Catalina Tamayo
Sábado, 24 de Febrero de 2024

Los días perdidos

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“Ser río que recorre, ser nube que pasa,

sin dejar recuerdo ni rastro ninguno,

es triste y más triste para quien se siente

nube en lo elevado, río en lo profundo.”

(Manuel Machado)

 

 

El Bugatti Type 57 con motor de ocho cilindros en línea y carrocería de color azul y negro avanza veloz como un rayo por la carretera hacia Toulouse. Va rápido, pero aún muy por debajo de los 190 km/h que podría alcanzar. Raúl  nota la potencia del motor en los pies, en las piernas, en los brazos, en todo su cuerpo. Su sonido le parece música. Vuelve a pensar que es una suerte poder conducir un coche como este. Si su padre lo viera… Deja caer un poco más el pie en el acelerador y el respaldo del asiento se le pega a la espalda. Desea sentir otra vez el brío del coche. Pero es solo un instante, porque enseguida levanta el pie. El coche se serena. Es mejor así. No hay necesidad ninguna de ir tan rápido. Ya no importa llegar un poco antes o un poco después. Entonces, viniendo, la verdad, tampoco importaba, porque ya se sabía que no se llegaría a tiempo. Pues lo que contaba en realidad era llegar, y se llegó. Se siente satisfecho de haber cumplido esta misión: llevar a Manuel a la tumba de su hermano Antonio.

 

Antonio era poeta como lo es Manuel. Pero mejor poeta. Porque su poesía, según Manuel, es eterna, no tiene tiempo, ni edad. Es auténtica. Antonio es el mejor poeta de España. Eso ya no lo dice su hermano Manuel sino otro escritor. Este escritor, Corpus Barga, se lo susurra en la frontera a los gendarmes ante la carencia de documentos. Nuestro Paul Valéry. Solo que, y esto es lo malo, Antonio era republicano. Jacobino. O sea, un rojo. Otro rojo de mierda, como le había dicho su amigo el falangista Abel Cubero, quien, después de todo, le salvó la vida cuando lo hirieron en el sitio de Miranda de Ebro, nada más comenzar la guerra. Pero esto, el ser rojo, no le ha impedido, ni mucho menos, a Manuel venir hasta aquí a visitar su sepultura. Al parecer eran uña y carne. Una unidad. Por eso, debe sentirse, en este momento, medio muerto, vivo solo a medias. Tampoco él dejará por ello de leer Poesías Completas. El libro de Antonio que le regaló Manuel la noche pasada. Lo aceptó con recelo, porque lo vio como algo peligroso; pero ahora, después de haber leído las primeras páginas, algunos poemas, le parece que ha merecido la pena correr ese riesgo. ¡Es tan hondo y sencillo lo que dice! ¡Tan bello! Además, piensa Raúl, la belleza, el amor, han de estar siempre por encima o más allá de cualquier ideal por alto que este sea.

    

 Mira por el espejo retrovisor. Ve a Collioure, ese pueblo de pescadores, marinero, la mitad blanco, la mitad azul, quedándose atrás, lejos, cada vez más lejos, cerca ya de ser solo un punto oscuro, de desaparecer. Después, se fija en Manuel y Eulalia. Permanecen callados, pero juntos. No se han dicho nada desde que se subieron al coche. Eulalia tiene la mano posada en el muslo de Manuel. Se quieren. Al menos, Eulalia quiere mucho a Manuel. A él, ahora que va a acabar la guerra, le gustaría encontrar una mujer como Eulalia. Una mujer que lo quisiera tanto como ve que Eulalia quiere a Manuel. Porque, aunque tenga solo veintitrés años, desea casarse y tener niños. Formar una familia. Él no quiere ser como Manuel, que se casó casi a los cuarenta y no tiene hijos. En esto no. A él no le va, como le iba a Manuel cuando tenía su misma edad, y aún mucho después, el ir de juerga, beber y fumar, llegar tarde a casa, a veces de madrugada. Las camareras y las putas no le dicen nada. No. Porque él está hecho para tener solo una mujer. Para vivir con ella y con los hijos que Dios les dé. A menudo se imagina enseñando a sus hijos a conducir, igual que su padre le enseñó a él con tan solo doce años. Su padre le viene otra vez a la cabeza. Le viene casi todos los días desde que murió. Y lo ve en el coche de pruebas. Conducía muy bien. Como siempre que lo recuerda, se le humedecen los ojos y se pone triste. Y esta vez parece que tarda en pasarle esa tristeza. Ese dolor del alma. Para distraer la tristeza, vuelve desviar los ojos hacia el retrovisor y se detienen ahora solo en Eulalia.

     

Eulalia aún mantiene su mano sobre la pierna de Manuel. Pero pronto la retirará para cerrar mejor su abrigo. Ya lo está haciendo. También, se aprieta sobre sí misma y se remueve en el asiento. Como buscando el calor. Pues está helada. Siente que se le ha quedado dentro ese aire húmedo y frío que venía del mar cuando montaron en el coche esta mañana. Vaya viaje. Desde Burgos hasta ese pequeño pueblo francés. Menos mal que han venido en este coche y con este muchacho. Este muchacho tan valiente para ser aún tan joven. Y qué bien conduce. Parece que el coche no rueda sino que se desliza. ¡Qué suavidad! Y todo gracias a José María Pemán. Pero, aun así, el viaje ha sido cansado. Agotador a veces. Lo ha hecho por Manuel. Para que no viniera solo. Le ha afectado mucho la muerte de su hermano Antonio. Más seguramente que la de su madre. En ese pueblo ha dejado a los dos para siempre. Tal vez nunca vuelva a visitar sus tumbas. Pobre Manuel. Cómo ha envejecido en estos últimos años. Sobre todo desde que estalló la guerra. Desde entonces se ha vuelto torpe. También lo ve vulnerable y frágil. Demasiado para tener solo sesenta y cinco años. Cuando camina, más que pisar parece que se hunde, que se derrumba. Lo está pasando mal. Peor incluso ahora que cuando la denuncia. Entonces, fue terrible. Dos días se pasó en la cárcel de Burgos. Pero ella no lo abandonó. Al contrario, movió Roma con Santiago. En esos días no paró. Recorrió todo Burgos en busca de quien pudiera ayudarlo. Fue a ver a Luca de Tena, a José Zameza, a su hermana Carmen y hasta al arzobispo. Ah, y a Pemán, que piensa que fue quien más los ayudó. Si entonces, estuvo con él, no lo va a dejar solo ahora, que todavía lo está pasando peor. Es la muerte de Antonio lo que más le duele.

     

Antonio. Era un hombre bueno. Tuvo mala suerte en la vida. En el amor no le fueron nunca bien las cosas. Sufrió mucho por amor. Cuando todo parecía ir bien, se muere su esposa, Leonor, que apenas era una niña. ¡Cuánto la sintió! Eulalia no entiende de poesía, pero sabe, no necesita que se lo diga nadie, que muchos de los poemas de Antonio hablan de Leonor, aunque no la nombre. Ojalá Manolo la quisiera tanto como Antonio quiso a Leonor. Es cierto, se siente en muchos sentidos a gusto con Manuel, que la respeta, la escucha y la considera, pero no está segura de que la quiera de verdad, y menos aún de que la ame, la dese. De que alguna vez la haya deseado. No, al menos, como deseó, en Madrid o en París, a otras mujeres. Camareras, bailarinas o putas, que sabe que ha habido de todo. Pues en el corazón no manda nadie. Ni siquiera uno mismo. El corazón va por libre y es inútil hacerle ver nada. El corazón es ciego. Más aún, en el amor la locura es lo sensato, recuerda que escribió Antonio en un poema. Pese a todo, ella ha querido y aún quiere a Manolo. Lo conoció en Sevilla, cuando los dos eran jóvenes, y se hicieron novios, aun siendo primos. Pero el noviazgo apenas duró. Manuel quería vivir la vida. Mientras Manuel vivía la vida, ella lo esperaba. Lo esperó, y tuvo la suerte de que él acabó viniendo a ella. Esperar es lo que mejor se le da. Aún hoy, con sus cincuenta y nueve años, espera todavía cosas nuevas de su marido. Un poema, acaso. Un poema, como los que le escribía Antonio a Leonor, le haría ilusión, desde luego. Pero no lo sería todo. Claro que no. Porque ella espera de Manuel algo más que versos.

     

Eulalia Cáceres vuelve a dejar caer su mano en la pierna de Manuel y ahora la presiona levemente esperando que se gire y la mire. Esperando que le diga algo. Cualquier cosa le vale. Pero Manuel ni se inmuta y sigue con la mirada perdida en el mar. En las olas que van y vienen.

    

 Manuel está lejos. Su pensamiento vaga de un lugar a otro, de un tiempo a otro. Tan pronto esta en Madrid como en París. A veces también en Collioure; en el cementero. No pasa en ningún momento, obviamente, por Burgos. Va en busca de los días perdidos. De aquellas noches. De los amores que no terminan de borrarse del todo en su corazón. Pese a los años. En París vuelve a entrar en el café Calisaya. Va con su hermano Antonio, que acaba de llegar a esta ciudad para trabajar también, como él, en la editorial Garnier fréres. Es 3 de julio de 1899. Se dirigen hacia la mesa de Oscar Wilde. Por el camino ve a Miette moviéndose con gracia por entre las mesas con una bandeja donde lleva copas y una botella de champán. Entonces, la recuerda sobre la cama con la cabeza apoyada sobre su pecho en la habitación del Hotel Medicis. Completamente desnuda. Escuchando lo que le está contando sobre su hermano Antonio. Después, ella se incorpora y lo mira, y él se sumerge en el verde de sus ojos, en ese mar sereno y dulce, donde viene naufragando desde hace unos días. Naufragando en su ojos, en su boca, en sus manos, en su cuerpo perfecto, joven y hermoso. Y siente un calambre en el vientre. Miette pasa a su lado y le sonríe. Cuando llegan a la mesa y Oscar Wilde se levanta para saludar, comprueba que este hombre es aún más corpulento que su hermano. Más tarde, no tardando mucho, llegan Rubén Darío y otros escritores. Enseguida comienzan a hablar de literatura. De poesía. Oscar Wilde adivina con sus ojos ovalados y tristes que Antonio es poeta. Al final de la noche, Rubén le regala una pitillera de plata con un relieve de Adelfas. Todavía lo conserva. Lo usa cada día. De hecho, nota ahora su peso liviano en el bolsillo del abrigo. Rubén es el cónsul de Nicaragua en París y cuenta con posibles. Años más tarde, le dejará dinero a Antonio para que pueda regresar desde París a Soria con su esposa, que ha enfermado de tuberculosis, la pobre, tan joven, diecinueve años menos que él, nada menos. Pero ¡cómo la cuidó Antonio! ¡Cómo la quiso!

     

De París a Madrid. En Madrid, no se dirige al Fornos ni al Colonial, donde se pasó tantas noches bebiendo manzanilla y escuchando flamenco hasta el amanecer. Va a la casa de su madre, al primero derecha del número 4 de General Arrando, donde lo está esperando Antonio para trabajar juntos en una nueva obra de teatro. Podría ser La Lola se va a los puertos. Después se ve en el Teatro Fontalba junto a su hermano envuelto en los aplausos. ¡Qué días aquellos! Sobre todo para Antonio. No tanto por el éxito que estaba teniendo en el teatro como porque se sentía de nuevo enamorado. Era un amor secreto, pues ella estaba casada y tenía tres hijos. Y además era monárquica. Se veían a escondidas en el jardín del palacio de la Moncloa. En el banco que está al lado de la fuente se sentaban y hablaban durante horas. Él cree que no hubo más. Esa mujer, también escritora, poeta, se sentía atraída por su fama, pero no lo amaba. Su nombre era Pilar de Valderrama. Sin embargo, él, para no delatarla, la llamaba en sus versos Guiomar.

     

Finalmente, el pensamiento vuela, sin poder sujetarlo, por encima de muchos años, de muchos lugares, hasta Collioure, este pueblo del sur de Francia, adónde ha venido desde Burgos. Lo cierto es que han venido al entierro de Antonio sabiendo que era ya imposible llegar a tiempo, pues a Antonio, que murió el 22 de febrero, lo enterraron al día siguiente, el día 23, y ellos salieron de Burgos el 26 y no llegaron hasta el 1 de marzo. Pero, después de todo, eso ya qué más da. Al menos ha podido ver a su otro hermano José y a su cuñada Matea. Desde que llegó a este pueblo, no ha dejado de preguntarse si su suerte no habría sido la misma que la de de Antonio de no haber ido aquel 15 de julio de 1936 a Burgos con Eulalia para celebrar al día siguiente el santo de su cuñada Carmen en el convento de las Esclavas. Si el estallido de la guerra no le hubiera cogido en Burgos, seguramente, llegado el momento, habría partido también con su madre y sus hermanos a Valencia, y de allí a Barcelona, para después cruzar la frontera y acabar en ese pueblecito francés, con esas casitas de pescadores junto al mar, donde, según José, Antonio se imaginaba llevando una vida tranquila y en paz. Entonces, tampoco él, que tiene más edad todavía que Antonio y además padece también de los pulmones por culpa del tabaco, habría resistido y, al igual que su hermano, habría preferido que lo dejaran en la tierra humilde de este pueblo. No ir a París.

     

Sin embargo, nada de eso ha sucedido. En este momento, va camino de Burgos. Estamos a 4 de marzo de 1939. Pronto acabará la guerra, llegará la victoria y habrá que seguir viviendo. Es posible que dejen Burgos, la pensión Filomena, y se vuelvan a Madrid. Le tocará vivir contra sus ideas. En la incoherencia. También él, como ya han hecho otros muchos, se exiliará. Pero el suyo será un exilio interior y oculto. Secreto. Nada diferente al que ya ha llevado en estos últimos tres años. Pues, como dijo en su discurso de ingreso en la Academia, cada uno vive como puede.

      

Las ganas de fumar hacen que su pensamiento se repliegue. Vuelva a la realidad. Al viaje ya de vuelta a Burgos. Introduce la mano en el bolsillo del abrigo en busca de la pitillera. Al hacerlo, palpa el papel que su hermano José le entregó esta mañana junto con el bastón que lleva al lado. Las dos cosas eran de Antonio. El papel lo había encontrado José en el bolsillo del viejo gabán de Antonio. José sabía lo que significaba esto para Manuel. Antes de ponerse a echar un pitillo, saca ese papel. Es pequeño y está arrugado. Está igual que cuando se lo entregó José. Lo desenvuelve. Hay tres apuntes escritos a lápiz. Pero se fija solo en uno de ellos. Es un verso alejandrino. Lee sin mover los labios, solo con el pensamiento, con el alma: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

     

Después, mira a Eulalia, pero ella se ha quedado dormida. Raúl, el asistente de Pemán, va concentrado en la carretera. Están rodando ya por las calles de Toulouse. No se ven ruinas. Los niños van y vienen del colegio. Los hombres acuden a trabajar a las fábricas como si nada. Las mujeres hacen las compras. A veces estas mujeres se paran a hablar unas con otras. No se percibe en sus gestos ningún tipo de inquietud ni de preocupación excesiva. De miedo. Se vive con normalidad, como si la tragedia a ellos no pudiera llegar nunca a alcanzarlos. Como si la vida siempre fuera así. No pudiera cambiar.

     

De pronto, el Bugatti Type 57 con motor de ocho cilindros en línea y doble leva se detiene delante del mismo restaurante donde comieron hace unos días en el viaje de ida. Manuel Machado aún tiene ese papel arrugado en las manos. Se le han pasado las ganas de fumar. Pero el verso de su hermano no se le va de la cabeza. Nunca se le irá.

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