Hablando con Lidia (19)
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Un día cualquiera del 2015
En casa de Lidia tomando el té de las seis.
Cuando yo vivía en Rusia, o en Polonia, casi no viajábamos, no teníamos coches privados. Entonces nadie viajaba en coche más allá de la salida de un fin de semana fuera de la ciudad o unos viajes cortos. Tener coche en esos países en aquellos tiempos era toda una hazaña no sólo por el coche sino también por la falta de servicio de mantenimiento. Los varones aventurados propietarios de esos artefactos les tocaba pasar todo su tiempo libre debajo de su vehículo tratando continuamente de arreglar algo para poder usarlo, para sacar a la familia unas horas fuera de la ciudad o pasar unas vacaciones cortas en un campamento en condiciones casi de supervivencia, y más para las mujeres que en esas condiciones tenían que mantener el mismo hogar que en la ciudad, casi todo el tiempo lavando, fregando, y también cumpliendo más sus deberes maritales porque los varones una vez descansados en la naturaleza se hacían más vigorosos y más exigentes.
Las mujeres agotadas de tales vacaciones, al volver a su hogar de la ciudad prometían que nunca más volverían a estas vacaciones, pero al verano siguiente siempre cedían, porque los niños y los maridos lo pasaban muy bien y fortalecían su salud al aire libre.
Cuando yo ya era una persona sola me invitaban mis amigos parejas a pasar con ellos esos ratos de descanso, porque un sitio en el coche siempre quedaba libre y podían añadir a una persona compartiendo los gastos en el lugar de destino si había que alquilar algo. La iniciativa solía partir de alguna amiga mía casada, embarazada o con hijos, a la que ya bastante desencantada de todo mi compañía le venía muy bien en vacaciones o salidas de fin de semana. A sus maridos, que habitualmente también eran amigos míos, no les importaba ver a una mujer más moviéndose en su terreno. Al hombre normalmente no le importa y hasta le puede hacer gracia.
Mis amistades sabían muy bien que yo nunca pretendería seducir a un hombre casado, como si un hombre casado dejara de ser para mí un hombre a tener en cuenta. Tampoco me dejaba seducir por ellos y todavía menos si eran maridos de mis amigas. Entre estas y otras razones, y algo sin amor ni deseo, yo fui una compañera muy solicitada en las vacaciones de las parejas. Pero yo misma me acuerdo de aburrirme bastante en estas salidas, fueran cortas o largas.
También he creado algunos problemas para mis amigos en esas vacaciones porque me pretendían los machos del lugar, que siempre se violentaban cuando los machos de otras ciudades pisaban su terreno. Pedían un tributo, una virgen que les acompañara en los bailes del pueblo o discoteca improvisada. Las situaciones algunas veces eran realmente peligrosas y desagradables cuando surgía cualquier chantaje de pelea. Como mis amigas embarazadas, o con maridos y niños, evidentemente no era vírgenes, me pedían a mí como prenda, realmente lo que querían era bailar. Para los machos del lugar era una gran ofensa si una de las mujeres de la ciudad y, evidentemente, de otra educación, rechazaba una invitación a bailar con uno de sus compañeros, que solía ser el macho dominante de la camada.
Normalmente esos comportamientos de los hombres del lugar sucedían en unos sitios de vacaciones de más de moda, ya sea en la montaña o en el mar. En esos sitios pasaban las vacaciones del verano o invierno la gente famosa o de otro extracto social de profesiones libres, elegantes, de buenas maneras, cultos y muy sofisticados en sociedad y sitios de vacaciones.
Es curioso que yo no tenía ningún éxito en los bailes de la universidad en Leningrado, pero en esos sitios, en esas circunstancias, me solicitaban a mí en los bailes de sacrificio.
Yo no conocía esos comportamientos de los hombres del lugar y por dos veces metí la pata negándome a bailar con un hombre desconocido que vino a invitarme a bailar cuando yo, situada en mitad de la mesa, estaba cenando con un grupo de amigos en un restaurante. Era un sitio de esquiar o pasear por la nieve, en Zakopane, el sitio más emblemático de los montes Tatras de Polonia. La música tocaba durante toda la cena y la gente bailaba no necesariamente después del postre. Estábamos cenando y se acerca un hombre joven, porque todos era jóvenes, y me invita a bailar. Le agradezco la invitación y le digo que yo no bailo. El joven, con su aspecto y comportamiento, más se asemeja a los hombres que están con nosotros en la mesa que a los del lugar, pero un grupo de hombres del lugar le están observando desde la entrada del restaurante. Cuando le rechazo él se acerca al grupo y todos empiezan a hablar entre sí señalando nuestra mesa. Uno de los amigos que conoce las costumbres y sitios del lugar nos anuncia que tenemos un problema, que ya no se puede negar un baile a ese hombre y que no se me ocurra volver a negarme si él hace el favor de invitarme a bailar otra vez, que tenemos un problema gordo y muy desagradable y no se sabe cómo puede terminar todo… Este amigo toma el papel de negociador y con un camarero va a negociar con el grupo del lugar. Hablan con ellos, el amigo vuelve y dice que tengo que bailar con cualquiera de ellos que me invite. Hay más mujeres en la mesa pero los hombres del lugar solo piensan en bailar conmigo. Yo acabo bailando con varios de los bailarines del lugar, ni sumisa ni coqueta, neutra, y la tensión en nuestra mesa se relaja y los hombres se tranquilizan.
Acabo bailando hasta el final de la cena con el primero rechazado. Es un joven muy amable y muy educado, casi se disculpa por haberme creado ese problema. Me cuenta que él es oriundo de ese lugar pero que ahora vive fuera, que él me vio por el pueblo y buscaba una oportunidad de conocerme, que él se va al día siguiente pero que mis acompañantes se queden tranquilos porque él ya arregló todo para que nadie nos moleste hasta el final de nuestra estancia. Al salir del restaurante, ya en la calle, pasamos todos entre dos filas de los hombres del lugar, nuestro negociador estrechó la mano a cada uno agradeciéndoles su comportamiento caballeresco, o sea, que no nos rajaron.
Pero como nunca hay un final de nada. Un día estando en la misma zona esperando el autobús para ir a otro pueblo también de veraneo con otra pareja de amigos, veo a ese joven que me invitó a bailar hacía ya dos años. Miro en otra dirección porque al verle ahí en una estación de autobuses casi vacía me produce una sensación de revivir aquella situación de peligro, pero él me reconoce y se acerca para saludarme. Es como entonces, muy elegante, muy bien educado, un joven polaco de una buena familia. Me pregunta adónde voy y por qué estoy allí, pero yo no me siento relajada y no le digo a dónde voy, le digo que estoy esperando a unos amigos para volver juntos a Varsovia. No le encontré nunca más, y esta historia tiene su final.
Pero una aventura parecida me tocó vivir en la costa del Báltico. Éramos un grupo de amigos veraneando en la playa. Por las noches salíamos a bailar a una discoteca improvisada y ya de entrada uno de nuestros hombres nos advirtió de que si nos invitaban a bailar los hombres del lugar que no se me ocurriera negarme, que yo ya había creado problemas de ese tipo. Así que bailé toda la noche con un pescador joven y fuerte pero la conversación no era su fuerte. Me tuvo que rescatar mi amiga Jalinka que era lista y graciosa. Me vino a decir que no puedo solo yo tener atrapado a ese hombre, que hay otras mujeres que también quieren bailar con él, y se puso ella a bailar con él, pero como ella era polaca sabía manejar las situaciones mucho mejor que yo. A este joven le explicó que somos unas mujeres casadas y que sólo podemos divertirnos algo pero no bailar con el mismo hombre toda la noche, además un desconocido, y que ya teníamos que volver a casa porque era muy tarde para que las mujeres casadas estuvieran en una discoteca. Funcionó. Los pescadores ya no querían bailar con nosotras.
En Varsovia yo estaba rodeada que gente que estudiaba carreras superiores y las ejercían, gente que hacía cosas que es lo que me atrae, la gente que se dedica a algo, que hace algo y puede ofrecer algo al mundo exterior.
“Y también los bailes, porque por lo que parece estabais siempre bailando y de vacaciones”.
De vacaciones salíamos fuera de la ciudad en cuanto podíamos, en cuanto teníamos algunos días libres. El baile era una de las pocas diversiones que teníamos pero no te creas que a mí me gustaba mucho bailar, solo que era lo que había. También conversábamos mucho, eso me gustaba más que bailar. Tenía la oportunidad de disfrutar de la compañía de esta gente que también sabía ver y apreciar mis contenidos. Ahora pocas veces doy una réplica en una conversación porque enseguida pongo en evidencia al conversador que sus conocimientos sobre el tema del que hablamos no representan un nivel suficiente para que me pueda aportar algo nuevo, o su nivel intelectual no es el que yo busco. Mi mundo ahora es solitario y muy provinciano.
“Sí, te entiendo. Cuando uno tiene un entorno mediocre y no tiene la posibilidad de rodearse de personas o de cosas de cierto calado, de cierto interés, y los actos a los que puede asistir son de tercera categoría, acaba perdiendo el sentido de la calidad y acaba exaltando la mediocridad por la falta de relatividad. A ti te entusiasma Madrid por la cantidad de oferta cultural que tienes a la mano y lo has disfrutado mucho. Es una pena que ya no vayas. También en León has disfrutado en el Musac o en el Auditorio cuando no nos perdíamos ningún acto interesante. No sé porque hemos ido dejando de estar al tanto de las actuaciones en esos sitios. La verdad es que nos empezó a dar pereza el tener que ir y volver en invierno de noche a León para una actuación, quizás sea la edad”.
Sí, Mercedes, a mí me va costando más moverme. Es la edad y es la enfermedad degenerativa de mis músculos. Dentro de poco tendré que comer con una pajita porque no me funcionarán los músculos de la garganta para tragar.
“No me asustes. Espero que no lleguemos a esa situación”. No Mercedes, no te asusto, eso es lo que hay.
O tempora o mores
Un día cualquiera del 2015
En casa de Lidia tomando el té de las seis.
Cuando yo vivía en Rusia, o en Polonia, casi no viajábamos, no teníamos coches privados. Entonces nadie viajaba en coche más allá de la salida de un fin de semana fuera de la ciudad o unos viajes cortos. Tener coche en esos países en aquellos tiempos era toda una hazaña no sólo por el coche sino también por la falta de servicio de mantenimiento. Los varones aventurados propietarios de esos artefactos les tocaba pasar todo su tiempo libre debajo de su vehículo tratando continuamente de arreglar algo para poder usarlo, para sacar a la familia unas horas fuera de la ciudad o pasar unas vacaciones cortas en un campamento en condiciones casi de supervivencia, y más para las mujeres que en esas condiciones tenían que mantener el mismo hogar que en la ciudad, casi todo el tiempo lavando, fregando, y también cumpliendo más sus deberes maritales porque los varones una vez descansados en la naturaleza se hacían más vigorosos y más exigentes.
Las mujeres agotadas de tales vacaciones, al volver a su hogar de la ciudad prometían que nunca más volverían a estas vacaciones, pero al verano siguiente siempre cedían, porque los niños y los maridos lo pasaban muy bien y fortalecían su salud al aire libre.
Cuando yo ya era una persona sola me invitaban mis amigos parejas a pasar con ellos esos ratos de descanso, porque un sitio en el coche siempre quedaba libre y podían añadir a una persona compartiendo los gastos en el lugar de destino si había que alquilar algo. La iniciativa solía partir de alguna amiga mía casada, embarazada o con hijos, a la que ya bastante desencantada de todo mi compañía le venía muy bien en vacaciones o salidas de fin de semana. A sus maridos, que habitualmente también eran amigos míos, no les importaba ver a una mujer más moviéndose en su terreno. Al hombre normalmente no le importa y hasta le puede hacer gracia.
Mis amistades sabían muy bien que yo nunca pretendería seducir a un hombre casado, como si un hombre casado dejara de ser para mí un hombre a tener en cuenta. Tampoco me dejaba seducir por ellos y todavía menos si eran maridos de mis amigas. Entre estas y otras razones, y algo sin amor ni deseo, yo fui una compañera muy solicitada en las vacaciones de las parejas. Pero yo misma me acuerdo de aburrirme bastante en estas salidas, fueran cortas o largas.
También he creado algunos problemas para mis amigos en esas vacaciones porque me pretendían los machos del lugar, que siempre se violentaban cuando los machos de otras ciudades pisaban su terreno. Pedían un tributo, una virgen que les acompañara en los bailes del pueblo o discoteca improvisada. Las situaciones algunas veces eran realmente peligrosas y desagradables cuando surgía cualquier chantaje de pelea. Como mis amigas embarazadas, o con maridos y niños, evidentemente no era vírgenes, me pedían a mí como prenda, realmente lo que querían era bailar. Para los machos del lugar era una gran ofensa si una de las mujeres de la ciudad y, evidentemente, de otra educación, rechazaba una invitación a bailar con uno de sus compañeros, que solía ser el macho dominante de la camada.
Normalmente esos comportamientos de los hombres del lugar sucedían en unos sitios de vacaciones de más de moda, ya sea en la montaña o en el mar. En esos sitios pasaban las vacaciones del verano o invierno la gente famosa o de otro extracto social de profesiones libres, elegantes, de buenas maneras, cultos y muy sofisticados en sociedad y sitios de vacaciones.
Es curioso que yo no tenía ningún éxito en los bailes de la universidad en Leningrado, pero en esos sitios, en esas circunstancias, me solicitaban a mí en los bailes de sacrificio.
Yo no conocía esos comportamientos de los hombres del lugar y por dos veces metí la pata negándome a bailar con un hombre desconocido que vino a invitarme a bailar cuando yo, situada en mitad de la mesa, estaba cenando con un grupo de amigos en un restaurante. Era un sitio de esquiar o pasear por la nieve, en Zakopane, el sitio más emblemático de los montes Tatras de Polonia. La música tocaba durante toda la cena y la gente bailaba no necesariamente después del postre. Estábamos cenando y se acerca un hombre joven, porque todos era jóvenes, y me invita a bailar. Le agradezco la invitación y le digo que yo no bailo. El joven, con su aspecto y comportamiento, más se asemeja a los hombres que están con nosotros en la mesa que a los del lugar, pero un grupo de hombres del lugar le están observando desde la entrada del restaurante. Cuando le rechazo él se acerca al grupo y todos empiezan a hablar entre sí señalando nuestra mesa. Uno de los amigos que conoce las costumbres y sitios del lugar nos anuncia que tenemos un problema, que ya no se puede negar un baile a ese hombre y que no se me ocurra volver a negarme si él hace el favor de invitarme a bailar otra vez, que tenemos un problema gordo y muy desagradable y no se sabe cómo puede terminar todo… Este amigo toma el papel de negociador y con un camarero va a negociar con el grupo del lugar. Hablan con ellos, el amigo vuelve y dice que tengo que bailar con cualquiera de ellos que me invite. Hay más mujeres en la mesa pero los hombres del lugar solo piensan en bailar conmigo. Yo acabo bailando con varios de los bailarines del lugar, ni sumisa ni coqueta, neutra, y la tensión en nuestra mesa se relaja y los hombres se tranquilizan.
Acabo bailando hasta el final de la cena con el primero rechazado. Es un joven muy amable y muy educado, casi se disculpa por haberme creado ese problema. Me cuenta que él es oriundo de ese lugar pero que ahora vive fuera, que él me vio por el pueblo y buscaba una oportunidad de conocerme, que él se va al día siguiente pero que mis acompañantes se queden tranquilos porque él ya arregló todo para que nadie nos moleste hasta el final de nuestra estancia. Al salir del restaurante, ya en la calle, pasamos todos entre dos filas de los hombres del lugar, nuestro negociador estrechó la mano a cada uno agradeciéndoles su comportamiento caballeresco, o sea, que no nos rajaron.
Pero como nunca hay un final de nada. Un día estando en la misma zona esperando el autobús para ir a otro pueblo también de veraneo con otra pareja de amigos, veo a ese joven que me invitó a bailar hacía ya dos años. Miro en otra dirección porque al verle ahí en una estación de autobuses casi vacía me produce una sensación de revivir aquella situación de peligro, pero él me reconoce y se acerca para saludarme. Es como entonces, muy elegante, muy bien educado, un joven polaco de una buena familia. Me pregunta adónde voy y por qué estoy allí, pero yo no me siento relajada y no le digo a dónde voy, le digo que estoy esperando a unos amigos para volver juntos a Varsovia. No le encontré nunca más, y esta historia tiene su final.
Pero una aventura parecida me tocó vivir en la costa del Báltico. Éramos un grupo de amigos veraneando en la playa. Por las noches salíamos a bailar a una discoteca improvisada y ya de entrada uno de nuestros hombres nos advirtió de que si nos invitaban a bailar los hombres del lugar que no se me ocurriera negarme, que yo ya había creado problemas de ese tipo. Así que bailé toda la noche con un pescador joven y fuerte pero la conversación no era su fuerte. Me tuvo que rescatar mi amiga Jalinka que era lista y graciosa. Me vino a decir que no puedo solo yo tener atrapado a ese hombre, que hay otras mujeres que también quieren bailar con él, y se puso ella a bailar con él, pero como ella era polaca sabía manejar las situaciones mucho mejor que yo. A este joven le explicó que somos unas mujeres casadas y que sólo podemos divertirnos algo pero no bailar con el mismo hombre toda la noche, además un desconocido, y que ya teníamos que volver a casa porque era muy tarde para que las mujeres casadas estuvieran en una discoteca. Funcionó. Los pescadores ya no querían bailar con nosotras.
En Varsovia yo estaba rodeada que gente que estudiaba carreras superiores y las ejercían, gente que hacía cosas que es lo que me atrae, la gente que se dedica a algo, que hace algo y puede ofrecer algo al mundo exterior.
“Y también los bailes, porque por lo que parece estabais siempre bailando y de vacaciones”.
De vacaciones salíamos fuera de la ciudad en cuanto podíamos, en cuanto teníamos algunos días libres. El baile era una de las pocas diversiones que teníamos pero no te creas que a mí me gustaba mucho bailar, solo que era lo que había. También conversábamos mucho, eso me gustaba más que bailar. Tenía la oportunidad de disfrutar de la compañía de esta gente que también sabía ver y apreciar mis contenidos. Ahora pocas veces doy una réplica en una conversación porque enseguida pongo en evidencia al conversador que sus conocimientos sobre el tema del que hablamos no representan un nivel suficiente para que me pueda aportar algo nuevo, o su nivel intelectual no es el que yo busco. Mi mundo ahora es solitario y muy provinciano.
“Sí, te entiendo. Cuando uno tiene un entorno mediocre y no tiene la posibilidad de rodearse de personas o de cosas de cierto calado, de cierto interés, y los actos a los que puede asistir son de tercera categoría, acaba perdiendo el sentido de la calidad y acaba exaltando la mediocridad por la falta de relatividad. A ti te entusiasma Madrid por la cantidad de oferta cultural que tienes a la mano y lo has disfrutado mucho. Es una pena que ya no vayas. También en León has disfrutado en el Musac o en el Auditorio cuando no nos perdíamos ningún acto interesante. No sé porque hemos ido dejando de estar al tanto de las actuaciones en esos sitios. La verdad es que nos empezó a dar pereza el tener que ir y volver en invierno de noche a León para una actuación, quizás sea la edad”.
Sí, Mercedes, a mí me va costando más moverme. Es la edad y es la enfermedad degenerativa de mis músculos. Dentro de poco tendré que comer con una pajita porque no me funcionarán los músculos de la garganta para tragar.
“No me asustes. Espero que no lleguemos a esa situación”. No Mercedes, no te asusto, eso es lo que hay.
O tempora o mores