Javier Huerta
Viernes, 08 de Marzo de 2024

El amante de Felicidad Blanc / 8

 

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Finales de 1968, annus memorabilis en tantos órdenes (o, si se quiere, desórdenes, verbigracia el mayo parisino); entre ellos el literario, con la aparición de Cien años de soledad. José María Souvirón, que podría haber hecho carrera como crítico literario —tiene buen gusto y escribe bien—, lo tiene clarísimo: “es quizá la novela más original y poderosa que he leído en varios años”. Aprovecha para reconocer la superioridad de la literatura hispanoamericana con relación a la española: “Los nuevos novelistas de Iberoamérica se la ganan a los ídem españoles, ahora no me cabe duda. Este García Márquez es probablemente el más interesante de todos. Sin las pamplinas (a ratos excelentes) de Cortázar; mejor escritor que Sábato; sin las intenciones esotéricas de Carpentier, pero verdaderamente impregnado de misterio. Burlón (de la progenie de Cervantes, burlón serio), trágico, poético, con un agarre narrativo que no depende del suspense, sino del tono, de la consistencia del cuento”. Con ciertos matices no puedo estar más de acuerdo con nuestro cronista; especialmente en el juicio comparativo entre los narradores del otro lado del charco —tan imprevisibles, tan sorprendentes— y los españoles de la posguerra, los del realismo de la berza, con sus mundos cerrados, con sus miserias… Cuántas novelas insulsas, de una pobreza vergonzante de estilo (salvo Cela, Delibes, Cunqueiro…), aborrecidas incluso por sus propios autores (verbigracia El Jarama), nonadas al lado de El señor presidente, El siglo de las luces, Conversación en la catedral, Rayuela, Pedro Páramo… No es extraño que, al poco, Ricardo Gullón saludara también con todos los honores la genial invención del escritor colombiano en su ensayo García Márquez o el olvidado arte de contar.

           

Pero no es la faceta lectora y crítica de Souvirón la que nos interesa en este serial, que ya se está alargando más de la cuenta, sino su faceta de amante por horas o por semanas, de “pobre Tenorio decadente”, como se califica a sí mismo en una ocasión. Poco a poco va sacando a flote los verdaderos sentimientos que le impiden dar el paso definitivo, y que no son baladíes: “En ciertas épocas he estado compartido, más aún, despedazado, descuartizado, entre el amor a las mujeres (a la mujer) y el amor a Cristo. No me es posible dividir de ese modo mi vida. ¿Y a quién preferir? Porque tengo que preferir; porque yo no soy —a pesar de mis apariencias— uno de esos sentimentales y epidérmicos en el amor, sino de los profundos, totales y decididos”. Por su Diario sabemos de la religiosidad de Souvirón, católico de misa diaria, aunque nada puritano en sus costumbres, lector de Guardini, Teilhard de Chardin, entre otros. Y de buen corazón, como lo demuestra una anécdota simpática. Un día, junto a otros poetas —Rafael Morales, Leopoldo de Luis— debe presentar un libro de Vicente Gaos en el Ateneo, pero el acto se suspende por una indisposición del autor. Cabreo general, por las molestias y el tiempo perdido, pero el secretario de la institución les paga a cada uno de los que iban a intervenir las mil pesetas comprometidas. Alguno de los que iba a intervenir se niega con la boca chica a cobrar no habiendo actuado. Souvirón, en cambio,se mete el billete en la cartera para, al llegar a su residencia en la Ciudad Universitaria, dárselo a un mendigo conocido.

 

Tiene mucho de proceso ascético, de renuncia este amor imposible. Jueves, 12 de diciembre: “Hoy tengo ganas de llamar a Felicidad, y salir a cenar con ella y pasar un rato juntos. Cuando voy a llamarla, pienso: ¿para qué? En este para qué hay muchas facetas y colores, un espectro que, al moverse, me seduce y me retira. Cada color tiene su poder; unos, de atracción; otros, de prevención. Efectivamente, ¿para qué? Y me quedo sin llamarla. Se me ocurre que debe resultarle raro este silencio mío. Más raro me resulta a mí”.

 

Souvirón ha cumplido sesenta y cuatro años, pero con este tipo de meditaciones se nos antoja un adolescente en flor, sumido en contradicciones insalvables, dudoso de todo lo dudable, hasta de sí mismo: “¡Qué malo debe ser este diario! Me digo yo. Creo que no puede ser interesante el diario de una ‘buena persona’, con perdón. No soy Cellini, ni Gide, ni Léautaud. Tampoco tengo la grandeza de algunos hombres honrados, acaso santos, que describieron su vida. Debo ser aburridísimo. Curioso: yo, que no me aburro nunca. Nunca”. Y así concluye 1968, el año en que el hombre llegó a la luna.

           

El diarista afronta el 69 desde la ataraxia, como decían los escritores en el fin de siècle, Azorín, por ejemplo, en esa novela tan plomiza que es La voluntad. Cada vez es más raro encontrarse a Felicidad en las páginas del diario. Por fin, un día de abril, tras una conferencia en Cultura Hispánica sobre poesía vanguardista: “A la salida me espera Felicidad, a la que no veía hace bastante tiempo. Nos tomamos una ginebra en el bar del Instituto. (No hay multiatención por su parte.) Me siento, a su lado, contento y —ahora— tranquilísimo. Ya he comentado lo suficiente este asunto”. Por mi parte, no acabo de entender lo de la falta de multiatención en Felicidad, a saber…

 

Pese a la ginebra ocasional, Souvirón es persona en todo comedida. Ha vivido muy de cerca el drama del alcoholismo: en su amigo Leopoldo Panero, que dos años antes de su muerte logró dejar la bebida y fue otro; en su también amigo, el poeta colombiano Eduardo Carranza, al que acaban de abandonar su mujer y sus hijos hijos; y lo que es peor, en su propia mujer, de la que lleva separado muchos años.

 

En abril del 69 aparece el que será último poemario de nuestro escritor: El desalojado. Envía ejemplares a varios amigos, pero solo le contesta Felicidad, que lo ha leído a conciencia. “Con cuánta sensibilidad e inteligencia ha leído —en esta primera y generalmente insuficiente lectura— y ha visto lo que —al menos a mi ver— significa este libro en mi obra, dentro de mi poesía. Y cómo ha calado en lo que representan estos poemas y con qué ‘destino’ los he publicado; mejor, los hice. Me ha definido una situación de mi ánimo, una actitud de mi vida poética —de mi vida— que tal vez yo no había sabido definir, pero que al oírla comprendo que es así. No cabe duda de que esta mujer tiene un talento encantador. ¿Talento-encantador?, me preguntaría alguno, creyendo que no son términos relacionables. Rara vez lo son, como en este caso.”

           

Se comprende la alegría de Souvirón, pues no hay cosa que más satisfaga a un escritor que enviar un libro a un buen amigo y recibir de él, al poco tiempo, una pequeña reacción, unas pocas palabras que no sean de cumplido. Y ello es así porque lo normal es lo contrario: el silencio, la indiferencia, un libro más, ¿para qué abrirlo? La lectura, sí, como un acto de amor. A estas alturas de la película podemos decir ya que Felicidad no está enamorada de José María, pero a su manera lo quiere —lo ha leído— y necesita su compañía.

 

(Continuará.)

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