Me reconcilia con la vida
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Mientras el invierno fluye y las horas de luz van ganando la batalla a las sombras, me reconcilia con la vida pasear agarrada del brazo de mi madre camino de la estación donde se yergue el viejo silo en cuyo tejado cloquean, como en un sueño, las cuatro cigüeñas que este año han decidido resistir, quedarse; me reconcilia con la vida tomar café con una amiga en silencio y en silencio escucharnos; me reconcilia con la vida caminar asida a la baranda del puentín resbaladizo que me lleva al bosque o al mar; me reconcilia con la vida leer antes de dormirme un capítulo de “Un cambio de verdad”, esa vuelta a un mundo de pastores que guardan en el fondo del morral una piedra con que afilar la navaja y tienen como techo las estrellas; me reconcilia con la vida escribir, pico pala, pico pala, sin prisa, sin pausa; me reconcilia con la vida ver retoñar un año más los ciruelos en flor en la Hacienda de Pavones; me reconcilia con la vida volver a la ciudad el domingo y al colocar en la nevera los huevos que me ha dado mi hermana, caer en la cuenta de su enorme responsabilidad con la vida, lo que me hace tomar partido de mi propia responsabilidad y cuidado hacia los otros; me reconcilia con la vida, no puedo evitarlo, meterme en la cama con la bolsa de agua en el regazo, dormir siete horas seguidas de un tirón, despertar saciada; me reconcilia con la vida recibir fotos de vetustos troncos plagados de verdín y puestas de sol en el pico de una montaña y mares tranquilos y copas de árboles que rozan -o a mí me lo parece- casi las nubes, pues troncos, puestas de sol, montañas, mares, acuden sin saberlo al rescate de mis miedos y desafectos; me reconcilia con la vida tomar la última cerveza de una tarde de sábado en el Café Diario pegada a la querencia de la estufa, mientras escucho de fondo una música que, aunque no sé de quién es, no admite sucedáneos; me reconcilia con la vida leer el artículo “Cortázar. El espacio entre dos sillas” del escritor Claro García que nos cuenta sus peripecias -ficción o realidad, eso da igual- para entrevistar a Cortázar, mientras yo lo que quiero, es ser como Claro García; me reconcilia con la vida rescatar del olvido la cajita de música azul que me regaló Miguel un catorce de febrero no sé el tiempo y descubrir, mil años después, que fue una concesión de su madre a mi persona: “Tengo yo aquí una cosa, hijo, que compré para mí que puedes darle”; me reconcilia con la vida ver películas lentas donde apenas pasan cosas y lo que pasa es por dentro; me reconcilia con la vida recibir la llamada de Calixto Montaña, uno de los últimos pastores románticos, mientras a doscientos setenta kilómetros de distancia oigo de fondo un sonido celestial de cencerras que me hace dudar si es desde la Vega de Huso desde donde me llama o desde el mismísimo cielo; me reconcilia con la vida intentar aprenderme la carta de mi abuelo, Astorga, 9 octubre, 1936, pues si un día nos queman en la hoguera las letras, que al menos quede la Memoria: “Querida Sotera, hijos: te escribo ésta para pedirte perdón de todo el mal que te haya hecho pues te escribo ésta en señal de despedida”; me reconcilia con la vida recibir un frasquito de vilanos semilla y en la tapa la nota: “Para que una niña grande siga ensimismada”; me reconcilia con la vida rescatar de la basura un artículo de la sección “Maneras de vivir” de Rosa Montero titulado “Otra vez saldrá mejor” que, mediante el ejemplo de un negocio fallido de trufas -cualquier excusa es válida para contar lo que queremos contar-, explica como la vida, esa con la que unas veces me reconcilio y otras no, está llena de altibajos que a menudo se dan a la vez, es decir, uno puede estar triunfando con una faceta y pifiándola en otra; me reconcilia con la vida dar segundas y hasta terceras oportunidades a las cosas: ropa, marcos, calendarios, su reverso, flores secas, hojas muertas, platos rotos, relaciones imposibles, palabras olvidadas, recuerdos que cuando menos lo esperas te asaltan como ladrones de guante añil; me reconcilia con la vida escribir listas de cosas que me reconcilian con la vida, y seguiría escribiendo tontamente, sino fuera, mecachis, porque se me acaba el carrete y hasta la página.
Mientras el invierno fluye y las horas de luz van ganando la batalla a las sombras, me reconcilia con la vida pasear agarrada del brazo de mi madre camino de la estación donde se yergue el viejo silo en cuyo tejado cloquean, como en un sueño, las cuatro cigüeñas que este año han decidido resistir, quedarse; me reconcilia con la vida tomar café con una amiga en silencio y en silencio escucharnos; me reconcilia con la vida caminar asida a la baranda del puentín resbaladizo que me lleva al bosque o al mar; me reconcilia con la vida leer antes de dormirme un capítulo de “Un cambio de verdad”, esa vuelta a un mundo de pastores que guardan en el fondo del morral una piedra con que afilar la navaja y tienen como techo las estrellas; me reconcilia con la vida escribir, pico pala, pico pala, sin prisa, sin pausa; me reconcilia con la vida ver retoñar un año más los ciruelos en flor en la Hacienda de Pavones; me reconcilia con la vida volver a la ciudad el domingo y al colocar en la nevera los huevos que me ha dado mi hermana, caer en la cuenta de su enorme responsabilidad con la vida, lo que me hace tomar partido de mi propia responsabilidad y cuidado hacia los otros; me reconcilia con la vida, no puedo evitarlo, meterme en la cama con la bolsa de agua en el regazo, dormir siete horas seguidas de un tirón, despertar saciada; me reconcilia con la vida recibir fotos de vetustos troncos plagados de verdín y puestas de sol en el pico de una montaña y mares tranquilos y copas de árboles que rozan -o a mí me lo parece- casi las nubes, pues troncos, puestas de sol, montañas, mares, acuden sin saberlo al rescate de mis miedos y desafectos; me reconcilia con la vida tomar la última cerveza de una tarde de sábado en el Café Diario pegada a la querencia de la estufa, mientras escucho de fondo una música que, aunque no sé de quién es, no admite sucedáneos; me reconcilia con la vida leer el artículo “Cortázar. El espacio entre dos sillas” del escritor Claro García que nos cuenta sus peripecias -ficción o realidad, eso da igual- para entrevistar a Cortázar, mientras yo lo que quiero, es ser como Claro García; me reconcilia con la vida rescatar del olvido la cajita de música azul que me regaló Miguel un catorce de febrero no sé el tiempo y descubrir, mil años después, que fue una concesión de su madre a mi persona: “Tengo yo aquí una cosa, hijo, que compré para mí que puedes darle”; me reconcilia con la vida ver películas lentas donde apenas pasan cosas y lo que pasa es por dentro; me reconcilia con la vida recibir la llamada de Calixto Montaña, uno de los últimos pastores románticos, mientras a doscientos setenta kilómetros de distancia oigo de fondo un sonido celestial de cencerras que me hace dudar si es desde la Vega de Huso desde donde me llama o desde el mismísimo cielo; me reconcilia con la vida intentar aprenderme la carta de mi abuelo, Astorga, 9 octubre, 1936, pues si un día nos queman en la hoguera las letras, que al menos quede la Memoria: “Querida Sotera, hijos: te escribo ésta para pedirte perdón de todo el mal que te haya hecho pues te escribo ésta en señal de despedida”; me reconcilia con la vida recibir un frasquito de vilanos semilla y en la tapa la nota: “Para que una niña grande siga ensimismada”; me reconcilia con la vida rescatar de la basura un artículo de la sección “Maneras de vivir” de Rosa Montero titulado “Otra vez saldrá mejor” que, mediante el ejemplo de un negocio fallido de trufas -cualquier excusa es válida para contar lo que queremos contar-, explica como la vida, esa con la que unas veces me reconcilio y otras no, está llena de altibajos que a menudo se dan a la vez, es decir, uno puede estar triunfando con una faceta y pifiándola en otra; me reconcilia con la vida dar segundas y hasta terceras oportunidades a las cosas: ropa, marcos, calendarios, su reverso, flores secas, hojas muertas, platos rotos, relaciones imposibles, palabras olvidadas, recuerdos que cuando menos lo esperas te asaltan como ladrones de guante añil; me reconcilia con la vida escribir listas de cosas que me reconcilian con la vida, y seguiría escribiendo tontamente, sino fuera, mecachis, porque se me acaba el carrete y hasta la página.