Catalina Tamayo
Sábado, 06 de Abril de 2024

A propósito de la infancia

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“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero.”

(Antonio Machado)

 

La infancia pasa, pero también en cierto modo queda. Sin saberlo, la llevamos en una parte de nosotros, prendida a alguna fibra de nuestro ser, y allí permanece, callada y oculta, adormecida, todo el tiempo, como si nunca hubiéramos sido niños. Es verdad que de tarde en tarde, sin saber muy bien por qué, se libera y nos viene. Pero con la edad, comienza a venir más a menudo, casi a diario. Viene ya tanto que se convierte en paraíso: el paraíso perdido. Ese paraíso al que a veces, cuando las cosas no salen bien, nos retiramos. Ese paraíso es como un jardín, como el jardín de Epicuro, donde, tras sus altas paredes, encontramos refugio y abrigo ante las tempestades de la vida. Las sombras que lo pueblan alivian nuestros dolores, y ese alivio se torna placer, aunque sea, como diría Platón, un placer triste, que nada tiene que ver con ese placer alegre de los banquetes que Homero nos describe en la Odisea. Placer triste, pero, al fin y al cabo, placer.

     

Viene. Viene la pradera que estaba delante de la casa del pueblo, al otro lado de la carretera. Vienen las primeras flores: las margaritas, y otras flores azules, con forma de cilindro, aún más hermosas, que no sé cómo se llaman. Con estas flores una vez le hice un ramo a mi madre, y ella, dejando a un lado por un momento todos sus cuidados, se puso contenta. Sonrió. Viene la brisa suave de mayo. Viene el sol amarillo. El cielo azul. Las nubes flotando. Toda la primavera de golpe. Viene todo como un huracán, como una ola encrespada de mar.

     

Viene papá: joven, fuerte, ágil. Poderoso. Casi puedo sentir sus brazos rodeando mi cintura. Su mano acariciándome la cara. El beso en la mejilla. Y esa palabra cariñosa que siempre me decía. Esa palabra.

     

Viene la escuela, la plaza del pueblo, el balón. La pelea de cigüeñas por el nido de la torre. Las golondrinas posadas en los cables de la luz. El plantío, los nidos de las pegas, los pegos saltando del nido y corriendo por el suelo, el picotazo en el dedo. El río, la risa de la corriente, las truchas casi invisibles y los pies descalzos, enrojecidos, en el agua fría, helada. Vienen las vacaciones de verano y la fiesta del pueblo. Los helados. Los primeros baños, las tiritonas al sol. Las peras, las ciruelas, las manzanas rojas. Las uvas.

     

Y Marta. Viene Marta aún más guapa que el año pasado. Se ha cortado el pelo y parece mayor. Me entra miedo. Me cuesta acercarme a ella y saludarla. Pero ella, sin recato, natural, como eran entonces las chicas de la ciudad, se ha colgado de mi cuello y me ha susurrado al oído de una manera desconocida para mí que ya tenía ganas de verme. Yo no sé lo que tengo que hacer y apenas la abrazo. Pese a ello, me ha besado en la mejilla, y luego se ha reído, también de un modo que yo no se lo conocía. ¡Qué extraño! Viene el verano de Marta. Ese verano que ahora me parece el mejor verano de todos. Un verano, sin duda, insuperable. Me viene aquella felicidad que no he vuelto a sentir y que, con esta edad, probablemente, ya nunca sienta.

    

A veces me parece que no es verdad todo esto, que no ocurrió, que lo he ido inventando yo poco a poco durante estos últimos años. Sí, a veces siento que esa chica de ciudad, Marta, de la que no he vuelto a saber nada, no existió, que es un delirio mío. Un delirio, una ilusión, una quimera. Un desvarío en toda regla. Que la he soñado. Y, la verdad, algo –o mucho– de ficción sí que tiene, porque la memoria, ya se sabe, también inventa, miente y engaña. ¡Falsea tanto el pasado! Con todo, Marta y el resto de la infancia, mezcla de realidad y de ficción, no sé si a partes iguales, cuando llegue la fatídica hora, será lo último que se me borre de la memoria. Desde luego que la muerte se lo llevará todo, pero no podrá hacer que lo que existió no haya existido. No es, claro que no, tan poderosa.

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