Para este viaje...
![[Img #68660]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2024/2106_170424-sanchez-consejo-europeo3-1.jpg)
Se hace complicado implicar a los ciudadanos en el debate político serio con actitudes como la adoptada estos días pasados por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. El jefe del Ejecutivo sorprendió al país con un periodo de cinco días de reflexión, dejando abierta la espita del gas con una posible dimisión de su alta jerarquía. La ocurrencia, a posteriori de su opción de seguir, tuvo el tufo a jugada de farol en las partidas de póker de los barcos fluviales que surcaban el Mississippi a la manera de los relatos de Mark Twain.
En los albores de la democracia, el presidente del Gobierno que abrió este periodo de libertades formales, Adolfo Suárez, presentó la dimisión sin más trámite que el mazazo sorpresivo de la decisión tomada y asumida. La Transición Democrática fue escuela de alta política. Los manuales de hoy, en la materia, son gramática para parvulillos. Acciones como ésta necesitan del fulminante de la explosión, no del retardo de la bomba de relojería. El sistema no puede quedar prisionero del deshoje de la margarita de un presidente que ha hecho de las veleidades un arte de birlibirloque.
Sánchez estaba en todo su derecho a sentirse abatido por los ataques de una oposición furibunda y sus agentes mediáticos, no solo a su gestión, sino a su entorno familiar y personal en la última arremetida. La política, cenáculo de machos y hembras alfa, incluso sin los aditamentos de ciencia o arte, no es territorio libre de caza del ser humano. Nunca estará legitimada a ser un paradigma del Allien u octavo pasajero, del depredador sin más instinto que fagocitar la pieza en constante asechanza. Pero nuestro hombre eligió el camino de las palabras que, aunque solo insinuadas, hacen prisionero del compromiso de su significado y significante. Por toda España sobrevoló el término dimisión. En esos ámbitos la lexicología la carga el diablo. Así lo entendió su colega vecino, el portugués Antonio Costa, que en circunstancias parecidas a las de Sánchez (el amigo íntimo, en vez de la esposa) pensó y actuó con la coherencia de su órdago.
Pedro Sánchez tenía rutas alternativas para no convertir el drama esbozado en la tragicomedia representada. Hubiera bastado el simple ejemplo de una gran comparecencia ante el país señalando lo que luego, después de la pantomima resultante, indicó en su comparecencia en RTVE. Que la política española no podía seguir por este sendero inacabable de insultos, mentiras, medias verdades (peores que las trolas), causas judiciales abiertas con la inane prueba de recortes de periódicos; en definitiva, el exasperante recurso de la riña infantil testificada en la escapatoria gaseosa del y tú más. A este desiderátum hay que ponerle, de una vez por todas, el bozal, en hábil combinación con la funesta manía de pensar antes de hablar.
La dimisión de un jefe de gobierno en cualquier país es una carga explosiva necesitada de hábiles artificieros que ceben el artefacto y que sepan ocultarlo para que su detección no provoque el pánico colectivo. Al hecho consumado, obligatoriamente sigue la toma de decisiones. El camino puede ser tortuoso, pero queda despejado hacia ese único reto. El sistema ofrece garantías automáticas definidas a las claras en el ordenamiento constitucional. Pasada la sorpresa, si se hace bien, retorna la normalidad. A la especulación, al juego plebiscitario del liderazgo, a poco que se pierda el control, la calle será el escenario de los palmeros y los reventadores, mala especie para la solución del galimatías. La opción de Sánchez ha sido una frivolidad populista, cuyos resultados a favor o en contra todavía no pueden calibrarse, pero de lo que no cabe duda es que el sentido de estado no compareció estos cinco días de reflexión palaciega y pasión en los medios y en la calle.
Hemos escuchado a los opositores a Sánchez poner el grito en el cielo por plantearse lo que ellos no han cesado de pedir. Eso se llama desnorte, por no decir hipocresía. A los seguidores, destacar su instinto político como el alumno más aventajado de Maquiavelo en la historia. Tras negar la mayor, la dimisión o renuncia, el inquilino de La Moncloa, ha entregado munición a su adversario respecto a su flanco más débil: la credibilidad, el valor de su palabra, escapada de la concreción en forma de insinuación. Ha perdido la ocasión de pillar a la oposición más rancia (me cuesta creer que toda, pero…) con el paso definitivamente cambiado, desarticulando una formación de guerrilla en disciplina y orden táctico que, definitivamente oculto el objetivo, tendría que remangarse para trabajar en programas y soluciones de ciudadanía. Ahí les esperamos. No han enseñado para nada la patita. Y, por último, Sánchez ha desaprovechado una excelente oportunidad, con la intención sugerida, cumplida, de poner muy alto el listón a las exigencias de retirada de la política por supuestos casos de corrupción. Imaginen que ya no está en su cargo por el suceso de su mujer, menuda pelota en el tejado del PP con lo que tiene que retejar.
Si Pedro Sánchez ha montado este interrogante de cinco días en torno a su cargo y su persona como maniobra de estadista para contrarrestar y vaciar de contenido la estrategia de la oposición, nos ha dejado con dos palmos de narices. Si la intención era salvaguardar el honor de su esposa y el recinto sagrado de su entorno familiar, inviolable por alto que sea el cargo público que ostente, salvo pruebas concluyentes en contra que no parece haber, ha matado moscas a cañonazos e implicado a una colectividad nacional en un asunto de su intimidad. Para este viaje no necesitábamos semejante tramoya, ni siquiera, las alforjas del recurrente dicho popular.
Se hace complicado implicar a los ciudadanos en el debate político serio con actitudes como la adoptada estos días pasados por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. El jefe del Ejecutivo sorprendió al país con un periodo de cinco días de reflexión, dejando abierta la espita del gas con una posible dimisión de su alta jerarquía. La ocurrencia, a posteriori de su opción de seguir, tuvo el tufo a jugada de farol en las partidas de póker de los barcos fluviales que surcaban el Mississippi a la manera de los relatos de Mark Twain.
En los albores de la democracia, el presidente del Gobierno que abrió este periodo de libertades formales, Adolfo Suárez, presentó la dimisión sin más trámite que el mazazo sorpresivo de la decisión tomada y asumida. La Transición Democrática fue escuela de alta política. Los manuales de hoy, en la materia, son gramática para parvulillos. Acciones como ésta necesitan del fulminante de la explosión, no del retardo de la bomba de relojería. El sistema no puede quedar prisionero del deshoje de la margarita de un presidente que ha hecho de las veleidades un arte de birlibirloque.
Sánchez estaba en todo su derecho a sentirse abatido por los ataques de una oposición furibunda y sus agentes mediáticos, no solo a su gestión, sino a su entorno familiar y personal en la última arremetida. La política, cenáculo de machos y hembras alfa, incluso sin los aditamentos de ciencia o arte, no es territorio libre de caza del ser humano. Nunca estará legitimada a ser un paradigma del Allien u octavo pasajero, del depredador sin más instinto que fagocitar la pieza en constante asechanza. Pero nuestro hombre eligió el camino de las palabras que, aunque solo insinuadas, hacen prisionero del compromiso de su significado y significante. Por toda España sobrevoló el término dimisión. En esos ámbitos la lexicología la carga el diablo. Así lo entendió su colega vecino, el portugués Antonio Costa, que en circunstancias parecidas a las de Sánchez (el amigo íntimo, en vez de la esposa) pensó y actuó con la coherencia de su órdago.
Pedro Sánchez tenía rutas alternativas para no convertir el drama esbozado en la tragicomedia representada. Hubiera bastado el simple ejemplo de una gran comparecencia ante el país señalando lo que luego, después de la pantomima resultante, indicó en su comparecencia en RTVE. Que la política española no podía seguir por este sendero inacabable de insultos, mentiras, medias verdades (peores que las trolas), causas judiciales abiertas con la inane prueba de recortes de periódicos; en definitiva, el exasperante recurso de la riña infantil testificada en la escapatoria gaseosa del y tú más. A este desiderátum hay que ponerle, de una vez por todas, el bozal, en hábil combinación con la funesta manía de pensar antes de hablar.
La dimisión de un jefe de gobierno en cualquier país es una carga explosiva necesitada de hábiles artificieros que ceben el artefacto y que sepan ocultarlo para que su detección no provoque el pánico colectivo. Al hecho consumado, obligatoriamente sigue la toma de decisiones. El camino puede ser tortuoso, pero queda despejado hacia ese único reto. El sistema ofrece garantías automáticas definidas a las claras en el ordenamiento constitucional. Pasada la sorpresa, si se hace bien, retorna la normalidad. A la especulación, al juego plebiscitario del liderazgo, a poco que se pierda el control, la calle será el escenario de los palmeros y los reventadores, mala especie para la solución del galimatías. La opción de Sánchez ha sido una frivolidad populista, cuyos resultados a favor o en contra todavía no pueden calibrarse, pero de lo que no cabe duda es que el sentido de estado no compareció estos cinco días de reflexión palaciega y pasión en los medios y en la calle.
Hemos escuchado a los opositores a Sánchez poner el grito en el cielo por plantearse lo que ellos no han cesado de pedir. Eso se llama desnorte, por no decir hipocresía. A los seguidores, destacar su instinto político como el alumno más aventajado de Maquiavelo en la historia. Tras negar la mayor, la dimisión o renuncia, el inquilino de La Moncloa, ha entregado munición a su adversario respecto a su flanco más débil: la credibilidad, el valor de su palabra, escapada de la concreción en forma de insinuación. Ha perdido la ocasión de pillar a la oposición más rancia (me cuesta creer que toda, pero…) con el paso definitivamente cambiado, desarticulando una formación de guerrilla en disciplina y orden táctico que, definitivamente oculto el objetivo, tendría que remangarse para trabajar en programas y soluciones de ciudadanía. Ahí les esperamos. No han enseñado para nada la patita. Y, por último, Sánchez ha desaprovechado una excelente oportunidad, con la intención sugerida, cumplida, de poner muy alto el listón a las exigencias de retirada de la política por supuestos casos de corrupción. Imaginen que ya no está en su cargo por el suceso de su mujer, menuda pelota en el tejado del PP con lo que tiene que retejar.
Si Pedro Sánchez ha montado este interrogante de cinco días en torno a su cargo y su persona como maniobra de estadista para contrarrestar y vaciar de contenido la estrategia de la oposición, nos ha dejado con dos palmos de narices. Si la intención era salvaguardar el honor de su esposa y el recinto sagrado de su entorno familiar, inviolable por alto que sea el cargo público que ostente, salvo pruebas concluyentes en contra que no parece haber, ha matado moscas a cañonazos e implicado a una colectividad nacional en un asunto de su intimidad. Para este viaje no necesitábamos semejante tramoya, ni siquiera, las alforjas del recurrente dicho popular.