El amante de Felicidad Blanc / 3
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Como ya se ha dicho, los hijos son tema recurrente en las conversaciones de Souvirón con Felicidad Blanc, cada vez más preocupada por su futuro, cada vez más temerosa de no poder embridar sus temperamentos nada comunes. Aun cuando el escritor no ve motivos para alarmarse, no deja de reconocer su singularidad, “tres personajes muy distintos, muy particulares, cada uno con su talento, y me parece que le dan a ella más contentos que penas”. Acaso por querer ejercer de amable padrino o —¿quién sabe?— futuro padrastro, Souvirón yerra en el diagnóstico, aunque en su definición de los Panero como “personajes” acierta de pleno, visionario de lo que ocurrirá ocho años después, cuando protagonicen El desencanto.
En el más pequeño, Michi, ve “un lector insaciable”, con una personalidad que no se corresponde con su niñez: “a veces da miedo ?y admiración temblorosa? verle tan ‘hecho’, sin perder una pizca de su ingenuidad adolescente, todavía infantil”.
Más afinado es el retrato de Leopoldo María: “un ser misterioso, sin la menor frivolidad, preocupado y casi doloroso, acaso influido por demasiada lectura política, pero lleno de curiosidad y hondura”. De su precocidad creadora ya había dejado constancia páginas atrás, cuando a los ocho años se le reveló como un poeta prometedor. Souvirón le había regalado un librillo infantil, y Leopoldo María se lo agradecía con este poema desusado para su edad: “Dios, bendice este pueblo / haz que sus almas / estén con corazón / con dulzura y con amor / Las montañas se atranquen / en sus corazones y suban / por la sangre que subirá por aquellos / sitios de aquel tiempo / No dejes que cojan las pistolas / no dejes que carguen balas y se maten / Deja que se casen / y hablen con dulzura y que miren al cielo / Aunque no te verán serán iguales / deja que hablen entre las rocas / deja que se sienten si se cansan.” Y Souvirón, a 10 de julio de 1956, ponía esta apostilla: “Me pregunto yo si muchos poetas mayores de hoy serán capaces de hacer un poema tan bello como este.”
El paraíso perdido de infancias y adolescencias se va difuminando poco a poco. Con Juan Luis nuestro diarista tiene un primer desencuentro provocado por el alcohol. Fue en una velada junto al poeta colombiano Eduardo Carranza, juerguista y devoto de Baco. Entre charla y charla, verso y verso, Juan Luis termina emborrachándose, y Souvirón resucita viejos fantasmas: “Es lamentable para mí, y extrañísimo, ver cómo me recuerda a su padre, mi gran amigo, cuando las cogía: una injusticia semejante, una pesadez similar, un atropello parecido. Todo esto me confunde.” Lo confunde y lo incomoda. “En vista de que el niño —concluye—, a quien no tengo por qué tolerar lo que pude aguantar a quien tanto quería, sigue molestando, le paro los pies. Le pego un par de gritos y le mando a la mierda”. Para Souvirón, Juan Luis está cambiando, y no a mejor, por causa de ciertas “nuevas amistades” que él ve con recelo. La del poeta-profesor Carlos Bousoño, íntimo de Vicente Aleixandre, es una de ellas. Lo que de él y sus gustos sexuales dice el diarista sería hoy carne de censura y hasta de cancelación.
No obstante, a los pocos días del altercado, Souvirón hace las paces con Juan Luis, que le presenta a la que muy pronto será su primera esposa, Marina Domecq. Pero entre la galería de sombras refulge la imagen siempre luminosa de Felicidad, a la que encuentra “muy elegante y very charming”. “No hubiera encontrado —sigue diciendo— mejor compañía para esta tarde ‘importante’ que esta mujer. Doy gracias a Dios por este ‘regalo’ que me estaba —creo— haciendo falta, no en lo económico, sino en otros muchos aspectos”.
El don que esta mujer representa en la vida del escritor merece esmerarse en su trato. A comienzos de 1967 la invita a cenar en un restaurante —de cinco tenedores, por supuesto—, pero la comida exquisita –ostras, lubina al champagne– es solo un pretexto para alardear de su compañía. Sabe que su belleza y elegancia a nadie dejan indiferente. “Me gustaba que nos vieran”, dice el no pocas veces coqueto Souvirón. “Creo que a simple vista formamos una pareja de cierta originalidad”.Hay un momento en el Diario en el que se plantea declararse, pero conservador como es en todos sentidos se frena: “A ratos me vienen deseos de decirle cosas. No los obedezco. Prefiero que esto sea como es”. En sus sueños —al modo de Machado con Leonor— se ve paseando “con ella por algunos jardines o parques, y andar de la mano”. La realidad es que, aunque separado de facto, Souvirón está aún casado, y piensa —quizá con el diablo a sus espaldas— que la muerte de su esposa pudiera ser la liberación que le permitiera dar ese paso. “Si yo quedara viudo, ¿se me ocurriría casarme con ella?”.
Tan apasionadas y hasta comprometedoras confidencias contrastan con la sequedad del punto final que pone a la prometedora cena: “Las ostras estaban deliciosas. La noche, al salir, templada. La calle Alcalá, casi desierta de peatones. Anduvimos un rato. Luego halé un taxi y la dejé en su casa”.
(Continuará.)
Como ya se ha dicho, los hijos son tema recurrente en las conversaciones de Souvirón con Felicidad Blanc, cada vez más preocupada por su futuro, cada vez más temerosa de no poder embridar sus temperamentos nada comunes. Aun cuando el escritor no ve motivos para alarmarse, no deja de reconocer su singularidad, “tres personajes muy distintos, muy particulares, cada uno con su talento, y me parece que le dan a ella más contentos que penas”. Acaso por querer ejercer de amable padrino o —¿quién sabe?— futuro padrastro, Souvirón yerra en el diagnóstico, aunque en su definición de los Panero como “personajes” acierta de pleno, visionario de lo que ocurrirá ocho años después, cuando protagonicen El desencanto.
En el más pequeño, Michi, ve “un lector insaciable”, con una personalidad que no se corresponde con su niñez: “a veces da miedo ?y admiración temblorosa? verle tan ‘hecho’, sin perder una pizca de su ingenuidad adolescente, todavía infantil”.
Más afinado es el retrato de Leopoldo María: “un ser misterioso, sin la menor frivolidad, preocupado y casi doloroso, acaso influido por demasiada lectura política, pero lleno de curiosidad y hondura”. De su precocidad creadora ya había dejado constancia páginas atrás, cuando a los ocho años se le reveló como un poeta prometedor. Souvirón le había regalado un librillo infantil, y Leopoldo María se lo agradecía con este poema desusado para su edad: “Dios, bendice este pueblo / haz que sus almas / estén con corazón / con dulzura y con amor / Las montañas se atranquen / en sus corazones y suban / por la sangre que subirá por aquellos / sitios de aquel tiempo / No dejes que cojan las pistolas / no dejes que carguen balas y se maten / Deja que se casen / y hablen con dulzura y que miren al cielo / Aunque no te verán serán iguales / deja que hablen entre las rocas / deja que se sienten si se cansan.” Y Souvirón, a 10 de julio de 1956, ponía esta apostilla: “Me pregunto yo si muchos poetas mayores de hoy serán capaces de hacer un poema tan bello como este.”
El paraíso perdido de infancias y adolescencias se va difuminando poco a poco. Con Juan Luis nuestro diarista tiene un primer desencuentro provocado por el alcohol. Fue en una velada junto al poeta colombiano Eduardo Carranza, juerguista y devoto de Baco. Entre charla y charla, verso y verso, Juan Luis termina emborrachándose, y Souvirón resucita viejos fantasmas: “Es lamentable para mí, y extrañísimo, ver cómo me recuerda a su padre, mi gran amigo, cuando las cogía: una injusticia semejante, una pesadez similar, un atropello parecido. Todo esto me confunde.” Lo confunde y lo incomoda. “En vista de que el niño —concluye—, a quien no tengo por qué tolerar lo que pude aguantar a quien tanto quería, sigue molestando, le paro los pies. Le pego un par de gritos y le mando a la mierda”. Para Souvirón, Juan Luis está cambiando, y no a mejor, por causa de ciertas “nuevas amistades” que él ve con recelo. La del poeta-profesor Carlos Bousoño, íntimo de Vicente Aleixandre, es una de ellas. Lo que de él y sus gustos sexuales dice el diarista sería hoy carne de censura y hasta de cancelación.
No obstante, a los pocos días del altercado, Souvirón hace las paces con Juan Luis, que le presenta a la que muy pronto será su primera esposa, Marina Domecq. Pero entre la galería de sombras refulge la imagen siempre luminosa de Felicidad, a la que encuentra “muy elegante y very charming”. “No hubiera encontrado —sigue diciendo— mejor compañía para esta tarde ‘importante’ que esta mujer. Doy gracias a Dios por este ‘regalo’ que me estaba —creo— haciendo falta, no en lo económico, sino en otros muchos aspectos”.
El don que esta mujer representa en la vida del escritor merece esmerarse en su trato. A comienzos de 1967 la invita a cenar en un restaurante —de cinco tenedores, por supuesto—, pero la comida exquisita –ostras, lubina al champagne– es solo un pretexto para alardear de su compañía. Sabe que su belleza y elegancia a nadie dejan indiferente. “Me gustaba que nos vieran”, dice el no pocas veces coqueto Souvirón. “Creo que a simple vista formamos una pareja de cierta originalidad”.Hay un momento en el Diario en el que se plantea declararse, pero conservador como es en todos sentidos se frena: “A ratos me vienen deseos de decirle cosas. No los obedezco. Prefiero que esto sea como es”. En sus sueños —al modo de Machado con Leonor— se ve paseando “con ella por algunos jardines o parques, y andar de la mano”. La realidad es que, aunque separado de facto, Souvirón está aún casado, y piensa —quizá con el diablo a sus espaldas— que la muerte de su esposa pudiera ser la liberación que le permitiera dar ese paso. “Si yo quedara viudo, ¿se me ocurriría casarme con ella?”.
Tan apasionadas y hasta comprometedoras confidencias contrastan con la sequedad del punto final que pone a la prometedora cena: “Las ostras estaban deliciosas. La noche, al salir, templada. La calle Alcalá, casi desierta de peatones. Anduvimos un rato. Luego halé un taxi y la dejé en su casa”.
(Continuará.)