Javier Huerta
Sábado, 02 de Marzo de 2024

El amante de Felicidad Blanc / 7

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Ni la poesía ni el teléfono pueden compensar la ausencia de la amada. Pero Felicidad está volcada en la salvación de su hijo. Es en esto una madre ejemplar, como tantas otras madres que padecieron la enfermedad, el desvarío, las adicciones de sus hijos, incluso la violencia… Una de esas madres, la escritora Elena Soriano, publicó en los años 80 un libro extraordinario que, como casi todos los libros hondos, pasó casi desapercibido entre tanta literatura frívola y de consumo. En Testimonio materno, la autora refiere el calvario que hubo de pasar, de clínica en clínica, de psiquiatra en psiquiatra, intentando curar –en vano– a su hijo, cuya vida se truncó fatalmente. Es, en efecto, un calvario parecido al de Felicidad Blanc, con la sola diferencia de que ella no vio morir a su hijo.

           

Poco a poco iba comprendiendo José María Souvirón que la tragedia del hijo era, en realidad, la tragedia de la madre, es decir, de su amada, y el indirectamente sacrificado él, como aspirante a obtener su favor. La poesía de Souvirón es fría, casi cerebral; como lo son también las apuntaciones que nos deja en el diario, invocando la inteligencia por encima de la pasión: “Lo que tengo que poner en trance de acción es la inteligencia… Que la inteligencia me haga ver claro… Por supuesto que una inteligencia alumbrada por el amor, pero por el amor que es capaz de someterse a la inteligencia, y no por otro tipo de ‘amor’ –tan fácil de transformarse en dominador ciego– que solo me condujera al error, y al error más temible para mí por lo que pudiese significar de anulación de los más ‘altos’ motivos de mi vida”. ¿Son quizá esos “altos motivos” de carácter religioso? El hermetismo de nuestro diarista no permite afirmarlo ni negarlo.

           

Llega el mes de julio y Souvirón escapa a su Málaga, la ciudad del paraíso, que dijera Aleixandre. Allí coincide con otros poetas veraneantes: Alfonso Canales, José Antonio Muñoz Rojas y Jorge Guillén. Sobre el hacer de este último tiene fundado criterio, que uno, modestamente, comparte: el poeta grande fue el de Cántico; el posterior derivó en caricatura de sí mismo. A Málaga le llegan las cartas de Felicidad, con sus inquietudes, sus lamentaciones… “Le escribo largamente, tratando de ayudarla. Me gustaría estar cerca de ella. ¿Serviría de algo, en esos aspectos, mi ayuda, mi consejo? Extraña mezcla de alegría –al recibir su recuerdo– y de pena –al saberla afligida–. Pero, repito, sabe llevar la aflicción con una dignidad que parece superar los conflictos, y de su carta emana esa juvenil alegría que nunca –o casi nunca– se aleja de ella.”

           

Y, a mediados de septiembre, regreso a la villa y corte, vuelta a Felicidad, aunque ahora con propósito de enmienda, pues cada vez se siente más desligado, menos comprometido… “He tenido alguna nostalgia, nos hemos escrito, pero advierto que he regresado con una convicción: sería impertinente e impropio, aun en el caso de una posible libertad mía, pretender transformar lo que hay en algo distinto o en algo más de lo que hay. En todos sentidos –empezando por la claridad de mi alma– creo que no me corresponde avanzar, y acaso ni continuar en la tesitura en que quedamos al separarnos”.

 

Pese a las barreras morales o religiosas que el amante se impone, es difícil embridar las pasiones, por menudas que estas sean. Felicidad le llama por teléfono con cierta frecuencia y con ganas de verlo, pero Souvirón ha hecho ya para entonces un curso intensivo de estoicismo. Espera irracionalmente que sea ella quien tome la iniciativa y le pida una cita. Entre tanto, él, en nombre de su “independencia” y su “paz interior”, se mantiene impasible ma non troppo: “De todas maneras, la situación me resulta rara, aunque no me extraña en mí. Hace poco leí, no sé en qué buen libro, que ‘hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella’”. Curioso, la memoria de Souvirón —lo hemos visto otras veces— funciona infalible a la hora de citar el pecado, pero falla a la hora de recordar al pecador, que en esta ocasión es Jorge Luis Borges, y su relato “Los teólogos”, incluido en esa colección de prodigios que es El Aleph.

           

Así es que van pasando los meses y no ha lugar al reencuentro. Por fin—que no falte el toque british en pareja tan cosmopolita quedan a tomar té. El diarista la encuentra “muy mona” (gracioso el adjetivo, hoy desusado pero entonces muy de moda, no hay más que leer las comedias de Mihura), pero a la vez “algo desmejorada”. “Su preocupación por su hijo está viva y dolorosa en ella. De este tema hemos conversado poco rato. Luego nos hemos distraído —yo la he distraído del asunto— con cosas amenas e inteligentes (por ambas partes). Al cabo de un par de horas, le dije que tenía una cita con un poeta chileno en el Casino. No había ni tal cita ni tal poeta, pero preferí que se fuese sola en el taxi. No sé si le ha extrañado, ya que solía siempre acompañarla a su casa. Anduve después un rato por Recoletos y la Cibeles. Tarde admirable, abierta y fresca, sin una nube. Creo que he hecho lo mejor. Aun lamentando que “lo mejor” tenga que ser esto”.

           

Las anotaciones siguientes siguen dando todo el poder a la cabeza y ninguno al corazón. “Ya carezco de capacidad de pasión… Me causa cierta sorpresa haber logrado este apartamiento, esta lejanía… Algún dolor me produce a ratos mantener esa decisión, contra la que se revela a veces una parte de mi ánimo. ¡Es tan grato sentirse acompañado!”.  De inmediato proyecta sobre la amada su propio sentir, como si a pesar de tanta palabrería, y contraviniendo su impostado senequismo, no quisiera resignarse. “Quizá he notado, la última vez que nos vimos hace unos pocos días, que ella esperaba una palabra que no llegué a decir, y que tal vez hubiera bastado para reanudar lo que había, lo que hubo. Pero no ha sido pronunciada esa palabra, aunque pudo estar en varios momentos a flor de labios”.

 

(Continuará.)

 

 

 

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