Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 27 de Enero de 2024

Oficio de pesimista

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Cotiza al alza el oficio de pesimista. No es elegible. Viene impuesto: lo somos a la fuerza. Se arguye por ahí que un pesimista es un optimista bien informado, aunque  también quepa el opuesto del mal en esta definición de emergencia. En cualquier caso, nos rebasa la intercomunicación, y estamos sobreinformados, otro exceso que contribuye a la desilusión. Apunto esta circunstancia como la más poderosa. Tiene frondosa raíz en las mentiras diseñadas en beneficio del desconcierto.   

 

La carta del menú de acontecimientos confrontados a diario incluye guerras. Nunca han faltado, pero su signo tiende al apocalipsis que parecía desterrado tras la sublimación bélica de la II Guerra Mundial y la hecatombe que predice la contienda  atómica. De momento, conflictos regionales, aún los de potencial más letal, pero caminando sobre un casi invisible filamento, transita la genética del ojo por ojo y diente por diente o los delirios imperiales de algún sátrapa que corroboran la espeluznante metáfora de saltar por los aires con la simplicidad de apretar el botón. En esto de matarnos no hay techo.

 

Con esto sólo, basta para que cada despertar sea un sobresalto y graduarnos cum laude en el grado de formación profesional del pesimismo. Pero no. No faltan los mensajes catastrofistas del cambio climático, ya puestos en hora, según expertos, para la definitiva destrucción del planeta. Revive la lacra de las desigualdades económicas que han abierto la brecha social más profunda en siglos, un perfecto embrión de violencia masiva. Una generación de futuro abrió paréntesis, pero todo indica que no lo va a cerrar, que será la primera de muchas anteriores que no recibirá el beneficio de las mejoras de manos de sus padres.

 

¿Terminamos aquí? Tampoco. El orbe económico del capitalismo (el contrapeso dejó de existir) ha abdicado de su máxima de repartir riqueza y ahora solo se limita a concentrarla en codicia avasallante entre la élite de elegidos de la nueva aristocracia del dinero, la que rige el mundo con desparpajo ofensivo.

 

¿Quieren más? Pues hay. La política ha dejado de ser arte de lo posible y hoy es un remedo de partida de póker entre tahúres en barco fluvial surcando el Mississippi. No se juega ya ni de farol, que, al menos, tiene el arte de los dominios emocionales propios y ajenos. Aquí se saca directamente el as de la manga y se oculta la pistola de un par de proyectiles mortales y traicioneros por si la cosa va de malas.

 

Por esas tierras empieza a dibujarse el rostro del nuevo emperador, o, para ser más correcto, de un viejo conocido que en un mandato previo dejó las secuelas de incontables fechorías que quedan en esa nominación amable, porque incluso a ese pelo panocha, se le debe el respeto democrático de la presunción de inocencia hasta que no se demuestre lo contrario. Pero su olor es peste de mofeta. El mundo tiene todos los visos de depender de un semoviente.  Cuando la humanidad se tira un pedo, válida es la onomatopeya Trrrrrrrump.

 

A un continente entero lo vacía la miseria. La tierra prometida es el confort visible y engañoso, no táctil, de los aledaños. Todo vale con salir del infierno en vida, incluso jugársela al cara o cruz de la travesía en una frágil patera atestada de desesperados, sobre la bravura impía de las olas marinas. Mientras, los pobladores del mundo rico anatemizan la pobreza como si fuera opcional. Se les cierra el paso por el color de la piel y por la desfachatez de su indigencia.

 

La idiocia universal campa por sus respetos. Nunca se ha dado concentración tal de estupideces orales o factuales presentadas bajo la orla de una intelectualidad moderna y rompedora con el pasado. Hay necesidad de excesos porque el esperpento futurista requiere de imágenes distorsionadas y exageradas. Los cerebros trabajan pasados de revoluciones, con el objetivo puesto en llamar la atención a cualquier precio para  conseguir cinco minutos de famoseo ramplón. Nula cosecha para un intelecto normal, apañado siquiera.

 

Hasta la democracia, el sistema de gobierno menos malo en concepción universal, revienta las costuras. Cuesta reconocerlo, pero ha rebasado con creces la racionalidad de la voluntad popular. Todo es un desbarajuste visceral de odios e idolatrías, que recuerdan tiempos pasados que desembocaron en catástrofes condenadas a repetirse, en esta obsesión por reescribir la historia. Hoy no vota la razón, el pensamiento, el equilibrio. Hoy lo hace la irritación y el griterío, la versión más paranoica del ansia de poder.

 

Ya no hay cabida para los matices, necesarios del todo, para alcanzar una visión de conjunto. El absoluto es la nueva divinidad. El dogma es el maniqueísmo en estado puro. Si no eres mi amigo, eres mi enemigo. Prohibido pensar se ha convertido en el eslogan del presente. Una mínima rendija de lucidez, introduciría el ápice de razón suficiente para despertarnos de esta hipnosis. Pero… ¿quién enciende esa luz?

 

Con este panorama desolador abrimos y cerramos los ojos cada día. Leer el periódico, oír la radio, ver la televisión, es asesinar el optimismo. Hace un mes me apunté a un suministrador de noticias con corazón. En ese periodo he recibido tres, y una de ellas, prodigio de cursilería. Lo dicho: el pesimismo es oficio, no un ocasional estado de ánimo. Siento tanto jarro de agua fría. En próximas citas me comprometo con el alborozo.

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