Javier Huerta
Domingo, 18 de Febrero de 2024

El amante de Felicidad Blanc / 5

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El de 1968 fue un febrerillo loco para José María Souvirón. Jornadas de zozobra sentimental que él vierte sincero en su Diario, desdoblándose e interpelándose como si fuera un sujeto extraño que necesitara el consejo de su otro yo: “Toma las cosas como son, José María, y míralas con atención, con cuidado, con sabiduría. Ya tienes edad de ser safe. Ya me lo he dicho en muchas ocasiones. Mesura. Mesura, mesura, y después, calma. ¿Pero quién me administra a mí la calma? Dejemos que el río se deslice. Que se deslice con suavidad. Ya no es tiempo de corrientes torrenteras. Sin embargo, ¡qué bello es saberse entendido, qué necesario!”. En otras ocasiones, es el mundo, “mundo pequeño”, el destinatario de sus cuitas; o el tiempo, incluso. En su “dolorido sentir”, los pensamientos le brotan como versos alados: “Herido voy volando y las alas me duelen, más que de heridas, de cansadas”. Y le vienen también unos versos cuya autoría no sabe identificar: “‘Amor, amor, amor, y eternas soledades’, dijo alguien que por lo visto entendía mucho de esto. ¿Dónde lo he leído?”. No recuerda al autor de estos versos, su paisano Federico García Lorca, que efectivamente tanto entendía de eso, y que los pone en boca de Mariana Pineda minutos antes de que la lleven al cadalso. Lo de Souvirón no es para tanto, pero enternece ver a un hombre de su edad poseído por la angustia de un amor que no sabe cómo encauzar, porque no tiene la certeza de ser correspondido.¿O sí?

           

Nos haría falta el diario que Felicidad Blanc nunca escribió para saberlo. El caso es que, a diferencia de Souvirón, viajero alrededor de su cuarto, como Xavier de Maistre, Felicidad no tiene tiempo para deliquios sentimentales. El 21 de febrero del tan mitificado año de 1968, comienza el calvario de esta mujer como madre. “Su hijo Leopoldo ha tomado unas pastillas y está muy grave”. El diarista empieza a comprender lo equivocado que estaba sobre el segundo de los Panero, en cuyo talento tanto confiaba: “Leopoldo es un chico extraño, misterioso, indócil con frecuencia, pero me parecía una persona serena, a pesar de sus originalidades y rarezas. No hubiera yo pensado nunca que pudiese hacer esto”. Intenta hablar con Felicidad, que está ya en el sanatorio de Loreto, pendiente de su hijo.

           

Al día siguiente José María acude a la clínica, y asiste consternado a una escena tremenda. El joven la ha tomado con su madre, “y cuando la ve cerca le grita que se vaya, que no la quiere”. Souvirón aconseja a Felicidad apartarse de él, mientras no la llame. “Aquí se muestra –acota– otra de esas inexplicables injusticias de los hijos: a dos seres tan complicados como Juan Luis y Leopoldo no les podía haber tocado una madre tan comprensiva, abierta, dedicada y delicada como la suya". Souvirón achaca el desequilibrio de Leopoldo María –en realidad, una primera tentativa de suicidio– a “una decepción amorosa importante”, de modo que “cierta aversión contra la mujer se le revuelve contra su madre”.

           

Tras esta crisis de Leopoldo María, que inaugura una lista inacabable, Souvirón y Felicidad reanudan sus encuentros de forma espaciada, para evitar cualquier ansiedad, temeroso él de que “el más leve error [pueda] echar a perder lo que está siendo muy hermoso”. A sí mismo se pide mesura, una palabra que le gusta. “Cuando pienso en Felicidad, ahora, mi primera reacción –y equivocada– es pensar en joven. (No lo somos.) Pero si al cabo de unos minutos maduro ese pensamiento, me doy cuenta de que estoy acertando. ¡Atención! Darse cuenta de que la vida no retrocede (y así es mejor) y no cambiar lo que es verdadero y puede durar así por una pretensión tonta de ‘restauración’. ¿Matar, entonces, la ilusión de un cariño y un entendimiento? No: darle la vida que le corresponde, que me corresponde. Lo especial de este caso es que se trata de la primera vez en que una mujer que me interesa o inspira cariño es de mi edad”.

           

De nuevo la prosa de Souvirón sube de tono para expresar la irresoluble dualidad en que se mueve, hecha de contrarios que él no es capaz de armonizar: “Tener la convicción de que una vez el uno, otra vez el otro, experimentaremos la noche, y otras veces el día. No querer hacerlo todo noche ni todo día. No buscarse sino encontrarse. Sin apetecer más de lo debido, alegrarse con lo pagado. Saber que lo que hay está bien y no aspirarse a más de lo que hay. Pensar que habrá horas de cansancio (no entre nosotros, sino en la vida que nos ha formado) y no dolerse por esas horas. Querer sin apetecer. Encontrar sin anhelar. Vivir con una certeza de fondo sin tratar de vivir en un engaño de forma. Tener presente sin tener pasado. Y sin soñar con un futuro. […] Ni niños ni viejos. Eso. Con todas sus lagunas, eso. ¿Quién no tiene lagunas? Bellas lagunas para pasear por las orillas o remar, pero no para bañarse en ellas. No, ya no se está para bañarse en las lagunas”.

           

Teme Souvirón a su yo caprichoso e infantil, que le hace enojarse a la menor contrariedad, como por ejemplo cuando queda con Felicidad y Juan Luis a tomar una copa en Oliver, un pub de moda por aquel entonces. En la compañía de su hijo, Felicidad pierde interés y atractivo para él. El Diario comienza a pesarle. Lo escribía para aclarar sus ideas y le está resultando lo contrario. Lo que decía ayer ya no vale para hoy. “De pronto me siento tan solo, tan alienado. Querer que el hoy sea mañana es mi defecto, y mi gloria, aunque esta gloria me haga sufrir. ¿Por qué no sabemos comunicarnos del todo? ¿Qué penumbra somos?”. Y concluye: “¡Qué mal corazonamos!”.

           

Hermoso neologismo de corte vallejiano: “corazónmente unido al esqueleto”, dice un poema de Los heraldos negros. Y justo al día siguiente –¿casualidad, causalidad?, vaya usted a saber– Souvirón asiste a una conferencia de José García Nieto sobre César Vallejo. “El mayor [poeta] de todos los de América en su tiempo, y no superado” se le agiganta después de escuchar, en la voz de García Nieto, unos cuantos poemas suyos. “Entre tanto poemita como viene a mis manos, en la lectura casi diaria de ese o aquel libro recibido o comprado, entre tanta mediocridad plateada, se exalta la verdadera, rarísima poesía de un poeta como Vallejo”. No es dureza gratuita la de Souvirón con sus colegas, pues ante la grandeza del peruano él también se siente “reducido, pequeño poeta, incapaz de hacer algo no diré semejante, ni siquiera aproximado”.

           

En esta exaltación de Vallejo, como el primer poeta de las Américas, lo había precedido Panero, que en el verano de 1931 lo invitó a pasar unos días en su casa de Astorga. Su integridad personal, más allá de su genio poético, debió influirle mucho en su izquierdismo de entonces. Pero la admiración continuó después de la guerra. Es de elogiar que, en su Antología de la poesía hispanoamericana, publicada en 1945, Panero incluyera varios poemas de Vallejo, malquisto del régimen por su España, aparta de mí este cáliz. Como incluyó también, ideologías aparte, a Pablo Neruda y su “Oda a Federico García Lorca”. Por fortuna, la poesía se imponía a la política.

           

Así es que Souvirón, en su incertidumbre, debió de preguntarse: ¿Por qué no valerse de la poesía para llegar a la amada?

 

(Continuará.)

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