Hablando con Lidia (16)
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Enero del 2014
Es martes, salida obligatoria al mercado. Bueno, obligatoria por gusto, no por necesidad. Me gusta ir al mercado los martes aunque tenga poco o nada que comprar, aunque nada no me pasa nunca, siempre algo de fruta y verdura es necesario. También disfruto dando una vuelta por los puestos de la trapería y con la posibilidad de encontrar a alguna amistad, o conocido, con quien echar una charleta sobre la marcha. Muchas veces estando en conversación con otra persona aparece una tercera amiga de una de las dos anteriores y luego otra más, hasta que se acaba haciendo un corrillo de personas en conversaciones variopintas. Siempre agradable.
Hoy hace un día estupendo con una temperatura muy suave, a pesar de estar en enero. Hago las compras y tengo algún encuentro agradable en la vorágine del zoco. No acabo muy tarde de mis haciendas y decido ir a visitar a mi amiga Lidia. Mi intención es tomar el aperitivo con ella para lo que llevo un rico vino blanco, pero a Lidia compartir el aperitivo le sabe a poco y me convence para quedarme a comer con ella una purrusalda que a ella le encanta. Ha estado escribiendo mucho por la mañana y necesita hacer un descanso.
En la sobremesa quiere leerme lo que escribió el domingo. Hace unas sesiones maratonianas de escritura del libro de su vida en el que está metida. Me gusta que me lea y nos gusta luego comentarlo.
“Mi madre celebraba su cumpleaños el día 25 aunque su cumpleaños era el 30. Me acuerdo mucho de estas fiestas en Kamchatka. Venían los invitados para cenar con los regalos. Mi madre se esmeraba para preparar los mejores platos de comida posibles, hacía bollería y tarta. Todo era muy agradable hasta que mi padre se emborrachaba y el ambiente se convertía en una pesadilla. Él empezaba a contar chistes camufladamente verdes, los invitados tenían que seguirle con las sonrisas forzadas de los invitados bien educados, hasta que por fin todo se acababa. Los invitados se marchaban a sus casas pero en casa todavía se oían los gritos de mi padre desahogándose contra el régimen soviético, su propio trágico destino, amenazando con quitarse la vida, en concreto con un disparo porque la escopeta se colgaba de la pared de la casa. Y, como siempre, ni él ni nuestra madre pensaban que aquí mismo hay dos niñas de nueve y once años muertas de miedo y sin poder dormir. Por fin, él se quedaba dormido con gemidos de una persona que está perdiendo el aliento sofocado por el alcohol.
Así se acababan todas las fiestas que mi madre procuraba celebrar, como su onomástica, Nochevieja y domingo de Resurrección. Probablemente todas estas celebraciones la devolvían a su niñez cuando en su casa, antes de que fusilaran a su padre, mi abuelo Trifan, todas esas fiestas se celebraban con tradiciones y detalle. Nuestra madre nos contaba algunas veces su vida y la de su familia de entonces, y nos parecían cosas imposibles de imaginar porque todo lo que nos rodeaba era todo lo contrario en todos los sentidos.
La gente con la que nos tratábamos tampoco conocía otra vida y nuestra madre estaba preocupada de que pudiéramos pensar que la vida tenía que ser así y no podía ser de otro modo. Escuchábamos boquiabiertas que la sopa se servía en la sopera, que la mesa estaba decorada con guirnaldas y flores vivas, que el té en verano se tomaba en una mesa con mantel de encaje debajo de unos guindales en flor, y cómo se vestía a los niños en ocasiones especiales. Nos contaba cómo eran los uniformes escolares, de los estudiantes, del servicio, todo fuera del alcance de nuestra imaginación visual, nunca lo habíamos visto, ni en las películas. En las películas siempre veíamos a los niños de aquella época pobres, famélicos, sucios, maltratados, que sólo la revolución de octubre les dio unas oportunidades. Pero nuestra madre nos lo contaba como ilustración de que otras vidas son posibles sin ningún tipo de juicio moral o político, vidas diferentes y nada más.
Algo nos ha quedado de estas historias para toda la vida, Sabíamos que la vida que nos ha tocado vivir a toda nuestra familia no era la única posible, que había también otras vidas y en todas ellas también vivíamos nosotras.
Cuando yo empecé a vivir en España, aunque también con penurias, eran penurias diferentes. Ahora estaba desahogada de mi trabajo diario, agotador, en un sitio concreto a donde tenía que acudir cambiando tranvías, autobuses y andando, con un sueldo humillante y nunca suficiente para cubrir las necesidades primarias.
Cuando dormí lo suficiente, comí bien y me acomodé a compartir la cotidianeidad con un hombre ajeno, poco generoso en el afecto y en el dinero, intenté vivir algo de lo contado por mi madre. Servía el té a mis invitados en la mesa con el mantel de encaje, con samovar, debajo de mi espléndido nogal y su acompañamiento de los guindales en flor. He reproducido para mi fiesta anual de San Antonio, que es el patrón de Brimeda, un helado que hacía mi madre para mi cumpleaños en Kamchatka. Me empeñé en saber, y supe, qué era ese postre que se servía en casa de mis abuelos y que mi madre sabía que era una delicia. Se llamaba blancmangé en un francés rustificado de lo que tenemos mucho en el idioma ruso. Realmente se traduce por comida blanca pero mi tía Ekaterina, hermana de mi madre, una vez dijo presumiendo que en casa de sus padres el blancmangé era de tres colores, y como en la familia nunca se había hecho este postre no se sabía realmente cómo era. Yo encontré la receta en un libro de cocina de un chef búlgaro para restaurantes de cocina exquisita. Busqué el bancmangé y ahí estaba en un solo color, pero yo lo he preparado en tres colores para mi fiesta de San Antonio.
Ya no hago fiestas de San Antonio, tampoco sirvo té con samovar debajo del nogal, pero no me importa porque tampoco lo pasaba tan bien en esas recepciones porque ya se encargaba Pepín de amargarme cada una de ellas porque la protagonista era yo por necesidad y a él le daba mucha envidia. Yo no me daba cuenta hasta que una amiga española me lo explicó bien y con ejemplos de la vida. Todo lo contrario a lo que yo estaba acostumbrada con mi marido polaco Jan. A Jan le encantaba que su mujer, su esposa, destacara, como si sus propios valores se pusieran en alza. Estaba orgulloso con todos mis éxitos, hasta con otros hombres. Esto a Pepín no se le podía pasar por la cabeza, ni por el pito”.
Es verdad Lidia, no sé si será eso muy español eso que dices, pero la verdad es que conozco muchos casos de hombres que no les gusta el triunfo de sus mujeres. No, no es que no les guste, es que les rompe el status quo familiar como ‘cabezas de familia’, y el status quo social como hombre/macho y les crea gran complejo de inferioridad y eso no lo pueden soportar. No creo que sea envidia, creo más bien que no soportan sentirse desplazados de su capitalización, familiar en este caso, profesional en otros. Pero eso era más bien en nuestra época que todavía vivíamos en un régimen muy cerrado de jerarquías humanas y familiares. Hoy si un hombre se siente desplazado y le surge la agresividad por complejo de inferioridad, que pasa y mucho, es más bien por sus traumas de infancia o de la vida, pero no por cuestión de género. Creo. Eso sí, traumas no resueltas, la gente, y sobre todo los hombres, arrastran en cantidad.
Por cierto me encantaría saber cómo haces el blanc-manger de colorines, de dónde sacas los colorines, porque la receta habitual se hace con almendras y leche de almendras, como base principal, y de ahí el color blanco. No sé qué ingredientes le puedes añadir para que te quede de tres colores.
No te lo voy a decir porque todavía no sé de qué voy a vivir, lo mantendré en secreto. A lo mejor en el futuro, ya corto, tendré que vivir haciendo blancmangé de tres colores para la clase media alta de cualquier rincón del Mundo.
Estupendo, te haré de pinche de cocina y entonces me enteraré de tu secreto.
O tempora o mores
Enero del 2014
Es martes, salida obligatoria al mercado. Bueno, obligatoria por gusto, no por necesidad. Me gusta ir al mercado los martes aunque tenga poco o nada que comprar, aunque nada no me pasa nunca, siempre algo de fruta y verdura es necesario. También disfruto dando una vuelta por los puestos de la trapería y con la posibilidad de encontrar a alguna amistad, o conocido, con quien echar una charleta sobre la marcha. Muchas veces estando en conversación con otra persona aparece una tercera amiga de una de las dos anteriores y luego otra más, hasta que se acaba haciendo un corrillo de personas en conversaciones variopintas. Siempre agradable.
Hoy hace un día estupendo con una temperatura muy suave, a pesar de estar en enero. Hago las compras y tengo algún encuentro agradable en la vorágine del zoco. No acabo muy tarde de mis haciendas y decido ir a visitar a mi amiga Lidia. Mi intención es tomar el aperitivo con ella para lo que llevo un rico vino blanco, pero a Lidia compartir el aperitivo le sabe a poco y me convence para quedarme a comer con ella una purrusalda que a ella le encanta. Ha estado escribiendo mucho por la mañana y necesita hacer un descanso.
En la sobremesa quiere leerme lo que escribió el domingo. Hace unas sesiones maratonianas de escritura del libro de su vida en el que está metida. Me gusta que me lea y nos gusta luego comentarlo.
“Mi madre celebraba su cumpleaños el día 25 aunque su cumpleaños era el 30. Me acuerdo mucho de estas fiestas en Kamchatka. Venían los invitados para cenar con los regalos. Mi madre se esmeraba para preparar los mejores platos de comida posibles, hacía bollería y tarta. Todo era muy agradable hasta que mi padre se emborrachaba y el ambiente se convertía en una pesadilla. Él empezaba a contar chistes camufladamente verdes, los invitados tenían que seguirle con las sonrisas forzadas de los invitados bien educados, hasta que por fin todo se acababa. Los invitados se marchaban a sus casas pero en casa todavía se oían los gritos de mi padre desahogándose contra el régimen soviético, su propio trágico destino, amenazando con quitarse la vida, en concreto con un disparo porque la escopeta se colgaba de la pared de la casa. Y, como siempre, ni él ni nuestra madre pensaban que aquí mismo hay dos niñas de nueve y once años muertas de miedo y sin poder dormir. Por fin, él se quedaba dormido con gemidos de una persona que está perdiendo el aliento sofocado por el alcohol.
Así se acababan todas las fiestas que mi madre procuraba celebrar, como su onomástica, Nochevieja y domingo de Resurrección. Probablemente todas estas celebraciones la devolvían a su niñez cuando en su casa, antes de que fusilaran a su padre, mi abuelo Trifan, todas esas fiestas se celebraban con tradiciones y detalle. Nuestra madre nos contaba algunas veces su vida y la de su familia de entonces, y nos parecían cosas imposibles de imaginar porque todo lo que nos rodeaba era todo lo contrario en todos los sentidos.
La gente con la que nos tratábamos tampoco conocía otra vida y nuestra madre estaba preocupada de que pudiéramos pensar que la vida tenía que ser así y no podía ser de otro modo. Escuchábamos boquiabiertas que la sopa se servía en la sopera, que la mesa estaba decorada con guirnaldas y flores vivas, que el té en verano se tomaba en una mesa con mantel de encaje debajo de unos guindales en flor, y cómo se vestía a los niños en ocasiones especiales. Nos contaba cómo eran los uniformes escolares, de los estudiantes, del servicio, todo fuera del alcance de nuestra imaginación visual, nunca lo habíamos visto, ni en las películas. En las películas siempre veíamos a los niños de aquella época pobres, famélicos, sucios, maltratados, que sólo la revolución de octubre les dio unas oportunidades. Pero nuestra madre nos lo contaba como ilustración de que otras vidas son posibles sin ningún tipo de juicio moral o político, vidas diferentes y nada más.
Algo nos ha quedado de estas historias para toda la vida, Sabíamos que la vida que nos ha tocado vivir a toda nuestra familia no era la única posible, que había también otras vidas y en todas ellas también vivíamos nosotras.
Cuando yo empecé a vivir en España, aunque también con penurias, eran penurias diferentes. Ahora estaba desahogada de mi trabajo diario, agotador, en un sitio concreto a donde tenía que acudir cambiando tranvías, autobuses y andando, con un sueldo humillante y nunca suficiente para cubrir las necesidades primarias.
Cuando dormí lo suficiente, comí bien y me acomodé a compartir la cotidianeidad con un hombre ajeno, poco generoso en el afecto y en el dinero, intenté vivir algo de lo contado por mi madre. Servía el té a mis invitados en la mesa con el mantel de encaje, con samovar, debajo de mi espléndido nogal y su acompañamiento de los guindales en flor. He reproducido para mi fiesta anual de San Antonio, que es el patrón de Brimeda, un helado que hacía mi madre para mi cumpleaños en Kamchatka. Me empeñé en saber, y supe, qué era ese postre que se servía en casa de mis abuelos y que mi madre sabía que era una delicia. Se llamaba blancmangé en un francés rustificado de lo que tenemos mucho en el idioma ruso. Realmente se traduce por comida blanca pero mi tía Ekaterina, hermana de mi madre, una vez dijo presumiendo que en casa de sus padres el blancmangé era de tres colores, y como en la familia nunca se había hecho este postre no se sabía realmente cómo era. Yo encontré la receta en un libro de cocina de un chef búlgaro para restaurantes de cocina exquisita. Busqué el bancmangé y ahí estaba en un solo color, pero yo lo he preparado en tres colores para mi fiesta de San Antonio.
Ya no hago fiestas de San Antonio, tampoco sirvo té con samovar debajo del nogal, pero no me importa porque tampoco lo pasaba tan bien en esas recepciones porque ya se encargaba Pepín de amargarme cada una de ellas porque la protagonista era yo por necesidad y a él le daba mucha envidia. Yo no me daba cuenta hasta que una amiga española me lo explicó bien y con ejemplos de la vida. Todo lo contrario a lo que yo estaba acostumbrada con mi marido polaco Jan. A Jan le encantaba que su mujer, su esposa, destacara, como si sus propios valores se pusieran en alza. Estaba orgulloso con todos mis éxitos, hasta con otros hombres. Esto a Pepín no se le podía pasar por la cabeza, ni por el pito”.
Es verdad Lidia, no sé si será eso muy español eso que dices, pero la verdad es que conozco muchos casos de hombres que no les gusta el triunfo de sus mujeres. No, no es que no les guste, es que les rompe el status quo familiar como ‘cabezas de familia’, y el status quo social como hombre/macho y les crea gran complejo de inferioridad y eso no lo pueden soportar. No creo que sea envidia, creo más bien que no soportan sentirse desplazados de su capitalización, familiar en este caso, profesional en otros. Pero eso era más bien en nuestra época que todavía vivíamos en un régimen muy cerrado de jerarquías humanas y familiares. Hoy si un hombre se siente desplazado y le surge la agresividad por complejo de inferioridad, que pasa y mucho, es más bien por sus traumas de infancia o de la vida, pero no por cuestión de género. Creo. Eso sí, traumas no resueltas, la gente, y sobre todo los hombres, arrastran en cantidad.
Por cierto me encantaría saber cómo haces el blanc-manger de colorines, de dónde sacas los colorines, porque la receta habitual se hace con almendras y leche de almendras, como base principal, y de ahí el color blanco. No sé qué ingredientes le puedes añadir para que te quede de tres colores.
No te lo voy a decir porque todavía no sé de qué voy a vivir, lo mantendré en secreto. A lo mejor en el futuro, ya corto, tendré que vivir haciendo blancmangé de tres colores para la clase media alta de cualquier rincón del Mundo.
Estupendo, te haré de pinche de cocina y entonces me enteraré de tu secreto.
O tempora o mores