Javier Huerta
Domingo, 31 de Marzo de 2024

Luis Mateo Díez: elogio de la imaginación

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“Hay en Celama mucho vicio de contar, y no deja de ser raro que esto pase en una tierra donde no abunda precisamente la imaginación” (La ruina del cielo).

 

Escribía Baroja, al frente de sus Memorias de un hombre de acción, que la cualidad que más echaba de menos entre los novelistas de su tiempo era la imaginación. Lo decía tras muchos años de inflación realista y naturalista en la novela española, cuando no de rancio costumbrismo. Viene esta idea de Baroja a cuento de unas recientes y repetidas declaraciones de Luis Mateo Díez acerca del «exceso de realidad, de actualidad» que vivimos y que a él –como creo que a cualquier hijo de vecino– empieza a resultarle agobiante. No menos agobiante resulta también al lector de alguna sensibilidad el exceso de realidad que se da en la mayoría de las novelas que hoy se publican, atentas a recoger lo que, en modo cursi, se llama “el pálpito de la actualidad”. Ese hiperrealismo de bajo vuelo va acompañado, por lo general, de una vergonzante indigencia de estilo, como si el mandato “realista” que estos autores se imponen les obligara a escribir de un modo lo más real, o sea, lo más vulgar posible.

 

Se trata de dos vías –la de Baroja y la de Luis Mateo– que nos llevan al mismo objetivo: hacer de la escritura una experiencia única que permita al lector viajar libre y amenamente por el territorio sin fronteras de la creación artística. Tal vez por ello el narrador vasco y el leonés tengan predilección por el camino como el espacio cambiante por excelencia, el que permite que la fábula discurra por lugares imprevisibles habitados por criaturas no menos imprevisibles. Hasta en el título de dos novelas encontramos algún eco tácito entre ambos grandes novelistas: el que con ironía llamó Baroja Camino de perfección en una de sus más logradas y pesimistas novelas se convierte en Luis Mateo en Camino de perdición, en realidad una metáfora de la biografía de todos sus personajes, extraviados y perdedores todos, símbolos de su caminar incierto y fantasmagórico por la existencia.

 

Pienso en la turba de caminantes, andariegos, peregrinos, viajeros y viajantes que pueblan el mundo imaginario de Luis Mateo en este punto cimero de su carrera literaria, cuando el próximo día 23 de abril reciba de manos del rey Felipe VI el premio Cervantes. Es probable que en su discurso el escritor –como manda el protocolo– rinda homenaje al libro de libros de la literatura universal, y reafirme una vez más su profesión de fe quijotesca, antaño formulada así: “De don Alonso Quijano –escribió hace años– aprendí que la imaginación puede suplantar a la realidad, que la locura es un sueño que está más allá de la vida, que en ella se encierra la inocencia y a su lado acecha la muerte. Y que todo eso, y muchas otras cosas, cabe en una novela: un extraño artilugio para internarse por los páramos imaginarios en un viaje que puede ser eterno y, a la vez, a la vuelta de la esquina”.

 

El fragmento pertenece a su escrito “Don Quijote cuando nieva”, incluido en su libro El porvenir de la ficción (1992). Hace en él Luis Mateo memoria de su primera experiencia de El Quijote, que fue no la de haberlo leído sino la de haberlo oído, como sabemos que en el siglo XVII ocurría, cuando se juntaban a oírlo mucha gente iletrada que encontraba solaz y provecho en las aventuras del caballero. “Mi aprendizaje de lo imaginario sobrevino en la oralidad”, dice en Días del desván, recordando “la voz entre ceremoniosa y cálida” de uno de sus maestros en Villablino: “En el escenario de la escuela rural esa voz sabe entregarnos la larga aventura de don Alonso Quijano, robando los recreos en aquellos días cerrados por la nieve, que apena deja distinguir el pulimentado paisaje donde todos estamos prisioneros”.

 

Desde los años 80 he seguido con fidelidad el caminar literario de Luis Mateo Díez. Me honro con tener casi todos sus libros, y tenerlos casi todos ellos dedicados. He compartido con él muchos ratos de agradable charla paseando –hace muchos años– bajo los soportales de la Plaza Mayor de Madrid o tomando ahora café en alguno de los bares del barrio del que somos vecinos. Admiro su filosofía de vida, su humildad intelectual, su sentido del humor. Sin embargo, apenas he dedicado unas pocas líneas a su ingente obra narrativa. Así es que quiero desquitarme, escribiendo acerca de algunas de sus novelas señeras. Lo haré no desde el rigor académico del crítico literario sino desde la empatía del lector que ha ido creciendo, literariamente, a la vera de Luis Mateo y desea compartir con los lectores de este diario las impresiones y emociones de ese viaje agradecido a su mundo imaginario.

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