Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 10 de Febrero de 2024

La lozana vejez del progresismo

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Este Gobierno de equilibrios circenses apela sin empacho a un mantra, especie de quitamanchas para todo, que tiene ya el soniquete de las letanías mecánicas de los rosarios de beatos. No es otro que progresismo. No hay ocasión en que, pillado en una de sus repetidas contradicciones, no tenga a mano o a punta de lengua, su autoinvestida condición de progresía para untarse con el bálsamo de la legitimidad y la pureza. Pero hay palabras dichas para conmover que, llevadas a los ámbitos de la frivolidad reiterada,  pasan con facilidad de la dinamita a la gaseosa.

 

Progresismo, y todos sus derivados o sinónimos, son conceptos emocionales para la colectividad.  Como también, ojo, la idea de tradición. Al ser del dominio subjetivo, reglarlas conforme a cánones generales de militancia, produce excesos indeseados de trivialidad y conflicto. Aludir de continuo al progreso en mensajes unidireccionales y dogmáticos, desgastan el auténtico sentido del término para perderse en las fragilidades de las modas. Los avances de todo orden en beneficio de la persona o de la sociedad, no tienen otra vocación que la de perdurar y asentarse, aún con los precios tasados. Estos son tiempos propensos a reputaciones y valores efímeros que, como vienen, se van; o que se desactivan con el simple enunciado del refrán: dime de lo que presumes…

 

Resulta que en este ahora mismo, algunos de los desmanes del actual Ejecutivo cobran legitimidad en su pliego de excusas (¿podríamos, en justicia, calificarlos de argumentos?) por considerarse una casta ungida del sumo sacerdocio del progreso. No vamos a negarle al Consejo de Ministros algunos notables aciertos. Este es uno de los gobiernos que ha mostrado mayor sensibilidad hacia colectivos desfavorecidos. Lo mismo que los contrapesos aprobados hacia élites que nos acaban de sonrojar con beneficios empresariales insultantes en una sociedad progresivamente desigual. Pero eso no es patente de corso de progresismo impoluto, como presume con cansina reiteración.

 

Una realidad con poco o nulo recorrido a la contra es que la confrontación respecto a los progresismos ha quedado en monopolio en el patio del Ejecutivo. La oposición conservadora ha reculado en esa lucha de posiciones por los mensajes que merezcan ser escuchados como novedad, como apertura mental hacia nuevas formas de hacer política. Todo lo contrario: la derecha conservadora que, no por conservadora, tiene que quedar incapacitada para las propuestas de progreso, se ha hecho rehén de la más rancia ideología de su propio costado. La izquierda tiene cada vez más despejado el camino hacia la progresía, eso sí, con abundante dosis de juego de salón y acreedora del prefijo gili.

 

Como generalidad, el concepto de progresismo está adulterado por el entendimiento generalizado de un ir adelante sin parar. Se sacralizan las rupturas sin medir las consecuencias. Se reviste de una impaciencia que confunde rapidez y agilidad con atolondramiento. Se desdeña el pasado y se diviniza el futuro. La audacia devora a la ética. Las vanguardias pisotean a las retaguardias. La tontuna somete a la inteligencia. El progresismo sensato, el que se hace perdurable, el que deja la huella en la historia, ha mamado de los clásicos para, con todos los avales de la sabiduría, adaptarse a los nuevos tiempos.

 

Se impone releer a los clásicos. Hay que recuperar esa costumbre. Apreciarán sin trampa ni cartón la frescura de ideas de Homero, de Cicerón, de Shakespeare, de Cervantes,  de Montaigne, de Nietzsche, de Zweig, de tantos que hicieron de la cultura el auténtico motor del progreso sin otro pago que las ideas inmortales. Admitirán sin dudas que el maquillaje del verdadero progreso no es lo moderno o posmoderno sin más. A lo progre verdadero le sientan muy bien los años.

 

Me voy a una comparación más pedestre. Es a propósito de la opinión generalizada de que el atavío de progresista no admite más vestimenta que el continuo acelerón de las ideas. Muchas, formuladas como panacea teórica, han terminado en el desastre de la práctica. Hace unos días, hablando con un piloto automovilista, de una conversación intrascendente, emergió una luz válida para mediar en el debate. Mi interlocutor sostenía, y me vi incapaz de rebatirle, que el corredor que más progresa si va en cabeza, o recorta tiempo si circula por detrás, es aquel que en la toma de curva sabe apurar mejor la frenada, y en determinado ángulo de trazada acelera con mayor precisión y decisión. Exquisita metáfora de que un progresismo auténtico requiere el uso simultáneo de los pedales del acelerador y del freno.

 

Y no está de más la genialidad de C.S. Lewis: cuando se está a al borde del abismo, lo progresista es dar dos pasos atrás.

 

Los políticos disfrazados de irredentos progresistas enmascaran hoy  la volubilidad de sus acciones y discursos en una actitud con inabarcable recorrido en la historia. Una palabra que, en sus propósitos y consecuencias, ha sido motor y cerebro de los avances humanos desde la caverna hasta la inquietante inteligencia artificial. Quienes a través de los siglos enarbolaron las ideas que ahora se asumen como avances indiscutibles del humanismo y de la ciencia, y que pagaron hasta con la vida sus osadías rupturistas, no se merecen un tejemaneje dialéctico tan burdo.

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