Catalina Tamayo
Sábado, 10 de Febrero de 2024

A propósito del estoicismo

[Img #67427]

 

 

“Vana es la palabra del filósofo que no cura ningún sufrimiento del hombre.”

(Epicuro)

 

Me estoy dando cuenta de que en las librerías veo cada vez más libros sobre el estoicismo. Sin ir más lejos, ayer mismo, en la sección de filosofía de una librería, más o menos grande, bastante conocida, me encontré con unos cuantos libros de autores estoicos y también de autores que abordan el estoicismo. Podría mencionar ahora, de buenas a primeras, de memoria, hasta diez títulos distintos, o quizá más, si me apuran. Curiosamente, casi todos estos autores eran romanos o estoicos nuevos, como Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, que se caracterizan por desplazar la reflexión de la física y la lógica hacia la ética. No es que estos filósofos hayan abandonado completamente el interés por el mundo y el lenguaje. No, pero sí es verdad que lo que más les preocupa es saber qué es lo que se debe hacer para vivir bien; esto es, para llevar una vida buena, no una buena vida. No una vidorra.

     

Por qué ahora, me pregunto, este interés por el estoicismo, por su ética. Por la filosofía, por los filósofos. Por estos filósofos. ¿Es que, acaso, con todo este progreso, no estamos viviendo bien? ¿No estamos satisfechos de la vida que estamos llevando? Cuesta creer que el móvil de última generación, el coche nuevo y eléctrico de enorme pantalla, ese polo de marca, el piso confortable con tan buenas vistas, el puesto de trabajo de nuestros sueños, nuestro cuerpo esculpido día a día en el gimnasio, nuestros estupendos amigos, nuestra bella pareja, las últimas vacaciones en esa isla exótica o la cena de anoche en el restaurante de moda no nos hagan felices. Cuesta, ciertamente, pero la verdad es que no terminamos de sentirnos a gusto, contentos del todo, satisfechos.

     

No somos felices. No lo somos aunque en las redes sociales aparezcamos radiantes. Aunque los demás nos vean maravillosos. En el fondo, cuando nos quedamos solos, nos sentimos mal, desgraciados, hastiados, profundamente tristes, como si algo en nosotros no fuera bien, se hubiera averiado. ¿Por qué? ¿Qué es lo que nos hace infelices? ¿Por qué pese a sentirnos mal nos mostramos bien? ¿Por qué engañamos tanto?

     

A nosotros nos está pasando actualmente, en alguna medida, lo que les ocurrió a los antiguos griegos y romanos en el helenismo. Entre el tiempo del helenismo y nuestro tiempo, un tiempo posmoderno, hay ciertas similitudes. Uno y otro son tiempos cambiantes y convulsos. Complejos y desconcertantes. Difíciles. Unos tiempos distintos.

     

Antes del helenismo, los griegos sabían lo que tenían que hacer para vivir bien: cumplir con las leyes y las costumbres de la ciudad. Pero, cuando sus pequeñas Ciudades-Estado perdieron la autonomía, debido a la centralización a la que fueron sometidas por el dominio macedónico, quedaron a la deriva, como náufragos, sin saber cómo vivir. En el imperio se sintieron perdidos, desnortados. El futuro, cargado de cambios, de novedades, impredecible, se les tornó incierto, y nadie sabía qué podía suceder mañana, con qué se tendrían que enfrentar finalmente. Ante esta situación, el corazón se les llenó de ansiedad, angustia y miedos, y estas emociones le perturbaron su serenidad. Con un corazón así, inquieto, tembloroso, esclavo de las emociones, no se puede ser feliz. Vivir bien. Por eso, los griegos se volvieron desdichados.

     

Para remediar su desdicha, ante la ausencia de la orientación que les proporcionaba las Ciudades-Estado, surgieron las escuelas helenísticas, y entre ellas, cómo no, la escuela estoica, la más importante de todas, que permaneció activa casi 600 años, desde finales del siglo IV a. C. hasta el siglo III d. C. El estoicismo se hizo cargo del problema capital de qué hacer para llevar una vida buena y ensayó una respuesta. No fueron pocos los griegos, primero, y también, posteriormente, los romanos, que, acuciados por sus problemas vitales, acudieron al estoicismo en busca de una solución. De la paz para sus corazones.

     

Nosotros también estamos padeciendo hoy una crisis cultural. Con la globalización el mundo se ha convertido en una aldea y todo ya nos queda a la vuelta de la esquina. La religión y las instituciones del Estado, que nos guiaban, han quebrado y no sabemos por dónde tirar. Vivimos en un tiempo líquido, donde la verdad no importa, porque se ha vuelto relativa, y todo vale. Cualquier cosa puede ser, puede caber, puede servir, puede ser verdad, porque lo que antes era rígido ahora es maleable, gelatinoso, acuoso. Nadie atiende ya a razones. No cuenta el ser, sino el tener y el parecer. Prima lo nuevo, que se asume, sin más, como bueno. Es la era de la neofilia. De lo que se trata es de consumir. Lo queremos todo, y ya, ahora mismo. Somos coleccionistas de experiencias nuevas, cuantas más mejor. Estamos locos por viajar, por verlo todo, todo en el menor tiempo posible. Vamos deprisa, a toda velocidad, raudos. Pero ¿hacia dónde vamos? No lo sabemos. Queremos ser felices, pero no sabemos lo que es la felicidad, ni dónde se encuentra. Con todo, seguimos hacia adelante, nos dejamos llevar por la corriente. El resultado es la ansiedad, la angustia, el desencanto, los temores y la depresión, pese a que no paramos de sonreír, de esforzarnos por parecer estupendos.  Perentoriamente, alegres y seguros.

     

Este malestar de espíritu, de corazón, que padecemos pero disimulamos tan bien, explica nuestro interés por ir a yoga, o por ir a clases de meditación, o por acudir los fines de semana al spa, o por pasar de vez en cuando por la consulta del psicólogo, o por asistir a terapias de grupo, o por leer libros de autoayuda, que se han convertido en superventas. Curiosamente, quién lo diría, algunos de esos superventas son libros de filosofía, libros sobre el estoicismo. Como aquellos griegos y romanos hace más de dos mil años, nosotros, ahora, con muchos más conocimientos, también recurrimos al estoicismo, para aprender a aquietar nuestro corazón y sentirnos bien o, al menos, mejor, pues ni los viajes exóticos, ni las comidas en los restaurantes de no sé cuántas estrellas Michelín, ni nuestro nuevo ascenso laboral, ni nada, logra devolvernos la paz, que hemos perdido en nuestro vivir de éxito, tan envidiado por todos, también por nuestros queridos amigos, esos que a todas horas nos regalan los oídos. No me explico, la verdad, que tengan que ser hoy los filósofos, los viejos filósofos, estos estoicos, los que nos vayan enseñar a vivir, a vivir bien. Quizá es que la filosofía antigua sea algo más que mera arqueología. Quizá.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.