Javier Huerta
Sábado, 20 de Enero de 2024

El amante de Felicidad Blanc / 2

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‘Yo misma’. Así titula Felicidad Blanc el capítulo séptimo de su Espejo de sombras. Es uno de los más emotivos y descarnados. Tras el duelo en Astorga por Leopoldo, a quien no cabe duda amaba, ha regresado a Madrid, al piso alquilado de la calle Ibiza. La vida sigue, pero ahora en condiciones muy distintas: sola ante el peligro, con tres hijos a cargo que muy pronto empezarán a darle problemas; sin recursos, sin más caudal que las seis mil pesetas que su marido, por miedo a los ladrones, había escondido entre las páginas de un libro, en la finca de Castrillo de las Piedras. Es hora de probar la solidaridad de los amigos de Leopoldo, algunos de ellos personalidades relevantes de la administración franquista; Fernando María Castiella, por ejemplo, ministro de Asuntos Exteriores, del que consigue una pequeña pensión, que más tarde le retirará su sucesor en el cargo, “alguien no tan elegante como él –apunta Felicidad–, Gregorio López Bravo”. El director del Liceo Italiano, donde estudian Leopoldo María y Michi, es también sensible a su delicada situación y le exime del pago de buena parte de la matrícula. Cercanía y ayuda moral le muestran Dámaso, Rosales, Souvirón…

           

El 26 de noviembre, a los tres meses de la muerte de Leopoldo, la Casa de León organiza una sesión en su homenaje. Asisten, entre otros, Manuel Fraga Iribarne, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Gerardo Diego, Lorenzo López Sancho… A José María Souvirón no le gusta nada el desarrollo del acto, “lleno de pobretería provinciana y de charlatanismo lugareño”. Tampoco tiene palabras muy amables para el maestro de la ceremonia, Luis Alonso Luengo, “otro astorgano que derrocha una corriente incontenible de falsa literatura y de bobadas”. Se ensaña con la cutre puesta en escena de los leoneses de Madrid: “un retrato del pobre amigo, puesto en un horrendo marco, colocado sobre un caballete inverosímil, junto a una extraña bandera”. Y concluye demoledor: “Una pena. Menos mal que no ha asistido Felicidad”.           

 

Souvirón empieza a frecuentar la casa de los Panero. En ese marco más íntimo va creciendo su aprecio por la viuda y los hijos. En ellos encuentra “buen diálogo, entendimiento y cariño”. Juan Luis, que hace sus primeras armas en el oficio, aprovecha para leerle sus poemas, que le gustan mucho. “Es un poeta excelente –escribe–. Si sigue así –y aun ya–, puede ser uno de los mejores, si no el mejor, poeta de su edad en España. Tiene una madurez joven verdaderamente impresionante”. Y, como fino catador lírico que es, subraya las diferencias de su poesía con la del padre, “el grandísimo poeta y siempre recordado amigo Leopoldo”. En los versos de Juan Luis detecta “una tensión sin la menor violencia, de una pasión contenida y cierta, y de una libertad sofrenada que no tienen los jóvenes poetas, en general”. Y concluye: “me conmueve ver a este chico –veintidós años–, al que tanto quiero, empezar con esta fuerza y esta seguridad”.

 

Efectivamente, Juan Luis se sentirá seguro para publicar su primer poemario en 1968, A través del tiempo, en la colección ‘La encina y el mar’, de Cultura Hispánica, la misma donde su padre había publicado, diecinueve años antes, Escrito a cada instante. Es un libro primerizo del que, en buena parte, renegará cuando en 1997 reúna todas sus poesías. Gracias a Carmina Iglesias, su viuda, tengo conmigo el ejemplar que le sirvió para hacer una autodepuración a base de tachaduras inmisericordes de versos y poemas enteros. Después del giro que a su vida dio cuando El desencanto, ya no se reconocía en aquella poesía que seguían la estela del padre, de su escritura arraigada en la tierra, el hogar y los amigos. A estos últimos les agradece el apoyo que le están prestando a él y sus hermanos, dedicándoles sus poemas, pero de esas dedicatorias no quedará ni rastro treinta años después. El expurgo afecta, especialmente, a Rosales, Dámaso, Maravall, Vela Zanetti y el propio Souvirón, a quien había dedicado el poema ‘Era la noche en Roma’, que sin embargo mantiene en la Poesía completa. Es un poema notable en el que rememora el viaje, descrito con pormenor en el Diario de Souvirón: “Era la noche en Roma / y la brisa traía aroma de humedad / desde el Tíber cercano./ La calma, solo perturbada / por el golpear de unos pasos lejanos, / flotaba, casi majestuosa, / entre los árboles de Semana Santa. / Viajero desde una extraña geografía, / en su quietud sentías crecer la vida, / junto al pasar del agua, / frente a la dura eternidad de la piedra”.

           

En sus memorias conversadas, Sin rumbo cierto, Juan Luis reconoce en Souvirón el único de los amigos de su padre que le hizo caso en aquel viaje italiano. “La verdad —apunta— que era un hombre algo más divertido y frívolo que los demás, quizá porque había vivido en París y en América, y además estaba separado —algo terrible en aquella época—. Vivía solo en Madrid, ya que sus hijos se habían quedado en Chile con su madre”. Pero su juicio literario sobre Souvirón es inapelable: “discreto poeta y pésimo novelista, hoy muy olvidado”.

 

Son numerosas las veces en que nuestro diarista da cuenta de sus visitas a la casa de los Panero, siempre en un clima agradable de mutua confianza: “A las siete de la tarde, me voy a acompañar un rato a Felicidad y sus hijos. Buen acompañamiento. Mucho recuerdo a Leopoldo”. Otro día: “Lo paso siempre bien en esa casa. Hay algo congenial en el ambiente. Y me siento acompañado y sé que acompaño”. Y otro: “Paso la tarde en 6 de Felicidad Panero, con ella y sus hijos. Un rato bueno de amistad inteligente y de recuerdo”.

           

Más gratas aún son sus citas con Felicidad para cenar, siempre en restaurantes de postín, como anota el 9 de marzo de 1964: “Es bueno que una mujer en su plenitud de vida y tan suficiente desde hace tiempo tenga estas leves felicidades y esté contenta con estas mínimas dedicaciones a acompañarla”. Pero no se trata de salidas rutinarias. Souvirón se siente cada vez más atraído por esta mujer, cuya inteligencia y elegancia pondera reiteradamente. “Quizá sea la primera vez en mi vida en que siento amistad por una mujer, una amistad exenta, aunque no dejo de darme cuenta —y esto aumenta mi agrado— de que es una mujer, y bella en su madurez interesante”. Incluso nota en ella cierta correspondencia a este sentimiento personal suyo, que se amplía a lo literario. En junio Souvirón publica su novela Un hombre y unas mujeres. Felicidad le llama para darle su parecer, que —a tenor de lo que él mismo escribe— no debió de quedar en un mero cumplido. Sus “observaciones tan atinadas y clarividentes” han sido “las únicas deducciones certeras que hasta el momento he tenido sobre este libro mío”.

 

Viene el verano, y Felicidad le escribe desde Astorga una “carta muy bien escrita, que me agrada mucho. Comparar esta carta con otras que me han llegado en los últimos años es darse cuenta de lo que es una mujer que reúne a una gran feminidad un indudable talento. Es gratísimo encontrarse en la vida con personas así, lógicas y mágicas a la vez, y dentro de esta grande y clara independencia mutua en la amistad”.

 

(Continuará.)

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