Astorga Redacción
Domingo, 24 de Marzo de 2024

"Otra vez estás ante mí, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Parece que quieren matarte"

Organizado por la Cofradía se la Santa Vera Cruz y Confalón y la Cofradía de Santo Tirso, San Cristobal y Jesús atado a la Columna, de Piedralba, se procedió al traslado procesional de 'Jesús atado a la columna', desde Piedralba a Astorga, en la noche de este domingo. En la iglesia de la pedanía de Santiago Millas se veneró la imagen con el canto tradicional de las Cinco Llagas. Ya en el exterior y bajo una luna luminosa que hacía sombra de los porteadores y asistentes, comenzó un Viacrucis cantado, señalando las estaciones con pequeñas hogueras a lo largo del trayecto. La procesión finalizaba en la Iglesia de los Redentoristas, en Astorga, con firma del acta anual de entrega de la imagen por las autoridades y consiliarios.

Las fotografías están acompañadas de un fragmento de la novela de Nikos Kazantsakis 'La última tentación de Cristo'.

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Nikos Kazantsakis. "La última tentación de Cristo'. (Pags 488-492)

 

Abriéronse las puertas y salieron los señores de Israel enca­bezados por el sumo sacerdote Caifás, cuyos ojos estaban inyec­tados en sangre y avanzaba a paso lento. Tras él marchaban los Ancianos: una multitud de barbas, de ojos astutos y malévolos, de bocas desdentadas y lenguas pérfidas. Todos aquellos cuerpos hervían de rabia y avanzaban tambaleándose. Los seguía Jesús, tranquilo y afligido; chorreaba sangre de su cabeza: le habían golpeado. En el patio estallaron los gritos, las risas, las blasfe­mias. Pedro se sobresaltó, se apoyó en el marco de la puerta de entrada y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Murmuraba: "¡Pedro, Pedro, cobarde, mentiroso y traidor! Corre y grita: ¡Soy de los suyos! Aun cuando te maten por ello." Se excitaba su alma pero su cuerpo, inerte, continuaba apoyado en el marco de la puerta y temblaba. En el umbral Jesús tropezó, vaciló, extendió el brazo para apoyarse en alguna parte y se aferró del hombro de Pedro. Este quedó petrificado de espanto y de sus labios no salió sonido alguno. No hizo ni un solo ademán; sentía la mano del maestro, que asía su hombro. Aún no era de día y reinaba una penumbra azulada, pero Jesús no se volvió para ver a dónde se había agarrado para no caer. Tomó aliento y reanudó la marcha, tras los Ancianos y en medio de los soldados, en dirección a la torre de Pilatos.

 

 

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Pilatos acababa de bañarse y frotarse con aceites aromáticos. Irritado, recorría de uno a otro extremo la alta terraza de la torre. Nunca le había gustado aquel día de Pascua. Los judíos, enfurecidos y poseídos por su Dios, iban sin duda a batirse una vez más con los soldados romanos. Aquel año podía tener lugar otra carnicería, cosa que a Roma le interesaba evitar. Ademas, esta vez se presentaban problemas suplementarios. Los judíos querían crucificar a toda costa al desdichado nazareno. ¡Sucia raza!

 

Pilatos apretó los puños. Se le había puesto entre ceja y ceja salvar a aquel imbécil, no porque fuera inocente —puesto que ser inocente nada significaba— ni porque le inspirara compasión —no le faltaba más que compadecerse de los judíos—, sino para hacer rabiar a aquella sucia raza judía.

 

 

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Un gran clamor se alzó bajo las ventanas de la torre. Pilatos se inclinó y vio que la judiada invadía su patio y que los pórticos y las terrazas del Templo estaban poblados por una multitud enfurecida que empuñaba bastones y hondas, daba a Jesús puñe­tazos y puntapiés y lo escarnecía. Los soldados romanos le escol­taban y lo empujaban hacia la gran puerta de la torre.

 

Pilatos fue a sentarse en su trono toscamente esculpido. Abrióse la puerta y los dos negros gigantescos hicieron entrar a Jesús. Sus vestiduras estaban hechas jirones y su rostro cubierto de sangre, pero mantenía erguida la cabeza y en sus ojos no cesaba de brillar una luz serena y remota. Pilatos sonrió y dijo:

 

—Otra vez estás ante mí, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Parece que quieren matarte.

 

 

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Jesús miraba el cielo por la ventana. Su espíritu y su cuerpo ya se habían marchado. No dijo nada. Pilatos se encolerizó y exclamó:

 

—Olvida el cielo; debes mirarme a mí. ¿No sabes que en mi mano está liberarte o crucificarte?

 

—No tienes sobre mí ningún poder —respondió con calma Jesús—. Sólo Dios tiene poder sobre mí.

 

Del patio de la torre llegaron gritos furiosos: "¡Muera! ¡Muera!"

 

—¿Por qué están tan enfurecidos? —preguntó Pilatos—. ¿Qué les has hecho?

 

—Proclamé la verdad —respondió Jesús.

 

Pilatos sonrió:

 

—¿Qué verdad? ¿Qué quiere decir "verdad"?

 

 

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El corazón de Jesús se oprimió. ¿Así era entonces el mundo, así eran los señores del mundo? Pilatos preguntaba qué era la verdad y reía.

 

Pilatos se asomó a la ventana. Acababa de recordar que la víspera habían capturado a Barrabás, culpable del asesinato de Lázaro.

 

Una antigua costumbre ordenaba que el día de Pascua los romanos liberaran a un condenado a muerte.

 

— ¿A quién queréis que libere —gritó—, a Jesús, el rey de los judíos, o a Barrabás, el bandido?

 

—¡A Barrabás! ¡A Barrabás! —aulló el populacho.

 

 

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Pilatos llamó a los guardias y les ordenó, señalándoles a Jesús:

 

—Flageladlo, colocadle una corona de espinas, envolvedlo en un trapo rojo y ponedle en la mano una larga caña para que la empuñe a modo de cetro. Es rey, ¡vestidlo como un rey!

 

Pensó que presentándole ante la multitud en aquel estado lastimoso, se compadecerían de él.

 

Los guardias lo cogieron, lo ataron a una columna y se pusie­ron a azotarle y a lanzarle escupitajos al rostro. Le tejieron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza; manó sangre de la frente y las sienes de Jesús. Le echaron sobre los hombros un pedazo de trapo rojo, le pusieron en la mano una larga caña y así lo llevaron a presencia de Pilatos. Al verlo, éste no pudo conte­ner la risa.

 

 

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—Te doy la bienvenida, majestad —dijo—. Ven que he de mostrarte a tu pueblo.

 

Lo cogió de la mano y salió a la terraza:

 

—¡He aquí a vuestro hombre! —exclamó.

 

—¡Que lo crucifiquen! ¡Que lo crucifiquen! —aulló la multitud.

 

 

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Pilatos ordenó que le llevaran una jofaina y una jarra de agua. Se levantó y, según su costumbre, se lavó las manos ante la muchedumbre.

 

—Me lavo las manos —dijo—. No soy yo quien derrama su sangre. Soy inocente. ¡Que la culpa caiga sobre vosotros!

 

—¡Que su sangre caiga sobre nuestras cabezas y sobre las cabezas de nuestros hijos! —rugió la turba.

 

—¡Lleváoslo! —dijo Pilatos—. ¡Y no me molestéis más!...

 

Lo cogieron y cargaron la cruz sobre sus hombros. La multi­tud le escupía a la cara, lo golpeaba, lo empujaba a puntapiés hacia el Gólgota. Jesús se tambaleaba; la cruz era pesada y Jesús miraba a su alrededor con la esperanza de descubrir, en la muchedumbre, un discípulo que se compadeciera de él. Miraba y miraba, pero no vio a nadie. Dijo en un suspiro:

 

¡Bendita sea la muerte! ¡Gloria a ti, Dios mío!

 

 

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Entretanto los discípulos, refugiados en la taberna de Simón el cirenaico, esperaban que finalizara la crucifixión y cayera la noche para huir sin ser vistos por nadie. Agazapados tras los toneles, aguzaban el oído y escuchaban los gritos de la multitud, que desfilaba, gozosa. Todos, hombres y mujeres, corrían hacia el Gólgota. Habían festejado debidamente la Pascua, se habían atracado de carne y vino y ahora se distraerían presenciando la crucifixión.

 

Los discípulos escuchaban el rumor de la calle y temblaban de miedo. Oíanse de cuando en cuando los sollozos ahogados de Juan y a veces Andrés se levantaba, iba y venía por la taberna y profería amenazas. Pedro maldecía y blasfemaba porque era cobarde y no tenía valor para salir y dejarse matar con el maestro...¿Cuántas veces había prometido solemnemente!: "¡Te seguiré hasta la muerte maestro!" Y ahora que llegaba el momento de morir estaba acurrucado tras los toneles.

 

 

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