Ángel Alonso Carracedo
Viernes, 08 de Marzo de 2024

Un Pacto necesario

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España dejó hace veinte años de ser país de pactos. Un acuerdo entre Gobierno y grupos de la oposición lleva el apellido de Estado, de obligada percepción para la colectividad. Me acoplo a quien sostiene que la política de entendimiento saltó por los aires el 11 de marzo de 2004, fecha del mayor atentado terrorista que sufrió este país. Para más inri, a cuatro días de una jornada de elecciones generales. La gestión informativa por el Ejecutivo de turno de aquel suceso dio un viraje a las encuestas que adelantaban la renovación del Gobierno por parte del PP con distinto candidato. La decisión del electorado se inclinó por el perdedor a priori, quizá como castigo a lo antedicho sobre los entresijos de aquella masacre de 193 muertos.

 

Desde entonces, y salvo en asuntos puntuales de terrorismo e independentismo, la voluntad de coincidir entre los dos partidos de gobierno, PSOE y PP, ha sido nula, incluso con el mensaje subliminal de rendición vergonzosa y cobarde, si se concretaba un talante de entendimiento. Servicios básicos como sanidad y educación reclaman  compromisos de Estado que aseguren el futuro del bienestar y la formación, para asentarnos como país justo y moderno. A nuestra Constitución, le va haciendo falta un lavado de cara que la rejuvenezca de tiempos y costumbres anclados en el pretérito. La Ley electoral vigente es un vuelco a la lógica del principio básico de la democracia: un hombre, un voto. Los verdaderos criterios de representatividad están plagados de agravios territoriales. Y, finalmente, el modelo de Estado. Seguimos sin poder responder a la pregunta ¿Qué es España? Y mientras no tenga respuesta consensuada, el país será más proclive a las sinrazones que a la razón; al patrioterismo que al patriotismo.

 

Esta es la obra pendiente todavía en un país que abrazó la democracia por consenso, va a hacer pronto medio siglo. Tiempo suficiente para desterrar la visceralidad en que se ha sumido a causa de estrategias de confrontación que conminan a votar más por rencor que por ilusión. Este revuelto río emocional es el ideal de los pescadores de la inquietante suposición de cuanto peor, mejor.

 

Cada cierto tiempo irrumpe en nuestros modos de vida una lacra adosada al código genético español. Literariamente se bautiza como picaresca, género novelesco de nuestra invención. La sociopolítica le dedica un término peor en lo sonante y en el significante: corrupción. Ha llegado a tal extremo de mimetización en la convivencia que adquiere el carácter de hábito, cuando no, de admiración. En la corrupción somos, según decía Rafael Sánchez Ferlosio, como las ventosidades. Pasan desapercibidas, y hasta se aprecian como fragancia si son propias; escandalizan cuando son ajenas.

 

No ha habido gobierno democrático que no haya arrastrado corrupciones en mayor o menor grado de dinero y abuso. Los ha habido que han metido mano en la caja y quienes, con pretendida impunidad, se han llevado la caja al completo. Esta perversión desata como ninguna las pasiones de la gente, y desde la bancada política se considera que es el mejor atajo para la toma del poder, el balcón desde donde se divisan todas las formas posibles de corruptela para el bolsillo propio. Un perfecto quítate tú para que me ponga yo, que en esto de las gabelas, parece ser preceptivo repartir por turnos.

 

Aquí se han acumulado un montón de carros de mierda para arrojarse mutuamente. Lo hipócrita es que se ejercita con una única conjugación en presente. Moraliza quien tiene que callar. Si se verbaliza en pasado arrasan la enseñanza evangélica del que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Hay una lapidación en ambas direcciones por parte de transgresores de la más básica de las éticas: no exigir a los otros lo que tú no puedes ofrecer. En este caso, algo tan elevado como la coherencia con lo que se predica en sus versiones de ser y parecer.

 

PSOE y PP, PP y PSOE están inhabilitados desde hace mucho tiempo para moralizar sobre esta cuestión con lo que arrastran en sucesivas etapas de Gobierno. Basta que a uno se le pille con el carrito del helado, para que el otro se invista de una honradez hueca que, a todas luces, le sienta como a un Cristo dos pistolas. Y detrás de sus descalificaciones, el rebaño de acólitos mediáticos y ciudadanos ejerciendo de jueces sumarios del populacho. A tomar por saco la presunción de inocencia.

 

Un estado de derecho, o sea una democracia, tiene ese principio como vínculo inalienable de legitimidad institucional. Detectada la corrupción, a las primeras de cambio, las cúpulas de los partidos cogen la batuta del linchamiento del inocente, que lo es, hasta que se demuestre lo contrario. Y demostrado, todo el peso de la ley contra él, ellos y el aparato de partido que ha estado en la inopia.

 

Un proceder digno y garantista es  dejar el procedimiento en manos del poder judicial. Es el único legitimado para seguir la causa con sus herramientas coercitivas y de derecho. A él compete establecer la relación de implicados. La vocinglería política no puede estar solo a expensas de olfatear la podredumbre, coger la escalera para encaramarse al poder y que siga la rueda de las picardías. Muchos ciudadanos deseamos percibir que la clase dirigente toma buena nota de las preocupaciones de la calle y no de su atención obsesiva a las ambiciones corporativistas.

 

Los partidos políticos están obligados a un pacto en la extensión del Estado, que trate los casos de corrupción con la terapia de la mesura y la equidad cara a la ciudadanía. Con el rastro que han dejado y van dejando, de verdad ¿puede uno sentirse superior al otro en honestidad? Tienen que ser los más beligerantes contra la corrupción proceda de donde proceda, porque el rastro que deja esta porquería no termina afectando únicamente a los adversarios. Salpica a todo el sistema democrático.

                                                                                                             

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