El amante de Felicidad Blanc / 6
![[Img #67697]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2024/6699_1_dsc6039-copia.jpg)
En 1961 Souvirón publica El solitario y la Tierra en las ediciones de Papeles de Son Armadans, la revista y editorial que dirigía en Palma de Mallorca Camilo José Cela. Es un libro muy irregular, como todos los suyos. Uno de los poemas, “Costumbre de la muerte”, va dedicado “A Felicidad Blanc de Panero”: “Todo se transfigura en el silencio. / Dentro de mí, como una dulce ausencia, / brota una fuente de serenas aguas / que me van inundando lentamente.” Se trata de una personal reflexión sobre la vieja dama, que se convierte en fatalmente premonitoria de lo que sucedería un año más tarde: la muerte de Leopoldo Panero.
Pero entonces Felicidad no era solo la mujer de su gran amigo, sino también lectora y escritora de gusto exquisito. En su magnífica edición de los cuentos de Blanc (La ventana sobre el jardín), Sergio Fernández reproduce una carta de Souvirón fechada en noviembre de 1956. En ella elogia dos relatos de Felicidad, que le recuerdan –dice– “a dos maestros en el género”: Maupassant y Katherine Mansfield, esta segunda, “por el toque inconfundiblemente femenino, por algo que los hombres nunca podremos tener en nuestras obras, una visión a la vez triste y compasiva de la vida, exclusiva de vosotras”.
Más que complacida hubo de sentirse Felicidad al verse en la buena compañía de Mansfield, cuyos escritos empezaron a conocerse en España en los años 30, gracias a las traducciones de algunas de sus cartas por Carmen Conde. Luego, en 1940 se tradujo su Diario, y Leopoldo Panero lo reseñó por extenso en la revista Escorial. El artículo llevaba el título de “Entre lo vivo y lo soñado”, pues que entre esas dos realidades osciló la existencia de la escritora neozelandesa: un buen dilema para resumir también la biografía de Felicidad Blanc, demediada entre sus vivencias no siempre agradables y los sueños, el mejor territorio para dejar volar la imaginación.
En los sueños de Felicidad tuvo la poesía un lugar relevante, como no podía ser de otro modo. Era esposa de un poeta, que para seducirla se había valido de sus versos. En Espejo de sombras alude en varias ocasiones al impacto que en ella causaban los poemas amorosos de Leopoldo: “Hasta mañana, dices, y tu voz / se apaga y se desprende / como la nieve. Lejos, copo a copo, / va cayendo, y se duerme / tu corazón cansado, / donde el mañana está.” Unos versos inspirados podían tener efectos balsámicos respecto de una crisis en pleno noviazgo. Leopoldo zanjó el incidente con una carta a la que adjuntó “Cántico”, un hermoso poema de amor: “Es verdad tu hermosura. Es verdad. ¡Cómo entra / la luz al corazón! ¡Cómo aspira tu aroma / de tierra en primavera el alma que te encuentra! / Es verdad. Tu piel tiene penumbra de paloma”.
Entre los poetas amigos, Luis Rosales, más tarde tan denostado por ella, escribió un poema en prosa, “Retrato de Felicidad Panero”, para consolarla de la muerte, al poco de nacer, de su hijo Leopoldo Quirino: “Tú eres una criatura clara. Para apoyarse en ti basta mirar tus ojos. Para encontrar descanso, no, para encontrar cansancio. Es como si leyeras una herida y apretaras el dolor hacia adentro. Basta mirar tus ojos para sentir dolor. Y el dolor es un largo viaje desde el cual no se puede regresar. […] Cuando Leopoldo te conoció tenías los ojos transitables. Podían ser grises, plateados o sucesivos. […] Podían estar igual que escritos, igual que azules, igual que alegres mientras no se les despertara. Ahora los tienes tú, los tienes tuyos definitivamente, bajo una luz hablando, bajo otra luz barridos. Ya han visto lo que no pueden olvidar. Y los ojos, cuando no olvidan, ciegan, igual que tú has cegado de la noche anterior, igual que tú has cegado de tu hijo”.
Souvirón conocía bien la sensibilidad poética de Felicidad. A falta de la declaración que ni por pienso estaba dispuesto a hacer, la poesía podía expresar la verdad de sus sentimientos, bien que de forma velada. Para colmo las oportunidades de estar con ella se iban complicando por culpa de Leopoldo María, metido ya de lleno en la espiral de su esquizofrenia galopante. En junio de 1969 la madre se traslada a Barcelona para atenderlo. El poeta ha de conformarse con alguna que otra llamada telefónica, y esta circunstancia le sugiere el poema “Me falta en el teléfono tu presencia”: “Por teléfono, el vago / contorno recordado se diluye en el aire / de la distancia. […] / Cuando cuelgo, la palabra / no llegada a decir se prende en mi garganta / y me ahoga. Y por más que imagine tu cuarto, / tu postura de brazos, tu cabeza inclinada / hacia el auricular, tu aliento en el micrófono, / nada de eso me basta. Hay una luz ausente / que está en tu derredor y no el mío. / Llego a alargar el brazo que quisiera alcanzarte, / pasar la mano por la silla que descansas, / y solo encuentro el aire: no te encuentro. / La voz sola me deja un cariño frustrado: / es menos voz, pues no te veo la boca. / Me falta la mitad de mi vida. Prefiero / que no me hables tanto por teléfono”.
Casi pudiera tenerse por un poema de la experiencia avant la lettre, esa corriente tan exitosa –y tan cursi, habría que añadir– de unos años a esta parte. A través del teléfono la amada queda reducida a una voz sin boca, y a aire, solo aire, pero los sentimientos por ella no decaen, aunque al punto Souvirón los relativice: “No lo veo como una pasión, ni por su parte ni por la mía, y sin embargo nos hallamos tan bien uno en otro".
(Continuará.)
![[Img #67697]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2024/6699_1_dsc6039-copia.jpg)
En 1961 Souvirón publica El solitario y la Tierra en las ediciones de Papeles de Son Armadans, la revista y editorial que dirigía en Palma de Mallorca Camilo José Cela. Es un libro muy irregular, como todos los suyos. Uno de los poemas, “Costumbre de la muerte”, va dedicado “A Felicidad Blanc de Panero”: “Todo se transfigura en el silencio. / Dentro de mí, como una dulce ausencia, / brota una fuente de serenas aguas / que me van inundando lentamente.” Se trata de una personal reflexión sobre la vieja dama, que se convierte en fatalmente premonitoria de lo que sucedería un año más tarde: la muerte de Leopoldo Panero.
Pero entonces Felicidad no era solo la mujer de su gran amigo, sino también lectora y escritora de gusto exquisito. En su magnífica edición de los cuentos de Blanc (La ventana sobre el jardín), Sergio Fernández reproduce una carta de Souvirón fechada en noviembre de 1956. En ella elogia dos relatos de Felicidad, que le recuerdan –dice– “a dos maestros en el género”: Maupassant y Katherine Mansfield, esta segunda, “por el toque inconfundiblemente femenino, por algo que los hombres nunca podremos tener en nuestras obras, una visión a la vez triste y compasiva de la vida, exclusiva de vosotras”.
Más que complacida hubo de sentirse Felicidad al verse en la buena compañía de Mansfield, cuyos escritos empezaron a conocerse en España en los años 30, gracias a las traducciones de algunas de sus cartas por Carmen Conde. Luego, en 1940 se tradujo su Diario, y Leopoldo Panero lo reseñó por extenso en la revista Escorial. El artículo llevaba el título de “Entre lo vivo y lo soñado”, pues que entre esas dos realidades osciló la existencia de la escritora neozelandesa: un buen dilema para resumir también la biografía de Felicidad Blanc, demediada entre sus vivencias no siempre agradables y los sueños, el mejor territorio para dejar volar la imaginación.
En los sueños de Felicidad tuvo la poesía un lugar relevante, como no podía ser de otro modo. Era esposa de un poeta, que para seducirla se había valido de sus versos. En Espejo de sombras alude en varias ocasiones al impacto que en ella causaban los poemas amorosos de Leopoldo: “Hasta mañana, dices, y tu voz / se apaga y se desprende / como la nieve. Lejos, copo a copo, / va cayendo, y se duerme / tu corazón cansado, / donde el mañana está.” Unos versos inspirados podían tener efectos balsámicos respecto de una crisis en pleno noviazgo. Leopoldo zanjó el incidente con una carta a la que adjuntó “Cántico”, un hermoso poema de amor: “Es verdad tu hermosura. Es verdad. ¡Cómo entra / la luz al corazón! ¡Cómo aspira tu aroma / de tierra en primavera el alma que te encuentra! / Es verdad. Tu piel tiene penumbra de paloma”.
Entre los poetas amigos, Luis Rosales, más tarde tan denostado por ella, escribió un poema en prosa, “Retrato de Felicidad Panero”, para consolarla de la muerte, al poco de nacer, de su hijo Leopoldo Quirino: “Tú eres una criatura clara. Para apoyarse en ti basta mirar tus ojos. Para encontrar descanso, no, para encontrar cansancio. Es como si leyeras una herida y apretaras el dolor hacia adentro. Basta mirar tus ojos para sentir dolor. Y el dolor es un largo viaje desde el cual no se puede regresar. […] Cuando Leopoldo te conoció tenías los ojos transitables. Podían ser grises, plateados o sucesivos. […] Podían estar igual que escritos, igual que azules, igual que alegres mientras no se les despertara. Ahora los tienes tú, los tienes tuyos definitivamente, bajo una luz hablando, bajo otra luz barridos. Ya han visto lo que no pueden olvidar. Y los ojos, cuando no olvidan, ciegan, igual que tú has cegado de la noche anterior, igual que tú has cegado de tu hijo”.
Souvirón conocía bien la sensibilidad poética de Felicidad. A falta de la declaración que ni por pienso estaba dispuesto a hacer, la poesía podía expresar la verdad de sus sentimientos, bien que de forma velada. Para colmo las oportunidades de estar con ella se iban complicando por culpa de Leopoldo María, metido ya de lleno en la espiral de su esquizofrenia galopante. En junio de 1969 la madre se traslada a Barcelona para atenderlo. El poeta ha de conformarse con alguna que otra llamada telefónica, y esta circunstancia le sugiere el poema “Me falta en el teléfono tu presencia”: “Por teléfono, el vago / contorno recordado se diluye en el aire / de la distancia. […] / Cuando cuelgo, la palabra / no llegada a decir se prende en mi garganta / y me ahoga. Y por más que imagine tu cuarto, / tu postura de brazos, tu cabeza inclinada / hacia el auricular, tu aliento en el micrófono, / nada de eso me basta. Hay una luz ausente / que está en tu derredor y no el mío. / Llego a alargar el brazo que quisiera alcanzarte, / pasar la mano por la silla que descansas, / y solo encuentro el aire: no te encuentro. / La voz sola me deja un cariño frustrado: / es menos voz, pues no te veo la boca. / Me falta la mitad de mi vida. Prefiero / que no me hables tanto por teléfono”.
Casi pudiera tenerse por un poema de la experiencia avant la lettre, esa corriente tan exitosa –y tan cursi, habría que añadir– de unos años a esta parte. A través del teléfono la amada queda reducida a una voz sin boca, y a aire, solo aire, pero los sentimientos por ella no decaen, aunque al punto Souvirón los relativice: “No lo veo como una pasión, ni por su parte ni por la mía, y sin embargo nos hallamos tan bien uno en otro".
(Continuará.)






