Millán Clemente de Diego
Domingo, 29 de Diciembre de 2013

Las andanzas del peregrino 'Millán Clemente'

El presente texto - Andando por el Camino de Santiago (Desde la Puente del Órbigo hasta 'Pons Ferrata'). Puello-Madrid 1965- que narra las andanzas del peregrino 'Millán Clemente' a su paso por Astorga fue escrito en año Santo Jacobeo. Está escrito con desenfado, con estilo ligero y fácil, aunque el autor ha procurado en todo momento que su prosa sea limpia, clara y literaria.
El autor advierte al lector que no considere este texto irrespetuoso; pues ha querido recoger en él con la mayor fidelidad todo lo sucedido en el largo recorrido. Por ello, lo mismo que expresa su emoción ante el místico recogimiento de una viejita que ora con las manos implorantes en el centro de una iglesia medieval, también ha querido describir las formas femeninas de algunas bellezas que ha encontrado a su paso, ... de igual manera no ha querido omitir algunas palabras que, aunque malsonantes, definen claramente situaciones y hechos que de otra manera no podrían expresarse.
En fín, justificaciones propias de una época que siendo antes de ayer aparece antigua en sus modos y costumbres.
Traemos este escrito en nuestro afán por recuperar para el lector textos de difícil localización que hablan de nosotros proporcionandonos ese punto de vista distanciado tan necesario para el buen conocimiento de uno mismo.


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Con la luz del nuevo día se ve, desde el ‘camping’, la añosa silueta del famoso puente del Paso Honroso. Fue construido, según cuenta el cronista de Hospital de Órbigo, Luis Alonso Luengo, cuando la aristocracia hispano- romana de Astúrica salpicó la Ribera del Órbigo con quintas y mármoles para el veraneo. Desde el día en que fue inau­gurado—sus hoy ennegrecidas piedras serían entonces blan­cas, tan blancas como las del Foro Romano o, retrotrayén­donos a nuestra época, como las del Arco del Triunfo de la Moncloa madrileña—se convirtió en paso crucial y fronteri­zo de suma importancia, una especie de Puente de Hendaya de la antigüedad. Fue la Puerta del Reino de los Suevos cuan­do en estas tierras que hoy son León y Galicia—desde el Esla y el Órbigo hasta el mar—mandaban unos reyes ru­bios con nombres de fábula: Rerismundo, Recciario, Carriaco, Maldras...


‘La Puente’ sobre el Órbigo llega a ser años más tarde la línea más importante de comunicación entre los reinos de los Suevos y el de los Visigodos, cuya frontera marcaba el río. Junto al Puente y sobre él tuvieron lugar en esta épo­ca formidables batallas, de grandiosidad espeluznante, como la que determinó la desaparición del reino suevo con la de­rrota de Recciario. Posteriormente, ya en el año 1000, es hollado por las largas caravanas de los peregrinos: caballeros, obispos, reyes, menestrales... cruzan el Puente desde los más apartados y cercanos lugares del mundo para postrarse en Compostela ante el sepulcro del Apóstol Santiago. Son miles de hombres de todas las condiciones que acuden a marchas forzadas a la más occidental meca de la Cristiandad. Van de prisa, sin apenas comer ni dormir, ansiosos de la llegada, enloquecidos algunos de temor. Según las profecías bíblicas el fin del mundo se habría de producir a los mil años del Nacimiento del Señor. La voz de los Papas, ante el inminen­te desastre, el mundial cataclismo, llama a la cristiandad para que se congregue en voto de peregrinación hacia los tres vér­tices de la estrella mística: Jesuralén, Roma y Compostela.


Aquellos hombres de esclavina, bordón y calabaza, que habían elegido Compostela para lavar sus culpas y poder así presentarse ante el Señor en el inmediato Juicio Final lim­pios de todo mal, siguen desde los Pirineos las calzadas ro­manas o toman alcorces por montes o espesuras creando así el Camino Francés a Compostela.


El mundo, por fortuna o por desgracia, continúa dando vueltas. Ya han muerto los que tanto temieron su desapari­ción allá en el año 1000. Pero el Camino Francés continúa siendo recorrido por sus descendientes, y se convierte en la ruta internacional más importante de la vida religiosa y cul­tural de Europa. Santos y príncipes, gentes humildes, cléri­gos y juglares continúan afluyendo desde todos los puntos de la rosa de los vientos hacia el sepulcro del Apóstol San­tiago. Hombres de Francia, Alemania, Escandinavia, Rusia o Persia traen a la Península o se llevan de ella costumbres, estilos, canciones... La futura España, la España que luego crearían los Reyes Católicos, se europeíza, se universaliza y se moldea ya como una tierra distinta—‘Spain is different’, dicen ahora los carteles turísticos—en un crisol de razas don­de cada una deja lo bueno y lo malo de su idiosincrasia. Es la época en que está naciendo un pueblo, en que va definién­dose su carácter: altanero, brusco, dispuesto siempre a arries­gar—la hacienda, la vida—por un 'quítame allá esas pajas'; carácter quijotesco en fin, poco práctico, nada calculador, con arraigo desmedido a las viejas tradiciones y costumbres.


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Forjadores del carácter de una raza fueron hombres como Don Suero de Quiñones, caballero español del siglo XV, man­tenedor de las famosas justas conocidas por el Paso Honro­so de su nombre, que tuvieron como principal testigo las ya históricas piedras de 'la Puente' del Órbigo.


Los torneos o juegos—juegos de muerte, la mayoría de las veces—en que acreditaban los caballeros su destreza en el manejo de las armas, proliferaban en los reinos cristianos peninsulares de la Edad Media. Don Suero fue el principal protagonista de aquel gran acontecimiento que conmovió al mundo de entonces y convocó a los más bravos caballeros andantes de Europa, desafiados por Don Suero, cuyo reto fue pregonado "en todas las Cortes de la Cristiandad por do andar se podía".


Treinta soles duraron aquellas célebres justas, en las que, al decir de los historiadores, se rompieron 166 lanzas en 727 carreras. Comenzaron el 11 de julio de 1434. ¡Un día me­morable! En las riberas del Órbigo se había levantado una verdadera ciudad provisional de veintidós tiendas, rodeando el campo marcado para justas, donde han de luchar los ca­balleros, entre el griterío y la atención de damas, jóvenes y ancianos de la nobleza y el pueblo, jueces y escribanos, mé­dicos y albigüistas, enfermeras y dueñas de estado, coperas y capellanes, trompeteros y armeros... Banderas, estandar­tes y gallardetes de abigarrados colores flamean al viento.


"Entre los dos brazos del río, cara al Puente—escribe Alonso Luengo en magistral definición de lo que debió ser aquel día—se alza el portón principal, prolongado de bande­rines y florituras góticas. Del cadalso de los jueces pende el Paño Francés: largo tapiz donde se han colgado las espuelas de los aventureros que han llegado para combatir y que se les devolverán—prenda de honor—una vez realicen sus com­bates.


Dalmao, trompetero mayor del rey (Juan II), sale a la liza y eleva al aire la trompeta con agudos metálicos de cla­rín. Se hace un silencio profundo, y bajo el arco que sostie­ne el blasón de los Quiñones entra en la arena el más espec­tacular cortejo que pudo soñar la caballería y que va siendo subrayado con ovaciones de la multitud.


Filas isócronas de pajes redoblando parches; el rodar de un carro con las lanzas de las justas, con un copete donde va dando trinchas un enano bufón; unos tras otros, a distan­cias de respeto entre sí, los nueve caballeros mantenedores y, al final, Suero de Quiñones, con guardia de caballeros de Castilla que, en señal de acatamiento, van a pie y llevan de las riendas sus caballos. Detrás, tres pajes de la Casa de Quiñones, a caballo, con espada desnuda, almetes a manera de árboles y gualdrapas de martas cibellinas.


El cortejo da dos vueltas a la liza; luego se detiene. Suero de Quiñones, hecho silencio por los trompeteros, se aúpa en el caballo y se dirige a los jueces.


Desde el cielo cae la noche, caliente y estrellada.


El Paso Honroso de Suero de Quiñones está abierta a todos los caballeros del mundo."


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¡Treinta días de justas, de emociones sin cuento, treinta días de horror, tragedia, lágrimas, risas, enredos, amoríos...! A veces los caballeros salen indemnes. Otras pagan su arrojo con la vida. En ocasiones la lanza penetra en el pecho de uno de los contrincantes y la sangre surge a chorro «como sale el vino de la cuba cuando le ponen la espita». Hay días en que la lanza busca la cabeza, se clava en el almete y saca el ojo de cuajo...


Los peregrinos que, de paso hacia Santiago, presencian sin haber sido invitados, estas justas, se quedan horrorizados. Los caballeros que salen a justar reciben la comunión, pero si mueren en el combate se les niegan los Sacramentos y sus cuerpos no pueden recibir cristiana sepultura. El obispo de Astorga es tajante a este respecto: "La Iglesia no tiene por hijos a los que mueren en los torneos."


Don Suero de Quiñones (veinticinco años) es el primer caballero andante español, el primer Quijote antes del pro­pio Quijote de Cervantes. Con Don Suero, que quebró 300 lanzas por el amor de una dama en nombre del Señor San­tiago, nace en España el 'donjuanismo'. (Las justas del Órbigo fueron convocadas por Don Suero para liberarse del hechizo que sobre él ejercía doña Leonor de Tovar; es de­cir, hablando en plata: para acabar de conquistarla.)


Con Don Suero nace también el individualismo de esta raza. Don Qui­jote, caballero andante 'desfacedor de entuertos' desprecia­ría luego olímpicamente a Don Suero. En el capítulo LXIX de la primera parte del Ingenioso Hidalgo, dice Don Alonso de Quijano: «Digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones del Paso». Cervantes pudo haberse ocupado, como escritor, de la vida de Don Suero de Quiñones. Pero ya que no lo hizo y habiendo elegido para su inmortal no­vela a Don Alonso de Quijano, quiso destrozar de un plumazo la fabulosa leyenda de Don Suero, para que su Don Quijote no tuviese rival entre los caballeros andantes.


Hospital de Órbigo se levanta sobre una llanura en la margen derecha del río. Las arcadas romanas de su famoso Puente son final y principio de dos regiones: ‘el Páramo’, que empieza en Virgen del Camino; y ‘la Ribera’ ("comarca mimada de León", según Juan Carlos Villacorta, que es de Hospital de Órbigo), que se extiende desde ‘la Puente’ hasta Santibáñez, donde empieza otra región: ‘el Monte’.


Hospital de Órbigo es un pueblo grande, industrioso, lim­pio. Tiene tiendas, grandes cafés, abacerías..., casa de am­plios portalones que dejan ver patios con flores o plantas. En la calle principal, la de más ajetreo, tiene una ferretería importante y bien surtida el alcalde de la villa, don Anto­nio Martínez, hombre de gran afabilidad y muy entendido en todo lo referente al historial de Hospital de Órbigo y su comarca.


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El caminante mantiene con el señor Martínez una intere­sante conversación en la que, naturalmente, se tocan todos los temas ya reseñados: el Puente del Paso Honroso, Don Sue­ro de Quiñones, el río Órbigo (el descenso del Órbigo en pi­ragua constituye todos los veranos un acontecimiento depor­tivo extraordinario), las justas, el Camino de Santiago...


A dos leguas de Hospital, aparece Astorga, a la vuelta de una curva del camino, en el centro de un gran valle. Un car­tel indicador del Camino de Santiago señala al visitante los dos principales hitos jacobeos de la ciudad: la Catedral, del siglo XV, y la Casa Consistorial, del XVII.


Es mediodía. La ciudad está muy animada; es día de mer­cado y las calles son recorridas una y otra vez por indíge­nas y albarranes, que compran, regatean y discuten ante los tenduchos donde se ofrece la más varia mercancía. Los bares están también muy concurridos. Mientras el viajero espera a José Miguel de Paz, jefe de programas de Radio Popular de Astorga-Ponferrada, con quien luego recorrería el pueblo, se toma en el Bar Imperial, que está en la plaza de Santocildes, un vaso de vino y una ración de percebes, por la que le cobran cuarenta hermosas pesetas. ¡ Ni que fuera Chicote! Luego se entera que el dueño del Imperial lo es también de la funeraria, lo que hace que se le indigesten los percebes...


Con el simpático José Miguel de Paz empieza el recorrido por Astorga. Sus visitas más detenidas son al Palacio de Gaudí (construido por el genial arquitecto para residencia de los obispos astorganos), una joya y a la vez un juguete arquitec­tónico de mágica belleza, y la iglesia de Santa Marta, muy cerca del Palacio, donde aún se conserva la ventana llamada de las ‘emparedadas vivas’. Es ésta, la de las ‘emparedadas vivas’, otra historia apasionante y sobrecogedora. En la Astorga del medievo a las mujeres de mala vida las encarcela­ban de por vida en una celda de la iglesia de Santa Marta, taponando la puerta ‘a piedra y lodo’, de modo que nadie, ni por dentro ni por fuera, pudiese abrirla ya jamás. La celda no tenía tampoco comunicación con el resto del templo, de ahí lo de ‘emparedadas vivas’; sólo la citada ventana, por medio de la cual las cautivas podían seguir viviendo gracias a los alimentos que los peregrinos de Santiago les arrojaban a la mazmorra a través de ella.


Allí está aún la ventana, en lo alto del muro. En el silen­cio del soleado mediodía, en aquel lugar apartado del cen­tro de la villa, parecen salir del fondo de la celda los que­jidos y llantos de aquellas mujeres sepultadas en vida, tre­mendo castigo con el que se condenaba el pecado carnal en el medievo.


Visitan fuego el viajero y su culto y afable cicerone los demás monumentos históricos de Astorga: la catedral, que tardó dos siglos en construirse: empezaron las obras en el XV y concluyeron ocho años antes de que empezase el XVII; esta diversidad de fechas dio por resultado una inte­resante mezcla de los estilos gótico, plateresco, barroco y renacimiento. Más allá, la Casa Consistorial, con su famoso reloj de Los Maragatos, el seminario y el palacio episcopal, donde se estaba montando, cuando el caminante visitó Astorga, el Museo de los Caminos, que reunirá distintas obras de arte jacobeas—pintura, escultura, reliquias...—recupera­das en iglesias en ruina o abandonadas del Camino y que, por tanto, corrían peligro de desaparecer.


Termina el paseo en la típica Plaza Mayor, con sus gran­des arcos y sus antiguas murallas flanqueadas de torres. Es la hora de comer y el caminante, tras despedirse del se­ñor De Paz, se mete en un bar que éste le ha recomendado, de nombre ‘La Peseta’.


Después de la comida vuelve a pasearse por Astorga. Pasa por la calle de Leopoldo Panero, junto a la casa don­de le velaron de cuerpo presente. Como él presintió—«En la vencida luz que deja agosto...»—, el gran poeta se agostó definitivamente un día aún muy cercano de este mes de sed y calores. «Él, limpio como el trigo, transparente como el agua, sosegado como la encina, erguido como el pino, sin­cero como el gorrión, regocijante como el ángel, él, Leopol­do Panero, rostro estoico, risa infantil, bondad campera y poesía difícil a fuer de sencilla, a fuer de depurada» (fa­bulosa y exactísima definición del poeta de José Luis Cas­tillo-Puche), entró ya muerto por esta puerta para que le velasen; lo habían traído en un camión, envuelto en una manta, desde Castrillo de las Piedras, aquel día 27 de agosto...


¡Qué fuerte por estas tierras el recuerdo de Panero, en­terrado allí hace tan poco, en estos campos de La Sequeda, que amó y cantó hasta el último instante!:


“Todos los veranos / bien de madrugada / la humilde Sequeda / como una palabra / saluda mis ojos / con surcos y alas, / y entre las encinas, / desde mi ventana, / Valderrey asoma, / dibuja Matanza / su fiel lejanía / de errantes campanas...”


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Desde Astorga hasta Ponferrada la ruta se puede seguir por dos caminos: el bajo, que pasa por Valdeviejas, Murías, Castríllo de los Polvazares, Santa Catalina, El Ganso, Rabanal del Camino, Foncebadón (aquí se conserva la «Cruz de Fe­rro» de los peregrinos), San Juan de Iruego, Manjarín, La­bor del Rey, El Acebo, Riego de Ambrós y Molinaseca; el camino alto sube hacia los montes de León por el puerto de Manzanal, cruzando Peñicas, Pradorrey, Combarros, Rodrigatos de Obispalía, Manzanal del Puerto, Torre del Bierzo, Bembibre, San Román de Bembibre, Almázcara y San Miguel de Dueñas.


El viajero quiere seguir el camino bajo, que es el más clásico, pero se confunde—¡en qué estaría pensando al salir de Astorga!—y se va por la ruta de Manzanal. Después de varias leguas de andadura, recorriendo campos yermos y tor­ciendo curvas sin un solo árbol protector, se apercibe, sudo­roso, jadeante bajo el sol implacable, que no es ése el cami­no que se había propuesto seguir. Pero ya es tarde para vol­ver atrás.


Peñicas, Pradorrey, Combarros... Una tremenda recta con arbolitos que no dan sombra... y se llega a Rodrigatos de Obispalia—¡qué nombre de opereta!—que surge en una hon­donada, junto al restaño de un arroyo. Más allá Manzanal del Puerto, aldea sucia y abandonada. Hasta aquí la tierra es más o menos verde y los pueblecitos, aunque pequeños y pobres, no son feos del todo. Pero a partir de Manzanal se entra ya de lleno en la zona minera, donde todo es negro, desde los hombres—mineros de caras ennegrecidas—hasta las piedras. ¿Puede haber algo más feo que un pueblo mi­nero, de minas de carbón? Este útil mineral todo lo ensu­cia, no respeta ni siquiera a las mozas.


En Torre del Bierzo hace un alto en el bar ‘Monchi’, donde ‘la Monchi’ en persona, una gordezuela agradable, le invita a una copa de anís de la Asturiana porque no tiene para cambiar las 500 pesetas que le ofrece el caminante. El bar está lleno de mineros, que ponen al viajador cara hosca.


Toda la ruta, hasta pasado Ponferrada—Bembibre, San Román de Bembibre, Almázcara, San Miguel de Dueñas...—, será ya igual: pueblos mineros, sucios, aparentemente des­habitados. Se oye, sin embargo, el fragor de las minas, que surge de las hondonadas, donde se ven casuchas de ma­dera y vagonetas cargadas de carbón.


Pasado San Miguel de Dueñas, y al subir una gran cues­ta, se contemplan, recortados en el horizonte—parece un falso decorado cinematográfico—la inmensa mole de los Montes de León.


Luego de interminables curvas avista el viajero Ponfe­rrada, envuelta en una negruzca pátina de polvo de carbón. Es una gran ciudad, industriosa, fabril, con barrios mo­dernos, cafeterías con ‘rocolas’, buenos comercios... Se di­vide en dos partes: la nueva y la vieja, unidas por el puen­te que da nombre a la ciudad: el puente de ‘Pons-ferrata’. En la parte occidental del puente está ‘la puebla’, como de­nominan los de Ponferrada a la parte nueva, y en la orien­tal, la antigua ciudad medieval o parte vieja…

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