchos testimonios sobre Leopoldo Panero, acaso el autor del 36 con el que más sintonizó. Son de gran interés las confidencias y reflexiones acerca del momento político que vivió la España franquista en los años 50, fundamentalmente a raíz de la apertura que propició Joaquín Ruiz Giménez como ministro de Educación Nacional, cuando la fidelidad al régimen de los que José-Carlos Mainer llamara falangistas liberales empezó a hacer aguas. Una crisis que pilló con el pie cambiado a los ‘camisas nuevas’, los conversos, o sea, aquellos que como Panero venían de un pasado más o menos ‘rojo’. “Estamos de acuerdo —escribe— [Leopoldo y yo] en lo peligroso (por confuso) de las posiciones de algunos amigos nuestros”. En otras palabras, Souvirón y Panero se extrañaban de que sus conmilitones fueran distanciándose de “una política a la que ayudaron, más aún, en la que ocuparon hasta ayer no más, puestos de dirección, y de dirección trascendental”. No es difícil identificar a algunos de esos camaradas, ‘camisas viejas’, como Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, José Luis Aranguren, José Antonio Maravall… En estas consideraciones seguro que pesaba el aún reciente suceso del ‘Canto personal’, la osada y vehemente respuesta de Panero a las insidiasde Neruda contra Dámaso Alonso, Gerardo Diego y José María de Cossío. “Un inmenso error” el de este libro, sentenciaría Laín, que empezaba por entonces a descargar su mala conciencia.

 

Otros apuntes son de carácter más personal y tienen que ver con la vida no poco airada de Panero, los desequilibrios provocados por su adicción al alcohol. Significativamente, coinciden con los que Felicidad Blanc denuncia en Espejo de sombras y que ella atribuye a los disgustos y desencuentros que en su marido había producido las reacciones de sus propios amigos a la Carta perdida a Pablo Neruda. En su Diario Souvirón le da la razón a esta mujer, que debió de pasar un auténtico calvario durante esos años y que, sin embargo, luego de El desencanto, recibió la condena de los sectores más conservadores ?también, por supuesto, de la Astorga más rancia?, pese a no haber proferido ni en la película, ni en sus memorias una sola palabra contra la memoria de su marido. Otra cosa fueron sus hijos.

 

Después de tanta tempestad, a finales de los 50, vino la calma, y el poeta astorgano fue dejando paulatinamenteel alcohol, y reencontrándose con su mujer e hijos: “¡Gran corazón el de Leopoldo, que ha dominado una pendiente peligrosa! ¡Y cómo resplandece ahora en él su verdadero ser, su hondura y limpieza de alma, ahora! […] ¡Y qué buen hombre es, en su generosidad, en su blandura, bajo la corteza a ratos difícil, pero auténtica, de mozo leonés campesino!”. Es tiempo de esperanza e ilusiones, bien representado por el viaje a Italia que hacen los Panero, en 1959, en compañía de Luis Rosales y otros poetas, acompañados de la familia, y del que Souvirón hace una crónica pormenorizada.

 

La amistad entre ambos poetasaumenta. También el aprecio por sus tres hijos, Juan Luis, Leopoldo María y Michi, “estupendos, simpáticos, inteligentes y agradables”. Y siempre por Felicidad, que antes de partir a Astorga para las vacaciones estivales le llama, y el poeta se deshace en elogios hacia ella y de nuevo sus hijos: “Esta mujer y estos chicos de Leopoldo son excepcionales: cariñosos, inteligentes, finos y los quiero mucho”.

           

El 24 de julio de 1962, Souvirón acude a una velada en casa de Dámaso Alonso y Eulalia Galvarriato, junto a Luis Rosales, Leopoldo y Felicidad. Parece que, en esta ocasión, Panero volvió a las andadas y bebió más de la cuenta. “Se enfada y vocifera de un modo que hace tiempo no le había visto igual”, anota el diarista, muy molesto tras el incidente; tanto, que al día siguiente se cree en la obligación de llamarlo por teléfono: “Siempre que me disgusto algo con un amigo, pienso que puedo morirme —o morirse él— en una situación de enfado y me apresuro a deshacerla”.

 

Justo casi al mes estas palabras se hacen premonitorias. El lunes 27 de agosto Souvirón recibe la llamada de Felicidad, para comunicarle que Leopoldo acaba de morir. Al día siguiente, el poeta malagueño acude al entierro. “En su casa solariega de Astorga encontré a la buena, dulce Felicidad —¡qué extraño nombre para esas horas!— y a los queridos hijos de Leopoldo. Y, al caer la tarde, el entierro, en su tierra, donde él quería reposar. El sol se estaba poniendo y parecía una bola de fuego sobre la tapia del cementerio en el momento en que descendía el ataúd a la fosa”.

 

(Continuará.)

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