Catalina Tamayo
Sábado, 20 de Enero de 2024

La izquierda y el progreso

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“Aunque la cultura en general no es una garantía para vivir mejor ni tener planes de vida más razonables, despreciarla es carecer de armas para enfrentarse a la brutalidad que todos llevamos dentro”.

(Victoria Camps)

 

¿Es progreso lo que dice que es progreso esta izquierda? ¿Es esta izquierda la verdadera izquierda? La respuesta es no. No es progreso lo que dice que es progreso esta izquierda ni esta izquierda es la verdadera izquierda. Es todo un engaño. Una enorme mentira. La mayor farsa.

     

La verdadera izquierda –la izquierda moderna, tradicional, la de toda la vida, la izquierda igualitaria y universalista– profesa los ideales de la Ilustración: la libertad, la igualdad, la solidaridad y la justicia. El progreso, el progreso moral, social y político, para esta izquierda de verdad, no es otra cosa que avanzar hacia a estos ideales, consciente, si bien, de que nunca se alcanzarán del todo. Estos ideales son su utopía. El horizonte hacia donde siempre mira y hacia donde siempre se encamina. En fin, son estos ideales sus señas de identidad, eso que la distingue de otras concepciones políticas.

     

Pero, desde los años noventa del siglo pasado, sobre todo a partir de la caída del muro de Berlín, la izquierda ha ido cambiando hasta el punto de abandonar sus propios ideales. Unos ideales que hoy los jóvenes de izquierdas no conocen o los han olvidado. Con lo cual, la izquierda se ha pervertido: se ha vuelto líquida, se ha hecho posmoderna. En definitiva, la izquierda ya no es lo que era. Aún así, esta izquierda posmoderna, esta izquierda líquida, sigue hablando de progreso. De hecho, se denomina a sí misma izquierda progresista. Sin embargo, en muchas de sus propuestas no hay progreso. Ni un atisbo siquiera. Más bien lo que se ve es retroceso.

     

Pues qué progreso puede haber en aprobar una ley que hace diferencias en cuanto a derechos y deberes entre unos ciudadanos y otros. Si a unos, por ser políticos, políticos de un determinado signo, se les perdona, se les borra incluso, el delito cometido y, en cambio, a otros, que no son políticos o no son políticos de ese signo, no se les perdona, entonces ya no somos todos iguales. Desde luego, establecer este tipo de diferencias, por mucho que se diga que sí, y que se insista una y otra vez, constantemente, a todas horas, no parece que sea progreso. No es progreso tampoco promover políticas que hagan que los ciudadanos de una región disfruten de mejores infraestructuras –carreteras, ferrocarriles, puertos– o servicios sociales que los ciudadanos de otra. Además, tampoco hay solidaridad, si las regiones ricas se niegan a ayudar a las regiones pobres, y menos aún si los excesos y los lujos de aquellas, así como también sus derroches debidos a la mala gestión, hemos de pagarlos entre todos.

     

Pero no solo se ha perdido la igualdad y la solidaridad sino también la justicia. Porque no es justo que unos cumplan las penas y otros no, o que a unas regiones se les condone mas deuda que a otras. No es justo castigar al que cumple y premiar al que no cumple. Como tampoco, ni mucho menos, lo es que los pobres paguen los caprichos de los ricos.

     

Además, y esto es lo más grave, esta nueva izquierda ha socavado también el valor de la libertad. Lo hace cuando cancela o bloquea –o se le pone la etiqueta de fascista, racista o machista– a quien hace declaraciones que no se ajustan a lo considerado políticamente correcto. Es cierto, con ello no se le quita la vida, ni siquiera se le encarcela, ni tampoco se le multa, pero sí se echa por tierra su reputación, se le desacredita, y por consiguiente se le expulsa de la vida pública. Y esto es otra manera de matar. Es la muerte pública. Esta muerte, sobre todo para quien vive de eso –de que lo lean, de que lo escuchen o de que lo vean actuar– puede llegar a ser el paso previo de la muerte real. El resultado de todo ello es una dictadura cultural que tiene por objetivo la uniformidad del pensamiento; o sea, que todos pensemos lo mismo, que no haya pluralismo, ni discrepancias, ni crítica. Sobre todo que no haya crítica. Sí, que todo el mundo piense lo que yo digo y dé por bueno lo que yo pienso.

 

Curiosamente, los que reivindican en espacios más amplios la diversidad, en los más estrechos, en los suyos, imponen la uniformidad. Esto que en otro tiempo fue patrimonio de la derecha pre moderna –recordemos la censura que ejerció la Iglesia durante siglos– ahora define a la nueva izquierda. También esta cuenta con sus hogueras. Y si no lo creen, pregúntenle a J.K. Rowling, la autora de Harry Potter, que por discrepar de la idea de que ser hombre o mujer no es un estado mental, ha sido tachada de ‘transfóbica’, o a la filósofa Amelia Valcárcel, que en el año 2022 vio como en la misma Universidad Complutense de Madrid se quemaban muchos de sus libros. Con todo, el efecto más perverso de esta dictadura cultural no es la censura –el que te etiqueten, no te publiquen, te cancelen la actuación– sino la autocensura. Muchos escritores, para evitar todo esto, se moderan cuando escriben: no dicen lo que piensan, no escriben la palabra que les gustaría escribir, se reescriben las historias. Con lo cual, la libertad intelectual queda seriamente amenazada. Pero no solo la libertad intelectual, sino también la curiosidad y la creatividad. Todo eso que nos aleja de la barbarie y nos humaniza.

     

¿Por qué la izquierda se ha desnaturalizado de esta manera? por muchas razones, seguramente. Pero una de ellas, quizá la más importante, es porque ha perdido el espíritu crítico. Esa disposición a ver los dos lados de un problema, a estar abierto a que aparezcan nuevas pruebas que no confirmen lo que pensamos, a exigir que las afirmaciones vengan sustentadas en pruebas, a razonar desapasionadamente, a contemplar la posibilidad de que podemos estar equivocados y a reconocer, llegado el caso, que las cosas no son como las habíamos pensado. Entonces, la cuestión clave es: ¿cómo recuperar ese espíritu crítico para no seguir cayendo en la animalidad, para no continuar deshumanizándonos?

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