Amargos remedios
![[Img #67442]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2024/1553_1marroqui2-copia.jpg)
EN 1990 yo tenía 14 años. Mi mundo era muy pequeño, apenas había viajado, pocas veces había salido de mi pueblo y cuando me cruzaba un negro por la calle me lo quedaba mirando. Lo hacía con disimulo, por supuesto, hasta que un día una niña mucho más pequeña que yo que caminaba por la calle de la mano de su madre exclamó: “¡Mira mamá, un señor de chocolate!” Y entonces me sentí mal por cómo se debía sentir ese hombre en un país de blancos donde todos le miraban como le miraba yo. Aunque lo mío era solo curiosidad por descubrir como era el tacto o el olor de su piel, que como supe muy pronto obedecía a una evolución ambiental y no a una cuestión de raza, pues ya se demostró en su momento que las razas blancas o negras no existen como tal, y únicamente existe la raza humana con diversas variaciones fenotípicas, es decir rasgos que derivan del ambiente.
Por entonces, Las cartas de Alou, una película de Moncho Armendáriz se hizo con el premio Goya y con la Concha de Oro relatando la historia de un emigrante subsahariano que llegaba a España en busca de oportunidades. Por entonces, ya teníamos el veneno dentro, la desconfianza de que venían a quitarnos el trabajo, el pan y si nos descuidábamos hasta las mujeres. Y es que los españoles que hemos sido conquistadores, conquistados, emigrantes y refugiados no somos capaces de sacudirnos del todo ese talante de mostrencos que nos espesa la sangre y el sentido común.
Más de treinta años después cae en mis manos el libro Azucre de Bibiana Candía, una escritora Coruñesa que relata como muchos gallegos viajaron a Cuba con el espíritu lleno de promesas, en busca de un futuro mejor que les prometió un compatriota cuando en 1853 la tierra gallega se pudría por las constantes lluvias,sin posibilidad de que nada germinase, y el cólera campaba a sus anchas y se cebaba con una población hambrienta y pobre, casi dos mil jóvenes gallegos se embarcan hacia Cuba para trabajar en los campos de azúcar de la colonia española.
Sin embargo, aquellos rapaces que ni siquiera habían cumplido los veinte años fueron tratados como mercancía y acabaron siendo esclavos, trabajando y viviendo en condiciones infrahumanas, encerrados, sucios, hambrientos, maltratados…y todo ello a manos de otro español, también gallego, que lo único que lo diferenciaba de ellos era el dinero y el poder.
La historia tiene un exhaustivo trabajo de documentación. Candia la recupera de una manera muy sencilla, sin excesivos detalles, y nos dice en su última página en qué registro podemos encontrar toda la documentación y las cartas que aquellos muchachos enviaron a sus familias pidiendo ayuda. No me pasa desapercibido que este hecho histórico no forme parte de nuestra memoria colectiva, que no haya pasado de boca en boca. Supongo que, porque los esclavos, los migrantes que llegan, los que fueron, no son significativos, son únicamente mercancía para unos, una amenaza para otros.
Al pensar en aquellos pobres niños gallegos que, el diputado orensano Urbano Feijoo de Sotomayor envió a Cuba, vuelvo a tener presente a todas esas personas que pagan cuantiosas cantidades de dinero para salir de un país en busca de una vida mejor en Europa para terminar esclavizados por una gran empresa o endeudados con las mafias.
Como en la película de Armendariz, su personaje, un senegalés al que nada más llegar a España le roban cuanto tiene y trata de buscarse la vida con la venta ambulante o trabajando en invernaderos para terminar siendo expulsado. Hoy trabajaría en una gran ciudad repartiendo comida rápida en una bicicleta por una miseria.
No se trata de vociferar injusticias, sino de colocarlas a la vista. No se trata de incomodar a nadie sino de que permitamos que algunos semejantes vivan en mejores condiciones.
Mientras escribo, un grupo de personas se enfrentan a un temporal para tratar de entrar a nado en Ceuta. Puede que antes de llegar aquí fueran solo pobres y puede que a partir de ahora sean vagabundos, esclavos, indocumentados, repatriados… Vienen, como los gallegos que fueron a Cuba, acompañados de la enfermedad, la pobreza, el desconocimiento y la superstición. Y se topan con la esclavitud, el racismo, los desengaños y la muerte.
Y pienso en aquellos versos de Rosalía de Castro:
¿Dónde van estos hombres?
Dentro de un mes, en el inmenso cementerio de La Habana,
o en sus bosques, id a ver qué fue de ellos…
¡En el eterno olvido para siempre duermen!
¡Pobres madres que los criaron,
y las que los aguardan amorosas, pobres!
¿Acaso no hablan de este drama sus versos? ¿O simplemente me lo parece a mí?
Porque siempre miramos al migrante como el que viene en busca de algo, pero casi nunca como el que dejó atrás una madre, una esposa, un hijo, sus raíces o su casa a cambio de muy poco o de nada. Un amargo remedio para quien se ve obligado a él.
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EN 1990 yo tenía 14 años. Mi mundo era muy pequeño, apenas había viajado, pocas veces había salido de mi pueblo y cuando me cruzaba un negro por la calle me lo quedaba mirando. Lo hacía con disimulo, por supuesto, hasta que un día una niña mucho más pequeña que yo que caminaba por la calle de la mano de su madre exclamó: “¡Mira mamá, un señor de chocolate!” Y entonces me sentí mal por cómo se debía sentir ese hombre en un país de blancos donde todos le miraban como le miraba yo. Aunque lo mío era solo curiosidad por descubrir como era el tacto o el olor de su piel, que como supe muy pronto obedecía a una evolución ambiental y no a una cuestión de raza, pues ya se demostró en su momento que las razas blancas o negras no existen como tal, y únicamente existe la raza humana con diversas variaciones fenotípicas, es decir rasgos que derivan del ambiente.
Por entonces, Las cartas de Alou, una película de Moncho Armendáriz se hizo con el premio Goya y con la Concha de Oro relatando la historia de un emigrante subsahariano que llegaba a España en busca de oportunidades. Por entonces, ya teníamos el veneno dentro, la desconfianza de que venían a quitarnos el trabajo, el pan y si nos descuidábamos hasta las mujeres. Y es que los españoles que hemos sido conquistadores, conquistados, emigrantes y refugiados no somos capaces de sacudirnos del todo ese talante de mostrencos que nos espesa la sangre y el sentido común.
Más de treinta años después cae en mis manos el libro Azucre de Bibiana Candía, una escritora Coruñesa que relata como muchos gallegos viajaron a Cuba con el espíritu lleno de promesas, en busca de un futuro mejor que les prometió un compatriota cuando en 1853 la tierra gallega se pudría por las constantes lluvias,sin posibilidad de que nada germinase, y el cólera campaba a sus anchas y se cebaba con una población hambrienta y pobre, casi dos mil jóvenes gallegos se embarcan hacia Cuba para trabajar en los campos de azúcar de la colonia española.
Sin embargo, aquellos rapaces que ni siquiera habían cumplido los veinte años fueron tratados como mercancía y acabaron siendo esclavos, trabajando y viviendo en condiciones infrahumanas, encerrados, sucios, hambrientos, maltratados…y todo ello a manos de otro español, también gallego, que lo único que lo diferenciaba de ellos era el dinero y el poder.
La historia tiene un exhaustivo trabajo de documentación. Candia la recupera de una manera muy sencilla, sin excesivos detalles, y nos dice en su última página en qué registro podemos encontrar toda la documentación y las cartas que aquellos muchachos enviaron a sus familias pidiendo ayuda. No me pasa desapercibido que este hecho histórico no forme parte de nuestra memoria colectiva, que no haya pasado de boca en boca. Supongo que, porque los esclavos, los migrantes que llegan, los que fueron, no son significativos, son únicamente mercancía para unos, una amenaza para otros.
Al pensar en aquellos pobres niños gallegos que, el diputado orensano Urbano Feijoo de Sotomayor envió a Cuba, vuelvo a tener presente a todas esas personas que pagan cuantiosas cantidades de dinero para salir de un país en busca de una vida mejor en Europa para terminar esclavizados por una gran empresa o endeudados con las mafias.
Como en la película de Armendariz, su personaje, un senegalés al que nada más llegar a España le roban cuanto tiene y trata de buscarse la vida con la venta ambulante o trabajando en invernaderos para terminar siendo expulsado. Hoy trabajaría en una gran ciudad repartiendo comida rápida en una bicicleta por una miseria.
No se trata de vociferar injusticias, sino de colocarlas a la vista. No se trata de incomodar a nadie sino de que permitamos que algunos semejantes vivan en mejores condiciones.
Mientras escribo, un grupo de personas se enfrentan a un temporal para tratar de entrar a nado en Ceuta. Puede que antes de llegar aquí fueran solo pobres y puede que a partir de ahora sean vagabundos, esclavos, indocumentados, repatriados… Vienen, como los gallegos que fueron a Cuba, acompañados de la enfermedad, la pobreza, el desconocimiento y la superstición. Y se topan con la esclavitud, el racismo, los desengaños y la muerte.
Y pienso en aquellos versos de Rosalía de Castro:
¿Dónde van estos hombres?
Dentro de un mes, en el inmenso cementerio de La Habana,
o en sus bosques, id a ver qué fue de ellos…
¡En el eterno olvido para siempre duermen!
¡Pobres madres que los criaron,
y las que los aguardan amorosas, pobres!
¿Acaso no hablan de este drama sus versos? ¿O simplemente me lo parece a mí?
Porque siempre miramos al migrante como el que viene en busca de algo, pero casi nunca como el que dejó atrás una madre, una esposa, un hijo, sus raíces o su casa a cambio de muy poco o de nada. Un amargo remedio para quien se ve obligado a él.






