El amante de Felicidad Blanc / 4
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La intimidad de Felicidad y José María va incrementándose. Paseos por el parque, alguna que otra cena, recitales poéticos, cine, conciertos… En el Teatro Real escuchan los Salmos de Ernesto Halffter: “Una gratísima noche, por la compañía de Felicidad, además, con quien he cenado antes en El Postillón, y que está interesante y bella”. En las Navidades de 1967, Souvirón hace recuento de sus andanzas sentimentales durante el año, con su musa madrileña como gran protagonista: “¿A quién quiero verdaderamente, a quién he querido, a quién –por lo visto– recuerdo casi un poco a pesar mío? Una de las personas que me presenta es Felicidad Blanc, quizá porque me gustaría que estuviese aquí ahora”.
Un pasaje enigmático del Diario toca a ciertas confesiones que le hace Felicidad, contándole “cosas de su vida que me han sorprendido, no por ella, sino por ‘los otros’”. Es lástima que el escritor no se explaye más en esas confidencias y que, por tanto, no sepamos quiénes son esos ‘otros’ relacionados, para bien o para mal, con Felicidad. ¿Le hablaría de Luis Cernuda y del enamoramiento que ella asegura en El desencanto –de manera bastante inverosímil, dicho sea de paso– fue mutuo en el Londres de 1947? ¿Acaso del pintor Gregorio Prieto, amigo del sevillano, que hizo de Felicidad un delicado retrato por aquellos años londinenses? ¿Estaría incluido en esos ‘otros’ Luis Rosales, como la inseparable y, en muchas ocasiones, insoportable sombra de Leopoldo? La poca simpatía por el autor de La casa encendida es una coincidencia más entre ambos amigos, que tras un acto en la Real Academia Española sobre Rubén Darío, en el que participa Rosales, se marchan juntos, pues Felicidad “quiere escabullirse para no verse ‘arrastrada’ a una de esas comidas que los admiradores de Luis suelen improvisar en estas ocasiones”.
Felicidad Blanc prefiere la compañía de los poetas más jóvenes, ajenos a los valores tradicionales de la generación de su esposo, tan familiar, tan religiosa, y más cercanos a la de sus hijos. Dos de esos poetas son nada menos que Claudio Rodríguez, poeta “verdadero, entrañable, hondo”, según anota el diarista, y Francisco Brines, para quien tiene también palabras de elogio, a pesar de su homosexualidad (una de las monomanías de Souvirón).
Entre tanto, sus sentimientos por Felicidad van creciendo. “No sé bien lo que me está pasando –escribe el 12 de febrero de 1968–, pero sucede que me encuentro crecientemente atraído hacia la compañía de Felicidad. Nos acompañamos y nos comprendemos. Con ninguna persona me siento tan bien como con ella. ¿Puede transformarse lo que ha sido amistad (pero ¿ha sido solo amistad?) en algo que, sin perder ese carácter, adquiera unos nuevos, si no inesperados, matices? Sé que en esto tengo que proceder no con temor, pero sí con cuidado. Pero lo que más me conmueve es que me parece que eso es mutuo. Ni nuestra edad ni nuestra circunstancia permiten en esto juego, bien lo sé. Aunque algo ludial hay también en nuestro sentimiento: no es solamente un completamiento, sino una alegría, y la alegría es juguetona, además. Nos mantenemos en una sabia mesura, pero de pronto aparece –no sé cómo– una disposición a la ternura que me produce una mezcla de temor, gozo, dolor y esperanza (las cuatro pasiones, exactamente, que, sin entenderlas, estudié cuando niño) ¡Qué extraño! Más que detenerme a pensar que es la viuda de quien fue mi mejor amigo (“la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan”), me he parado, más de una vez, a considerar hasta dónde puede conducirme, conducirnos, todo lo que veo claramente que está aconteciendo. ¿Dejar de vernos? ¿Con qué despedida?”.
El lector agradece a Souvirón que a menudo ilumine su discurrir con versos de grandes poetas. A los de Machado, que acaba de citar, y de gustos anglófilos como es y como lo fue también Panero, apostilla su intensa y casi desesperada reflexión con versos del poeta británico Harold Monro: “Happy release! Good-bye for ever! / Here at the corner we say good-bye, / But if you want me, if you do need me, / Who waits, at the terrible door, but I? “.
Líneas emotivas, patéticas; diríanse escritas por un adolescente en celo y no por un respetable señor con sesenta y cuatro primaveras a sus espaldas. Pareciera como si el escritor no hubiera vivido nunca una experiencia de amor verdadero y lo viera todo con la inseguridad de un bisoño, preguntándose una y otra vez sin dar una sola respuesta: “¿Iniciar una nueva vida, que no sabe uno cuánto va a durar así, como ahora me ilusiono que pudiera durar? Y los años que ya pasan de prisa».
Es hora de hacer balance de este estado casi febril. Al poco nos enteramos –sin que en ningún momento mencione nombre alguno– de que la atracción por Felicidad venía de lejos, de sus tiempos de casada. Respetuoso con el hombre al que ella admiraba y quería, jamás se le ocurrió insinuarse. Mas un día aquel hombre se fue para siempre, y entonces él procuró “distraerla, alegrarla, acompañarla”. “Desde hace algo más de un año, mi predilección se hizo más exclusiva: me gustaba estar con ella más que con nadie. Y hacía años que no me había gustado estar especialmente con ninguna”. ¿Por qué no haberla frecuentado más? Con cierto complejo Rosales, Souvirón justifica su pusilanimidad por miedo a “caerle pesado”. “Luego me convencí de que no le caía pesado. No sucedía nada más que eso. No ha sucedido nada más que eso, pero en estos últimos meses, ella, sin poder decir yo que haya envejecido, se ha hecho más atractiva, más cuidada de sí misma: se viste y arregla con más interés de agradar. Quizá no sea solo por mí, sino por ella misma, lo que no impide que el efecto en mí sea lo que ha empezado a ser. Y no solo eso, no: nos hallamos bien el uno con la otra, nos comunicamos.”
Todo es un quiero y no puedo en esta relación de un poeta separado con la viuda de un poeta. “Muchas veces la necesito. A todo esto, mis pasos siguen contados y cantados, pero sé que ya no es lo mismo que ayer”. El tiempo sentido con fatalidad. La melancolía se adueña entonces de las páginas del Diario, que, como de costumbre, deja finalmente la palabra a Apollinaire, para resumir en dos versos magníficos tanta tinta derrochada día tras día: «Oui, je veux vous aimer, mais vous aimer à peine / et mon mal est délicieux».
(Continuará.)
La intimidad de Felicidad y José María va incrementándose. Paseos por el parque, alguna que otra cena, recitales poéticos, cine, conciertos… En el Teatro Real escuchan los Salmos de Ernesto Halffter: “Una gratísima noche, por la compañía de Felicidad, además, con quien he cenado antes en El Postillón, y que está interesante y bella”. En las Navidades de 1967, Souvirón hace recuento de sus andanzas sentimentales durante el año, con su musa madrileña como gran protagonista: “¿A quién quiero verdaderamente, a quién he querido, a quién –por lo visto– recuerdo casi un poco a pesar mío? Una de las personas que me presenta es Felicidad Blanc, quizá porque me gustaría que estuviese aquí ahora”.
Un pasaje enigmático del Diario toca a ciertas confesiones que le hace Felicidad, contándole “cosas de su vida que me han sorprendido, no por ella, sino por ‘los otros’”. Es lástima que el escritor no se explaye más en esas confidencias y que, por tanto, no sepamos quiénes son esos ‘otros’ relacionados, para bien o para mal, con Felicidad. ¿Le hablaría de Luis Cernuda y del enamoramiento que ella asegura en El desencanto –de manera bastante inverosímil, dicho sea de paso– fue mutuo en el Londres de 1947? ¿Acaso del pintor Gregorio Prieto, amigo del sevillano, que hizo de Felicidad un delicado retrato por aquellos años londinenses? ¿Estaría incluido en esos ‘otros’ Luis Rosales, como la inseparable y, en muchas ocasiones, insoportable sombra de Leopoldo? La poca simpatía por el autor de La casa encendida es una coincidencia más entre ambos amigos, que tras un acto en la Real Academia Española sobre Rubén Darío, en el que participa Rosales, se marchan juntos, pues Felicidad “quiere escabullirse para no verse ‘arrastrada’ a una de esas comidas que los admiradores de Luis suelen improvisar en estas ocasiones”.
Felicidad Blanc prefiere la compañía de los poetas más jóvenes, ajenos a los valores tradicionales de la generación de su esposo, tan familiar, tan religiosa, y más cercanos a la de sus hijos. Dos de esos poetas son nada menos que Claudio Rodríguez, poeta “verdadero, entrañable, hondo”, según anota el diarista, y Francisco Brines, para quien tiene también palabras de elogio, a pesar de su homosexualidad (una de las monomanías de Souvirón).
Entre tanto, sus sentimientos por Felicidad van creciendo. “No sé bien lo que me está pasando –escribe el 12 de febrero de 1968–, pero sucede que me encuentro crecientemente atraído hacia la compañía de Felicidad. Nos acompañamos y nos comprendemos. Con ninguna persona me siento tan bien como con ella. ¿Puede transformarse lo que ha sido amistad (pero ¿ha sido solo amistad?) en algo que, sin perder ese carácter, adquiera unos nuevos, si no inesperados, matices? Sé que en esto tengo que proceder no con temor, pero sí con cuidado. Pero lo que más me conmueve es que me parece que eso es mutuo. Ni nuestra edad ni nuestra circunstancia permiten en esto juego, bien lo sé. Aunque algo ludial hay también en nuestro sentimiento: no es solamente un completamiento, sino una alegría, y la alegría es juguetona, además. Nos mantenemos en una sabia mesura, pero de pronto aparece –no sé cómo– una disposición a la ternura que me produce una mezcla de temor, gozo, dolor y esperanza (las cuatro pasiones, exactamente, que, sin entenderlas, estudié cuando niño) ¡Qué extraño! Más que detenerme a pensar que es la viuda de quien fue mi mejor amigo (“la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan”), me he parado, más de una vez, a considerar hasta dónde puede conducirme, conducirnos, todo lo que veo claramente que está aconteciendo. ¿Dejar de vernos? ¿Con qué despedida?”.
El lector agradece a Souvirón que a menudo ilumine su discurrir con versos de grandes poetas. A los de Machado, que acaba de citar, y de gustos anglófilos como es y como lo fue también Panero, apostilla su intensa y casi desesperada reflexión con versos del poeta británico Harold Monro: “Happy release! Good-bye for ever! / Here at the corner we say good-bye, / But if you want me, if you do need me, / Who waits, at the terrible door, but I? “.
Líneas emotivas, patéticas; diríanse escritas por un adolescente en celo y no por un respetable señor con sesenta y cuatro primaveras a sus espaldas. Pareciera como si el escritor no hubiera vivido nunca una experiencia de amor verdadero y lo viera todo con la inseguridad de un bisoño, preguntándose una y otra vez sin dar una sola respuesta: “¿Iniciar una nueva vida, que no sabe uno cuánto va a durar así, como ahora me ilusiono que pudiera durar? Y los años que ya pasan de prisa».
Es hora de hacer balance de este estado casi febril. Al poco nos enteramos –sin que en ningún momento mencione nombre alguno– de que la atracción por Felicidad venía de lejos, de sus tiempos de casada. Respetuoso con el hombre al que ella admiraba y quería, jamás se le ocurrió insinuarse. Mas un día aquel hombre se fue para siempre, y entonces él procuró “distraerla, alegrarla, acompañarla”. “Desde hace algo más de un año, mi predilección se hizo más exclusiva: me gustaba estar con ella más que con nadie. Y hacía años que no me había gustado estar especialmente con ninguna”. ¿Por qué no haberla frecuentado más? Con cierto complejo Rosales, Souvirón justifica su pusilanimidad por miedo a “caerle pesado”. “Luego me convencí de que no le caía pesado. No sucedía nada más que eso. No ha sucedido nada más que eso, pero en estos últimos meses, ella, sin poder decir yo que haya envejecido, se ha hecho más atractiva, más cuidada de sí misma: se viste y arregla con más interés de agradar. Quizá no sea solo por mí, sino por ella misma, lo que no impide que el efecto en mí sea lo que ha empezado a ser. Y no solo eso, no: nos hallamos bien el uno con la otra, nos comunicamos.”
Todo es un quiero y no puedo en esta relación de un poeta separado con la viuda de un poeta. “Muchas veces la necesito. A todo esto, mis pasos siguen contados y cantados, pero sé que ya no es lo mismo que ayer”. El tiempo sentido con fatalidad. La melancolía se adueña entonces de las páginas del Diario, que, como de costumbre, deja finalmente la palabra a Apollinaire, para resumir en dos versos magníficos tanta tinta derrochada día tras día: «Oui, je veux vous aimer, mais vous aimer à peine / et mon mal est délicieux».
(Continuará.)