Eloy Rubio
Domingo, 11 de Febrero de 2024

La seductora danza de Toros y Guirrios de Velilla de la Reina

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Los Toros y Guirrios de Velilla de la Reina forman parte junto con los otros personajes de una antigua mascarada. Está despedazada y sus personajes deambulan como en busca de un autor que los volviese a unificar, a darles su identidad personal y social. Cosas de estos tiempos.

 

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A eso de las 5 del domingo ya hay mucho revoloteo por las calles de Velilla de la Reina, asoman algunos disfraces, las caras tiznadas del ‘encisnao’ de la noche reciente, cestas de mimbre desfarrapadas y aprovechadas para máscara, troncos vaciados de roble que con un par de agujeros sirven como disfraz, cráneos y osamentas de vaca o jabalí, pieles de cordero o acaso de lobo.

 

 

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En un aparte de la plaza charlan los jóvenes, deciden quienes van a jugárselas con los toros. Alguna chica comentaba su peso y que en una representación en León, el Guirrio no logró pasarla por encima del astado; una verguenza. Antiguamente las muchachas cumplían con este rito de paso su reconocimiento como adultas, pero el chico que no fuera capaz de torearla caía en descrédito por un año.

 

 

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Salía el desfile en dirección a la Plaza de La Veiga a eso de las 5 y media. Abrían la comitiva las ‘Madamas’, las ancianas del pueblo, en traje riberano, bailando, sonando las panderetas ruido y más ruido, al son de la dulzaina y de tamboriles; luego sin demasiado orden iban los Guirrios, de blanco; los enanos macrocéfalos, los zoomorfos que, con una especie de enormes tenazas retráctiles, atacan a la primera presa, el Oso enamorado, a pesar de la cadena, danza con su domadora. Y ahí en medio la famosa Gomia, una especie de dinosaurio saturnal, aprovechado de la colcha vieja de la abuela, que remata su testuz en calavera de vaca o de carnero, y que castañea su dentadura de tridente envejecida. Todo ello en medio de una atronador escándalo de carracas, matracas y percutir de tamborrada.

 

 

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El Gitano aparece súbito girando sobre sí, borracho, pediéndose y atufando al personal desde un incensario, un balancín con dos platos en el que arden trapos viejos, suelas de zapatos y peladuras de ajos y enseres malolientes. Gira y gira y se emborracha como un derviche desentrenado.

 

 

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Ya en la plaza de La Veiga, cuando calla la dulzaina aparecen de pronto los guirrios con una enorme vara de mimbre en cada mano que restallan contra el suelo y contra quien no acate de inmediato sus órdenes de despejar. Tras ellos vienen los 'Toros Blancos', mansalinos. Cada Guirrio intenta capturar a una moza casadera y, sujetándola por la cintura desde atrás, la volteará por encima del toro lunanco que lleve por compañía.

 

 

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De pronto como vinieron se van. Vuelve la dulzaina y el jaleo caótico a la plaza. amenizada por los pasodobles, los boleros y el folclore musical… Otra vez volverán los Toros y los Guirrios a repetir la operación.

 

 

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Al final vacíarán la plaza para ellos solos, los Toros y los Guirrios.

 

 

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Los Toros y los Guirrios frenter a frente, a un extremo y otro de la plaza, salen al encuentro y justo en el medio se recortan, se seducen,  se entreveran  en una sofisticada danza impropia de un mundo cristianado. Saltos, piruetas, volatines, cabriolas para el final despojarse de la máscara y saludar al público y recibir su aplauso merecido.

 

 

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