A propósito de una fotografía
“Es el más pequeño de todos, el último.
Pero no le digáis nada; dejadle que juegue.
Es más chico que los demás, y es un chico callado.
Al balón apenas si puede darle con su bota pequeña.”
(Vicente Aleixandre)
![[Img #68584]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2024/1917_opi1-ok.jpg)
Hoy, no sé cómo, pero creo que por puro azar, como nos ocurren tantas cosas en la vida, he encontrado en Internet una fotografía del colegio. Es lo que tiene esto de Internet, que ahora allí está todo, o casi todo; o, cuando menos, mucho, a menudo más de lo que uno se puede llegar a imaginar. Allí encontré a todos los de aquel curso. Alumnos y profesores. Los profesores entreverados con los alumnos. Al principio, no vi más que un mosaico de rostros de chicos anónimos, sin identidad, y llamativos atuendos pasados ya hace tiempo de moda. El corte de pelo también me llamó la atención: todavía se llevaba la melena. Algunos chicos sonreían, otros estaban más serios. Los había que tenían la mirada puesta en el suelo, de tan tímidos como eran. Parecía que les daba vergüenza mostrarse. Vi a algunos tristes. Asustados. Como si no pudieran con el colegio. La morriña, que decíamos. Tardé en comenzar a reconocer aquellas caras. A mí me costó encontrarme, y cuando lo hice, me sorprendí de verme cómo era entonces. Cómo vestía. Pero en cuanto identifiqué al primero, me fueron viniendo todos los demás, como las cuentas de un rosario, unos detrás de otros, todo seguido, casi de golpe. “Este es tal, ese cual, aquel…”, y así hasta casi todos. Digo casi todos, porque todavía hay algunos que no logro identificar, y de otros, aunque los reconozco y sé perfectamente quiénes son, no recuerdo su nombre, no me acaba de venir a la cabeza. Y ese olvido me tiene un poco frustrado.
Ahora que ya sé quiénes son, los vuelvo a mirar, no me canso de observarlos, de estudiarlos. Lógicamente, me centro en esos dos chicos que están a mi lado. Uno de ellos tiene su brazo apoyado afectuosamente sobre mi hombro. El otro parece que me está hablando y no mira al frente, da la sensación de que se siente nervioso, como inseguro. Son dos chicos muy distintos. Fueron mis amigos. Los mejores. Con ellos pasé, sin duda, los mejores momentos del colegio. No los he vuelto a ver. No sé nada de ellos. Mientras pienso esto, me entristezco, y se me quieren llenar los ojos de lágrimas. ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de cada uno de estos chicos?
No sé por qué me fijo ahora en ese chico pequeño que está en un extremo, abajo, medio escondido. Me costó reconocerlo. Apenas deja ver su rostro. Pero es él. Le hacían el vacío. Siempre lo veía solo. Lloraba a veces y decía que se quería ir a su casa. Con su familia. Y ahí están también los malos. Esos abusones. Los que se metían con los que eran menos fuertes que ellos. Los mismos que se burlaban del chico pequeño. Le llamaban, los muy canallas, la niña, porque lloraba fácilmente. Con nada, el pobre. También veo a ese que me calumniaba, y nunca supe por qué. Por qué no me podía ver. Me hizo sufrir, y aún hoy no estoy seguro de que lo haya perdonado. Y por último, cuando estoy a punto ya de salirme de la página, sobrepasado un poco por la emoción, reparo en otro chico. Es el chico que me enseñó a cuidar los libros: a proteger con celo los lomos y las esquinas de las pastas. Casi puedo ver cómo lo hace y oír sus palabras. Después de más de cuarenta años, aún lo sigo haciendo. Es la huella que, seguramente, sin él saberlo, ni sospecharlo siquiera, dejó en mí. Aquel chico del que tampoco sé nada de nada.
Cierro, por fin, la página, y los rostros de aquellos chicos, de este último, del chico pequeño, de los que fueron mis amigos, de todos, siguen temblando en mi memoria, como si estuvieran vivos, y me parece que los estoy viendo, que les puedo hablar, decirle a mi amigo que se ponga bien y que mire al frente, que nos van a sacar una foto. Consolar al chico pequeño. Darle las gracias al chico que me enseñó cómo cuidar los libros.
“Es el más pequeño de todos, el último.
Pero no le digáis nada; dejadle que juegue.
Es más chico que los demás, y es un chico callado.
Al balón apenas si puede darle con su bota pequeña.”
(Vicente Aleixandre)
Hoy, no sé cómo, pero creo que por puro azar, como nos ocurren tantas cosas en la vida, he encontrado en Internet una fotografía del colegio. Es lo que tiene esto de Internet, que ahora allí está todo, o casi todo; o, cuando menos, mucho, a menudo más de lo que uno se puede llegar a imaginar. Allí encontré a todos los de aquel curso. Alumnos y profesores. Los profesores entreverados con los alumnos. Al principio, no vi más que un mosaico de rostros de chicos anónimos, sin identidad, y llamativos atuendos pasados ya hace tiempo de moda. El corte de pelo también me llamó la atención: todavía se llevaba la melena. Algunos chicos sonreían, otros estaban más serios. Los había que tenían la mirada puesta en el suelo, de tan tímidos como eran. Parecía que les daba vergüenza mostrarse. Vi a algunos tristes. Asustados. Como si no pudieran con el colegio. La morriña, que decíamos. Tardé en comenzar a reconocer aquellas caras. A mí me costó encontrarme, y cuando lo hice, me sorprendí de verme cómo era entonces. Cómo vestía. Pero en cuanto identifiqué al primero, me fueron viniendo todos los demás, como las cuentas de un rosario, unos detrás de otros, todo seguido, casi de golpe. “Este es tal, ese cual, aquel…”, y así hasta casi todos. Digo casi todos, porque todavía hay algunos que no logro identificar, y de otros, aunque los reconozco y sé perfectamente quiénes son, no recuerdo su nombre, no me acaba de venir a la cabeza. Y ese olvido me tiene un poco frustrado.
Ahora que ya sé quiénes son, los vuelvo a mirar, no me canso de observarlos, de estudiarlos. Lógicamente, me centro en esos dos chicos que están a mi lado. Uno de ellos tiene su brazo apoyado afectuosamente sobre mi hombro. El otro parece que me está hablando y no mira al frente, da la sensación de que se siente nervioso, como inseguro. Son dos chicos muy distintos. Fueron mis amigos. Los mejores. Con ellos pasé, sin duda, los mejores momentos del colegio. No los he vuelto a ver. No sé nada de ellos. Mientras pienso esto, me entristezco, y se me quieren llenar los ojos de lágrimas. ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de cada uno de estos chicos?
No sé por qué me fijo ahora en ese chico pequeño que está en un extremo, abajo, medio escondido. Me costó reconocerlo. Apenas deja ver su rostro. Pero es él. Le hacían el vacío. Siempre lo veía solo. Lloraba a veces y decía que se quería ir a su casa. Con su familia. Y ahí están también los malos. Esos abusones. Los que se metían con los que eran menos fuertes que ellos. Los mismos que se burlaban del chico pequeño. Le llamaban, los muy canallas, la niña, porque lloraba fácilmente. Con nada, el pobre. También veo a ese que me calumniaba, y nunca supe por qué. Por qué no me podía ver. Me hizo sufrir, y aún hoy no estoy seguro de que lo haya perdonado. Y por último, cuando estoy a punto ya de salirme de la página, sobrepasado un poco por la emoción, reparo en otro chico. Es el chico que me enseñó a cuidar los libros: a proteger con celo los lomos y las esquinas de las pastas. Casi puedo ver cómo lo hace y oír sus palabras. Después de más de cuarenta años, aún lo sigo haciendo. Es la huella que, seguramente, sin él saberlo, ni sospecharlo siquiera, dejó en mí. Aquel chico del que tampoco sé nada de nada.
Cierro, por fin, la página, y los rostros de aquellos chicos, de este último, del chico pequeño, de los que fueron mis amigos, de todos, siguen temblando en mi memoria, como si estuvieran vivos, y me parece que los estoy viendo, que les puedo hablar, decirle a mi amigo que se ponga bien y que mire al frente, que nos van a sacar una foto. Consolar al chico pequeño. Darle las gracias al chico que me enseñó cómo cuidar los libros.