Samuel Yebra Pimentel
Domingo, 31 de Marzo de 2024

Las procesionarias del afuera

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Entremos en una procesión, trajeados, uniformados, cada cual según su cofradía. Por delante  los músicos, los pasos, los braceros, los cofrades, los paparrones que toman su identidad allí donde irremisiblemente la perdieron, en el disfraz tipificado de Rectivía, de San Andrés, de la Vera Cruz, etcétera.

 

Veámoslo desde un punto de vista cristiano (España sigue siendo nacionalista, cuasi católica, pero no cristiana). Propongo un experimento mental para todos los que participan en una procesión: imaginemos que tenemos que decidir entre dos sujetos, uno de ellos será liberado y el otro condenado. Con respecto a ellos, para no saber su identidad- nos vestiremos el velo de la ignorancia, el capuz especial de paparrón-. Presentamos al primero de ellos. Parece un activista, un agitador, un sujeto peligroso y revolucionario que reacciona a veces con violencia ante las injusticias. De complexión delgada, enjuto, aceitunado, ojos profundos, chispeantes, envolventes, descuida la barba, nariz  ganchuda. El otro sujeto es un malhechor bahúno, dado al hurto y a otras lisonjas menores y mayores, entre las que se cuentan variedad de corruptelas con el dinero público, manipulación de la verdad, violentaciones diversas; amenazas, trato desigual y otras formas de violencia, la de género incluida. Su piel es blancuzca, sus ojos claros, el pelo lacio, bien peinado, bastón plateado de jerarca ahorcado en su corbata.

¿Quiénes de entre los que van en la procesión liberarían al primero? ¿Quiénes  al segundo? ¿Quién de ellos se acerca más a Jesucristo? En mi opinión la gran mayoría de los procesionarios lo condenarían.

 

Pero ni con esta prueba saldrán de la procesión, pues ya no es cosa de creencias, sino de ‘pertenencia’. Y este es el segundo y tal vez un tercer aspecto: estas manifestaciones, como también los carnavales, proporcionan un alto sentido de pertenencia, de vínculo social, local y popular a esos sujetos en otro caso difuminados en esta sociedad individualizada. A cambio el yo se les desdibuja en la riada. Por eso la condena al Cristo les es despreocupante.

 

Este jueves reciente tras el espectáculo del desenclavo del Cristo y una hímnica despepitante, una niña pequeña, nimbada de la luz de la calle, en el pasillo que conducía al desenclavado, aislada en medio, mostraba su espanto, la boca abierta, los ojos desorbitados. Los cofrades, al finalizar el acto, entre ellos el obispo y autoridades asistentes se desentendieron del Yacente en medio de la vana palabrería sobre la representación. Solo una mujeruca tuvo un gesto de acercamiento y comprensión. A los pies del Cristo le ofreció en sus manos abiertas una lágrima y un beso.

 

Las procesiones actuales con la despreocupación de la Iglesia, que “las utiliza para reivindicar el catolicismo (nacionalismo) carpetovetónico del pueblo español”, son un producto más del consumo, del turismo, de la fiesta de la torrija; una fiesta más añadida al simulacro de cohesión y de adulteración en favor de la política. Lo hemos visto en esta Semana Santa astorgana con políticos traídos de fuera que no pasarían la prueba del algodón de liberar a Jesucristo, y sin embargo creen representarlo.

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