Germán Gullón
Sábado, 04 de Enero de 2014
Relato de un viaje con Leopoldo Panero
Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Ámsterdam. Ejerce además como crítico literario en El cultural del diario El mundo, y como miembro y secretario del jurado del premio Nadal (2000-2009). Su último libro de ensayo lleva por título 'Una venus mutilada: La crítica literaria en la España actua'l (2008).
No recuerdo ahora por qué razón precisa viajé con mi tío Leopoldo Panero, primo segundo de mi padre, de Astorga a Madrid en automóvil. Tenía yo unos nueve u diez años, y corría el fin del verano de 1955. Año en que mis progenitores y mi hermana Soledad residieron en Puerto Rico, donde mi padre daba clases de Derecho en Río Piedras y ayudaba a Juan Ramón Jiménez a ordenar sus papeles, mientras mi hermana Luisa se quedaba interna en Astorga, y yo pasaba el año escolar con mi abuela materna en Madrid.
Recuerdo que fuimos los dos solos en un flamante automóvil. Fue uno de esos momentos mágicos de la niñez, –todavía recuerdo el maravilloso SEAT 1400 de dos colores, negro y gris, toda una novedad en aquella época– que permanecen en la memoria en la edad adulta.
¡Qué alegría ir a toda velocidad con la ventanilla abierta en tan lujoso vehículo! Leopoldo era además muy diferente a mi padre: olía a colonia, vestía ropa deportiva vistosa, y me hablaba con desparpajo, un poco de tú a tú, que a mí me encantaba. Recuerden que por aquellas fechas los niños no éramos, excepto algún ‘príncipe destronado’ –Miguel Delibes dixit–, protagonistas de la vida familiar, como lo son ahora.
Mi padre era un hombre conservador en su vestir, y nunca hasta ser yo un adulto se dirigió a mí en el tono en que lo hizo entonces Leopoldo. Mi propio abuelo Germán tenía aire y costumbres de ‘institucionista’, vestía siempre de negro, con camisa blanca y corbata también negra. Las conversaciones de mi padre y mi abuelo eran siempre, digamos, instructivas. Se conversaba con ellos de cosas con almendra. Sin embargo, tras sentarme al lado de Leopoldo en el asiento noté que hablaba de asuntos intrascendentes: de fútbol, de mis primas, de cuál me parecía la más simpática y la más guapa, etc. Digamos que su conversación me permitía decir cosas, lo cual en las reuniones familiares no me era posible. Total, que fue un viaje gratísimo. De hecho, fue el primer trayecto largo que recorrí en coche, porque nosotros no teníamos auto, y siempre viajábamos en tren.
Mi padre, Ricardo Gullón, tenía un enorme cariño a Leopoldo, y antes a su hermano, el fallecido prematuramente Juan. Cada vez que Leopoldo aparecía en el horizonte, se le alegraba el cuerpo. Yo pienso que se debía a que Leopoldo añadía a todas las reuniones en que se encontraba la riqueza que puede aportar un hombre que gusta de lo nuevo, del mundo, de la vida que ofrece regalos, el confort, las comidas sabrosas, las buenas bebidas. Eran, pienso, las de mi padre y las de Panero, dos personalidades complementarias.
Volviendo a aquel viaje, a mitad de camino, y esto ilustra el aspecto de su personalidad recién mencionada, nos paramos a comer en Segovia, en el famoso ‘Mesón Cándido’, donde un servidor se quedó atónito al ver cómo se troceaba un cochinillo con un plato. Leopoldo comió, bebió, y charló con los camareros y con el dueño. Es decir, que disfrutó enormemente, y su sobrinillo lo mismo.
Proseguimos camino, y la conversación siguió tan animada. Creo que nunca antes había hablado tanto ni tan sinceramente con un adulto. Recuerdo la pena que me dio bajarme del automóvil en la calle Narváez de Madrid, donde vivía mi abuela, y ver marchar el coche de Leopoldo hacia la calle Ibiza, donde él vivía, apenas cuatro o cinco calles más allá. Precisamente en el mismo inmueble donde residía Dionisio Ridruejo, de quien me hice amigo años después en Austin (Texas).
Leyendo la poesía de Leopoldo Panero, jamás he podido casar la imagen que tenía del primo de mi padre, de este hombre tan humano y simpático, con la que encuentro en su poesía. El hombre era tan humano… Mientras que el poeta me ha resultado siempre muy espiritual. Creo que mi padre y yo le debemos a Leopoldo el gusto por lo presente, la curiosidad por lo nuevo. Y yo le achaco a él el vicio que me ha perseguido toda la vida por los coches potentes. Mi recuerdo de Leopoldo se mezcla con el de mi padre, que tanto le evocó en las conversaciones cotidianas.
La amistad literaria me parece uno de los grandes valores de la ‘edad de la literatura’, que ojala no se pierda en esta nueva ‘edad de la literatura comercial.’
Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Ámsterdam. Ejerce además como crítico literario en El cultural del diario El mundo, y como miembro y secretario del jurado del premio Nadal (2000-2009). Su último libro de ensayo lleva por título 'Una venus mutilada: La crítica literaria en la España actua'l (2008).
![[Img #7161]](upload/img/periodico/img_7161.jpg)
No recuerdo ahora por qué razón precisa viajé con mi tío Leopoldo Panero, primo segundo de mi padre, de Astorga a Madrid en automóvil. Tenía yo unos nueve u diez años, y corría el fin del verano de 1955. Año en que mis progenitores y mi hermana Soledad residieron en Puerto Rico, donde mi padre daba clases de Derecho en Río Piedras y ayudaba a Juan Ramón Jiménez a ordenar sus papeles, mientras mi hermana Luisa se quedaba interna en Astorga, y yo pasaba el año escolar con mi abuela materna en Madrid.
Recuerdo que fuimos los dos solos en un flamante automóvil. Fue uno de esos momentos mágicos de la niñez, –todavía recuerdo el maravilloso SEAT 1400 de dos colores, negro y gris, toda una novedad en aquella época– que permanecen en la memoria en la edad adulta.
¡Qué alegría ir a toda velocidad con la ventanilla abierta en tan lujoso vehículo! Leopoldo era además muy diferente a mi padre: olía a colonia, vestía ropa deportiva vistosa, y me hablaba con desparpajo, un poco de tú a tú, que a mí me encantaba. Recuerden que por aquellas fechas los niños no éramos, excepto algún ‘príncipe destronado’ –Miguel Delibes dixit–, protagonistas de la vida familiar, como lo son ahora.
Mi padre era un hombre conservador en su vestir, y nunca hasta ser yo un adulto se dirigió a mí en el tono en que lo hizo entonces Leopoldo. Mi propio abuelo Germán tenía aire y costumbres de ‘institucionista’, vestía siempre de negro, con camisa blanca y corbata también negra. Las conversaciones de mi padre y mi abuelo eran siempre, digamos, instructivas. Se conversaba con ellos de cosas con almendra. Sin embargo, tras sentarme al lado de Leopoldo en el asiento noté que hablaba de asuntos intrascendentes: de fútbol, de mis primas, de cuál me parecía la más simpática y la más guapa, etc. Digamos que su conversación me permitía decir cosas, lo cual en las reuniones familiares no me era posible. Total, que fue un viaje gratísimo. De hecho, fue el primer trayecto largo que recorrí en coche, porque nosotros no teníamos auto, y siempre viajábamos en tren.
Mi padre, Ricardo Gullón, tenía un enorme cariño a Leopoldo, y antes a su hermano, el fallecido prematuramente Juan. Cada vez que Leopoldo aparecía en el horizonte, se le alegraba el cuerpo. Yo pienso que se debía a que Leopoldo añadía a todas las reuniones en que se encontraba la riqueza que puede aportar un hombre que gusta de lo nuevo, del mundo, de la vida que ofrece regalos, el confort, las comidas sabrosas, las buenas bebidas. Eran, pienso, las de mi padre y las de Panero, dos personalidades complementarias.
![[Img #7162]](upload/img/periodico/img_7162.jpg)
Volviendo a aquel viaje, a mitad de camino, y esto ilustra el aspecto de su personalidad recién mencionada, nos paramos a comer en Segovia, en el famoso ‘Mesón Cándido’, donde un servidor se quedó atónito al ver cómo se troceaba un cochinillo con un plato. Leopoldo comió, bebió, y charló con los camareros y con el dueño. Es decir, que disfrutó enormemente, y su sobrinillo lo mismo.
Proseguimos camino, y la conversación siguió tan animada. Creo que nunca antes había hablado tanto ni tan sinceramente con un adulto. Recuerdo la pena que me dio bajarme del automóvil en la calle Narváez de Madrid, donde vivía mi abuela, y ver marchar el coche de Leopoldo hacia la calle Ibiza, donde él vivía, apenas cuatro o cinco calles más allá. Precisamente en el mismo inmueble donde residía Dionisio Ridruejo, de quien me hice amigo años después en Austin (Texas).
Leyendo la poesía de Leopoldo Panero, jamás he podido casar la imagen que tenía del primo de mi padre, de este hombre tan humano y simpático, con la que encuentro en su poesía. El hombre era tan humano… Mientras que el poeta me ha resultado siempre muy espiritual. Creo que mi padre y yo le debemos a Leopoldo el gusto por lo presente, la curiosidad por lo nuevo. Y yo le achaco a él el vicio que me ha perseguido toda la vida por los coches potentes. Mi recuerdo de Leopoldo se mezcla con el de mi padre, que tanto le evocó en las conversaciones cotidianas.
La amistad literaria me parece uno de los grandes valores de la ‘edad de la literatura’, que ojala no se pierda en esta nueva ‘edad de la literatura comercial.’