Un martinete para el Ecce Homo de Valdeviejas
El Ecce Homo de Valdeviejas salía este sábado a eso de las 9 de la noche de su ermita, ante la espera atenta de dos centenares de personas que se acercaron para ver procesionar al Cristo camino de Astorga. A la salida de la ermita, y tras las bendiciones eclesiásticas, la familia Jiménez cantó un martinete en oferencia al Ecce Homo. La procesión continuó, en esta ocasión por la carretera de Astorga, hasta el cabildo de la Hermandad de Caballeros del Silencio de Nuestro Padre Jesús Nazareno. La figura del Cristo es una de las que más devoción tienen más allá de su pueblo. Por eso los Caballeros del Silencio decidieron incluirla en su procesión, como muestra del compromiso de la Hermandad con los municipios cercanos a Astorga.
Las fotografías están acompañadas de un fragmento de la narración ‘Antes de que cante el gallo’ de Álvaro Mutis.
![[Img #68075]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2024/1178_2-_dsc6739-copia.jpg)
(…)
—Quiere hablarte. El delegado dio permiso. Ya no hay más que hacer con él. Pueden conversar cuanto quieran. Ya vendremos por ti cuando sea hora. Vamos... entra —y salieron haciendo sonar sus botas en el silencio del pasillo.
El viejo comprendió de repente. Un movimiento instintivo de seguir a los guardias, de huir, de no ver aquello que se tambaleaba grotescamente amarrado a un blanco trípode metálico, escupiendo sangre y gimiendo como un niño lastimado, le hizo retroceder hasta la puerta, que en ese momento se cerraba tras él por la acción de un poderoso resorte. Confuso, lleno de vergüenza y sintiendo que un ardiente sentimiento de piedad animal le invadía quemándole la garganta, se acercó hasta sentir contra su rostro la entrecortada respiración que salía por los orificios que, uniendo lo que había sido boca y narices, servían para insuflar un poco de aire a las maceradas carnes de la víctima.
Le miró en silencio y lágrimas de asoladora ternura comenzaron a correr por su curtido rostro de marino, a tiempo que repercutían en él todas las heridas y vejaciones que en el otro palpitaban con propio y especial impulso reflejo.
![[Img #68076]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2024/9317_3-_dsc6743-copia.jpg)
Estaba desnudo, la cara caída hacia adelante, deformada a puñetazos con manopla que le habían borrado todo perfil humano. Un ojo vaciado de la órbita le colgaba en un blancuzco pingajo sanguinolento. El otro se movía sin parar, loco en la órbita despellejada. Habían insistido sobre la fractura, hasta lograr la luxación completa del miembro. El otro brazo tenía horribles quemaduras y de las uñas goteaba un ácido que hacía burbujas en el piso y se extendía en una mancha negruzca. Las piernas, brutalmente abiertas, descubrían, al fondo, la hinchazón monstruosa de los testículos, de cuya piel colgaban multitud de anzuelos de los que usan los pescadores de truchas, unos con plumillas de vivos colores, otros con un delicado insecto de élitros vibrantes, algunos con cucharillas niqueladas que giraban entre vivos destellos y los demás con objetos de formas indeterminadas y vistosas. Un hilo pasaba por los anzuelos uniéndolos a una cuerda que colgaba hasta el suelo. Los pies le temblaban sin descanso y los dedos le habían sido cortados de raíz. La postura del cuerpo, el escorzo del tronco sentado en el banquillo de cirugía, tenía algo de irrisorio espantapájaros que movía a mayor lástima quizá que las heridas. De pronto, una voz salió por entre rosadas burbujas formadas a medida que las palabras se abrían paso torpemente por el agujero en donde antes estaba la boca.
—Quise hablarte, Pedro, sólo a ti, porque sé que tu espíritu es débil pero tu corazón es más grande que el de tus hermanos y tienes ya menos cosas que lo distraigan de su verdadero destino. Tú serás mi seguidor, sobre mi muerte edificarás la palabra eterna y con ella te harás invencible y las fuerzas del mal nada podrán contra ti, ni contra los que sepan escucharte y seguirte. Me han hecho confesar horribles mentiras. Los pobres, los que nada tienen que perder, sabrán que estas patrañas han sido fruto del dolor y de la debilidad de esta carne infeliz. Ellos te oirán y con ellos fundarás mi familia. No podrás esquivar tu misión y ha terminado la paz de tus días y la felicidad de tu oficio. Vete.
El viejo sollozaba, de rodillas ante el cuerpo que hablaba. Con un pañuelo intentó limpiar la informe masa del rostro tan ajeno ya a las palabras que emitiera. Un movimiento de impaciencia sacudió el cuerpo e hizo tambalear la silla a la que estaba amarrado:
![[Img #68077]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2024/3663_4-_dsc6752-copia.jpg)
—Déjame, te digo. Muy pronto tendré que dar cuenta de la misión que se me confiara entre los hombres. No tengas piedad de mí. Ten piedad por ti y llora por los días que te esperan. ¡Vete!
El viejo comenzó a levantarse y retrocedía hacia la puerta sin quitar los ojos del supliciado, cuando dos hombres vestidos de blanco y con guantes de cirugía entraron llevando unos estuches metálicos y unos frascos.
![[Img #68078]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2024/4172_5-_dsc6755-copia.jpg)
—Déjanos solos —le ordenaron—, vamos a arreglarlo para que lo puedan exponer ante el público y no debe quedar huella del trabajo de los guardias. La tarea es dura y sólo contamos con unas pocas horas. Vamos, saliendo... pronto.
Mientras uno le llevaba hasta la puerta, el otro se puso a ordenar sobre una mesa pinzas, cuchillos y otros instrumentos de variadas formas y tamaños.
Quedó solo en el corredor, sin saber hacia dónde dirigirse. Sentía un cansancio que le calaba hasta los huesos y un dolor que le horadaba las entrañas, impidiéndole pensar y hasta moverse. Lloraba, lloraba incansable y silenciosamente, como si una vía allá adentro se hubiera roto y fluyera incontrolable. Alguien, al pasar, le empujó sin verlo. Oyó que le pedían perdón y contestó sin escuchar sus propias palabras. Pasó mucho tiempo. Para él fueron anchos espacios estriados de dolor, de terrible solidaridad con el hombre. Vastos espacios sin tiempo, de los que fue rescatado por la voz de uno de los enfermeros que le alcanzaba algo irreconocible.
—Toma, dijo que era para ti.
![[Img #68074]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2024/9195_1-_dsc6737-copia.jpg)
![[Img #68079]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2024/2026_6-_dsc6757-copia.jpg)
Alargó la mano y sintió el peso de una tela mojada en sangre. Reconoció el pañuelo de seda y lo que habían sido las estilizadas líneas de los campeones de regatas, que semejaban, por obra de la sangre seca, confusos trazos de un lenguaje milenario en una tela trabajada por la acción de los siglos y el olvido de los hombres.
Caminó sonámbulo hasta el patio y allí se recostó en una de las columnas laterales y le dominó el sueño. Al salir de la vigilia, le llegó una frase que después olvidó para siempre y que fue la materia de sus pesadillas de esa noche: “Viejo como los peces con carne de mármol y olor a malva.”
Cuando despertó era de noche. Le habían echado encima una manta de cuartel en la que se envolvió para seguir durmiendo. Miró hacia las estrellas y sin percibir ni entender la oquedad celeste, tornó a hundirse en el sueño. Le despertaron a la mañana siguiente ruidos de botas y armas. Abrió los ojos y vio a un guardia que se enjuagaba los dientes y escupía en los resumideros del patio un líquido blanco con olor a menta. Sintió los miembros entumecidos por el duro lecho de baldosas sobre el que había dormido. Un sargento, que hacía rato le miraba, se acercó y le dijo:
—Oye, anciano, ya dormiste tu borrachera, ahora vete y otra vez no busques más líos con la policía. (…)
![[Img #68080]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2024/6570_7-_dsc6767-copia.jpg)
Las fotografías están acompañadas de un fragmento de la narración ‘Antes de que cante el gallo’ de Álvaro Mutis.
(…)
—Quiere hablarte. El delegado dio permiso. Ya no hay más que hacer con él. Pueden conversar cuanto quieran. Ya vendremos por ti cuando sea hora. Vamos... entra —y salieron haciendo sonar sus botas en el silencio del pasillo.
El viejo comprendió de repente. Un movimiento instintivo de seguir a los guardias, de huir, de no ver aquello que se tambaleaba grotescamente amarrado a un blanco trípode metálico, escupiendo sangre y gimiendo como un niño lastimado, le hizo retroceder hasta la puerta, que en ese momento se cerraba tras él por la acción de un poderoso resorte. Confuso, lleno de vergüenza y sintiendo que un ardiente sentimiento de piedad animal le invadía quemándole la garganta, se acercó hasta sentir contra su rostro la entrecortada respiración que salía por los orificios que, uniendo lo que había sido boca y narices, servían para insuflar un poco de aire a las maceradas carnes de la víctima.
Le miró en silencio y lágrimas de asoladora ternura comenzaron a correr por su curtido rostro de marino, a tiempo que repercutían en él todas las heridas y vejaciones que en el otro palpitaban con propio y especial impulso reflejo.
Estaba desnudo, la cara caída hacia adelante, deformada a puñetazos con manopla que le habían borrado todo perfil humano. Un ojo vaciado de la órbita le colgaba en un blancuzco pingajo sanguinolento. El otro se movía sin parar, loco en la órbita despellejada. Habían insistido sobre la fractura, hasta lograr la luxación completa del miembro. El otro brazo tenía horribles quemaduras y de las uñas goteaba un ácido que hacía burbujas en el piso y se extendía en una mancha negruzca. Las piernas, brutalmente abiertas, descubrían, al fondo, la hinchazón monstruosa de los testículos, de cuya piel colgaban multitud de anzuelos de los que usan los pescadores de truchas, unos con plumillas de vivos colores, otros con un delicado insecto de élitros vibrantes, algunos con cucharillas niqueladas que giraban entre vivos destellos y los demás con objetos de formas indeterminadas y vistosas. Un hilo pasaba por los anzuelos uniéndolos a una cuerda que colgaba hasta el suelo. Los pies le temblaban sin descanso y los dedos le habían sido cortados de raíz. La postura del cuerpo, el escorzo del tronco sentado en el banquillo de cirugía, tenía algo de irrisorio espantapájaros que movía a mayor lástima quizá que las heridas. De pronto, una voz salió por entre rosadas burbujas formadas a medida que las palabras se abrían paso torpemente por el agujero en donde antes estaba la boca.
—Quise hablarte, Pedro, sólo a ti, porque sé que tu espíritu es débil pero tu corazón es más grande que el de tus hermanos y tienes ya menos cosas que lo distraigan de su verdadero destino. Tú serás mi seguidor, sobre mi muerte edificarás la palabra eterna y con ella te harás invencible y las fuerzas del mal nada podrán contra ti, ni contra los que sepan escucharte y seguirte. Me han hecho confesar horribles mentiras. Los pobres, los que nada tienen que perder, sabrán que estas patrañas han sido fruto del dolor y de la debilidad de esta carne infeliz. Ellos te oirán y con ellos fundarás mi familia. No podrás esquivar tu misión y ha terminado la paz de tus días y la felicidad de tu oficio. Vete.
El viejo sollozaba, de rodillas ante el cuerpo que hablaba. Con un pañuelo intentó limpiar la informe masa del rostro tan ajeno ya a las palabras que emitiera. Un movimiento de impaciencia sacudió el cuerpo e hizo tambalear la silla a la que estaba amarrado:
—Déjame, te digo. Muy pronto tendré que dar cuenta de la misión que se me confiara entre los hombres. No tengas piedad de mí. Ten piedad por ti y llora por los días que te esperan. ¡Vete!
El viejo comenzó a levantarse y retrocedía hacia la puerta sin quitar los ojos del supliciado, cuando dos hombres vestidos de blanco y con guantes de cirugía entraron llevando unos estuches metálicos y unos frascos.
—Déjanos solos —le ordenaron—, vamos a arreglarlo para que lo puedan exponer ante el público y no debe quedar huella del trabajo de los guardias. La tarea es dura y sólo contamos con unas pocas horas. Vamos, saliendo... pronto.
Mientras uno le llevaba hasta la puerta, el otro se puso a ordenar sobre una mesa pinzas, cuchillos y otros instrumentos de variadas formas y tamaños.
Quedó solo en el corredor, sin saber hacia dónde dirigirse. Sentía un cansancio que le calaba hasta los huesos y un dolor que le horadaba las entrañas, impidiéndole pensar y hasta moverse. Lloraba, lloraba incansable y silenciosamente, como si una vía allá adentro se hubiera roto y fluyera incontrolable. Alguien, al pasar, le empujó sin verlo. Oyó que le pedían perdón y contestó sin escuchar sus propias palabras. Pasó mucho tiempo. Para él fueron anchos espacios estriados de dolor, de terrible solidaridad con el hombre. Vastos espacios sin tiempo, de los que fue rescatado por la voz de uno de los enfermeros que le alcanzaba algo irreconocible.
—Toma, dijo que era para ti.
Alargó la mano y sintió el peso de una tela mojada en sangre. Reconoció el pañuelo de seda y lo que habían sido las estilizadas líneas de los campeones de regatas, que semejaban, por obra de la sangre seca, confusos trazos de un lenguaje milenario en una tela trabajada por la acción de los siglos y el olvido de los hombres.
Caminó sonámbulo hasta el patio y allí se recostó en una de las columnas laterales y le dominó el sueño. Al salir de la vigilia, le llegó una frase que después olvidó para siempre y que fue la materia de sus pesadillas de esa noche: “Viejo como los peces con carne de mármol y olor a malva.”
Cuando despertó era de noche. Le habían echado encima una manta de cuartel en la que se envolvió para seguir durmiendo. Miró hacia las estrellas y sin percibir ni entender la oquedad celeste, tornó a hundirse en el sueño. Le despertaron a la mañana siguiente ruidos de botas y armas. Abrió los ojos y vio a un guardia que se enjuagaba los dientes y escupía en los resumideros del patio un líquido blanco con olor a menta. Sintió los miembros entumecidos por el duro lecho de baldosas sobre el que había dormido. Un sargento, que hacía rato le miraba, se acercó y le dijo:
—Oye, anciano, ya dormiste tu borrachera, ahora vete y otra vez no busques más líos con la policía. (…)