Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 20 de Abril de 2024

Viste... ¡¡Guau!!

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Desde otra habitación de la casa me llegó la voz entrecortada de mi mujer: Cloud ha muerto. Cloud era (cómo me cuesta esta primera conjugación del verbo ser en pasado) el tercer perro de mi hija, no estrenada en la maternidad uterina, por lo que el cánido portaba sello de nieto adoptado del reino animal. Cloud fue la última de su trío de mascotas en poner rumbo a las praderas del cielo. Le  antecedieron en la despedida dos colegas: Zak, que ocupó en el hogar familiar la infancia y la adolescencia de Ana, mi pequeña. Se fue hace más de una década. Longevo, quince años, y elegante todavía. Luego llegaron Cloud y Kensin. Éste murió hace casi dos años. Ambos, fueron la maternidad de Ana y la paternidad de José, su compañero de las aventuras argentina y española. Los dos perros eran porteños. Sin embargo, de orígenes muy distintos. Cloud, de cachorro, ejerció de vagabundo de la calle, traducido a hombre, posiblemente, una identidad borgiana. Ana lo adoptó tras ser encontrado famélico y moribundo en una cuneta. Perro de esos llamados mil leches y de árbol genealógico insondable.

 

Kensin era un señorito del mundo perruno. Un golden retriever con pedigrí de  generaciones. Una belleza clásica en esas estéticas. Fue el remedio de José como animal terapéutico de compañía frente a su discapacidad motriz. Y vaya si lo fue. Practicaron mil ejercicios de complicidad.

 

Cloud, al que no sería difícil concebir como perro feo y rencoroso contra las personas,  dio sopas con honda conforme fue creciendo entre cábala sobre las mil razas que podía portar en el código genético. Terminó importando una higa el origen, pues conquistó en el dominio de una bondad inteligente, cómica además, la más difícil. Se convirtió en un animal estilizado dominado por un porte, dado su origen porteño, de tanguero entre cínico y tierno. Orejas en punta como antenas de radares en alerta, móviles, ultrasensibles a cualquier movimiento. Hablaba con ellas.

 

Una seña identificativa de su morfología eran dos triángulos marrón claro encima de sus ojos, igualmente rotundos en vivacidad, haciendo decorado de cejas alienígenas. Llamaban la atención.  Atraía también la curiosidad el hocico largo, quizá de cazador avezado en las madrigueras. Pero era también guardián de lo suyo y de los suyos. Cualquier movimiento o sonido imprevisto activaba la alarma del ladrido.

 

No era infrecuente el comentario, laudatorio de su anatomía, de los viandantes  en los paseos callejeros. Emanaba orgullo de perro heroico en la aventura de una vida que, nada más ponerse delante, llevaba la firma de la muerte temprana.  Pese al tamaño hizo gala de una agilidad portentosa que conservó en forma hasta avanzada edad. Por eso, cuando le vimos los últimos días que apenas podía sostenerse en pie, supimos que empezaba a entonar la despedida que ya se ha consumado.

 

Cloud fue un perro bueno en el mismo sentido que puede entenderse nuestra bonhomía. Jamás hizo gesto de ferocidad a persona o perro. Acosaba a los gatos, creo, que más por curiosidad que por desafío. Si en casa era un prodigio de inteligencia, en la calle lo era de artimañas. Lógico, por otra parte, si se tiene en cuenta, que el primer reto de la vida fue atajar la cruda realidad de una supervivencia, y en su mundo perruno, no había más ultimátum que sucumbir o las dentelladas a base de astucia o  puntiagudos caninos.

 

Su obsesión era la basura, testimonio elocuente de lo que fueron sus orígenes nutritivos. Tenía una excelsa habilidad para acceder a los cubos de los desperdicios por muy cerrados que estuvieran. Logró abrirlos varias veces pese a las ataduras sofisticadas con que los protegíamos.

 

Un can argentino, que en su ladrido insinuaba un ligero voseo (eso nos gustaba pensar), que vino a vivir y morir en España. Aquí fue mascota feliz que durmió caliente todas las noches y comió y bebió raciones sólidas y líquidas en cacharros limpios. Pero, incorregible glotón, el rizo de su rizo fue la captura de la pieza caída de la mesa, a veces accidental, a veces donación de algún comensal. Más de una me sacó con la mirada de plegaria que gastaba en los condumios familiares.

 

Ha vivido su último año prácticamente en mi hogar por imposición de circunstancias familiares. Eso le concedió la adopción extra del abuelazgo, cuyo peso recayó en la abuela. Yo, me hice el sueco, a ratos, por el cabreo de esta intrusión, a ratos, por indolencia. Me llegó a enervar, pero también me enterneció la insistencia de sabueso en la lucha por el alimento de las basuras, pese a las amonestaciones recibidas.

 

Cloud ha sido un instrumento de orgullo paterno. Esa vida es la historia de una hija que contagia a todos los que la rodean el amor por vivir. Un perro nacido moribundo y un compañero que se apoya en dos muletas para caminar, son la sombra alargada de su vida. Impresionante demostración de generosidad.

 

Termino con una defensa personal de recurso urgente. Mi hija y José volvieron a encontrar su nido. Y con ellos fue Cloud. Aquellos días de complicada convivencia con Cloud pasaron enseguida a ser añoranza de su presencia. Abrir la puerta de casa y recibirme el silencio era una patada en la entrepierna del alma.

 

Os lo presento con esta acuarela* dibujada por una amiga de mi hija. En la mirada asoma una altanería que me recuerda a los tangueros del mercado bonaerense de San Telmo, con el tocadiscos sobre el suelo para vender unos pasos de tango con las gringas o las gallegas a cambio de unas monedas. Supervivientes como él.

 

Lo veo en el perfil cómico del viejo chiste: ¿cómo ladra un perro argentino? Viste...¡¡guau!!

 

*Acuarela original de Silvia Bravo de Rueda

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