Por Extremadura
“Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
Y están los capos en flor.
Cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;”
(Anónimo)
![[Img #68784]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2024/2477_7206_361210096_605135815081300_9113786989869401752_n.jpg)
Plasencia, La Vera, Yuste. Cornucopia de historia y de arte. Mucha cultura. Pero lo mejor, para mí, sin duda, los sonidos y los olores. El sonido del agua. Es una delicia, creedme, oír, escuchar, cómo suena el agua en las fuentes, en los regueros, en las pequeñas cascadas. Se trata de un sonido claro, transparente, limpio, como de plata. Como el de una campana nueva. La campana de esa ermita. También está el canto de los pájaros en las copas de los árboles, el roce de las hojas, húmedas y aún tiernas, de apenas unos días, y el rumor de unas alas alcanzando el nido de tierra del claustro. El silencio del ciprés. El sueño de siglos de la piedra. Y el olor. Los olores: el del eucalipto, el de los naranjos, el de la hierba recién cortada, el de las primeras flores. Todos ellos suspendidos, como flotando, en el aire fresco, quizá algo frío, de la mañana.
Lo que se ve también es hermoso. Bellísimo. El verde intenso del valle, el rojo de los geranios, el amarillo de los limones. La sangre de las rosas. Ay, las rosas. Pensé en cortar una de esas rosas y prendérsela en el pelo, y, mientras se la prendía, decirle al oído, bajito, solo para ella, que la quería. Que esta mañana me moría por sus ojos. Por su boca. Por amarla. Ah, se me olvidaba, pues el amor hace que se olvide todo, y el azul del cielo, límpido, sin una nube, atrapado en el estanque, donde dicen que el rey, después de su duro trabajo, al atardecer, para distraerse, pescaba. Y además, también, el río Jerte, bramando, como un animal salvaje, acorralado acaso, bajo el puente de piedra, entre las sombras de los álamos. Por su orilla izquierda se ve un camino flanqueado de cerezos, higueras, sauces, tilos y otros árboles que yo no conozco. No quiso venir conmigo por este camino. Que estaba cansada, me dijo. “Para otra vez,” añadió. No insistí, porque sabía de sobra que sería inútil. Pero cómo me hubiera gustado llevarla de la mano bajo los cerezos. Contarle cosas, aunque ya las supiera, aunque yo ya supiera que se las había contado. Besarla en la noche de esas sombras. Cuánto me habría gustado. Sé que no habrá otra ocasión. Por eso, yo me imagino paseando con ella por ese camino, y soy casi feliz. Ser casi feliz no es poca cosa, os lo aseguro, creedme de nuevo, por Dios.
“Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
Y están los capos en flor.
Cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;”
(Anónimo)
![[Img #68784]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2024/2477_7206_361210096_605135815081300_9113786989869401752_n.jpg)
Plasencia, La Vera, Yuste. Cornucopia de historia y de arte. Mucha cultura. Pero lo mejor, para mí, sin duda, los sonidos y los olores. El sonido del agua. Es una delicia, creedme, oír, escuchar, cómo suena el agua en las fuentes, en los regueros, en las pequeñas cascadas. Se trata de un sonido claro, transparente, limpio, como de plata. Como el de una campana nueva. La campana de esa ermita. También está el canto de los pájaros en las copas de los árboles, el roce de las hojas, húmedas y aún tiernas, de apenas unos días, y el rumor de unas alas alcanzando el nido de tierra del claustro. El silencio del ciprés. El sueño de siglos de la piedra. Y el olor. Los olores: el del eucalipto, el de los naranjos, el de la hierba recién cortada, el de las primeras flores. Todos ellos suspendidos, como flotando, en el aire fresco, quizá algo frío, de la mañana.
Lo que se ve también es hermoso. Bellísimo. El verde intenso del valle, el rojo de los geranios, el amarillo de los limones. La sangre de las rosas. Ay, las rosas. Pensé en cortar una de esas rosas y prendérsela en el pelo, y, mientras se la prendía, decirle al oído, bajito, solo para ella, que la quería. Que esta mañana me moría por sus ojos. Por su boca. Por amarla. Ah, se me olvidaba, pues el amor hace que se olvide todo, y el azul del cielo, límpido, sin una nube, atrapado en el estanque, donde dicen que el rey, después de su duro trabajo, al atardecer, para distraerse, pescaba. Y además, también, el río Jerte, bramando, como un animal salvaje, acorralado acaso, bajo el puente de piedra, entre las sombras de los álamos. Por su orilla izquierda se ve un camino flanqueado de cerezos, higueras, sauces, tilos y otros árboles que yo no conozco. No quiso venir conmigo por este camino. Que estaba cansada, me dijo. “Para otra vez,” añadió. No insistí, porque sabía de sobra que sería inútil. Pero cómo me hubiera gustado llevarla de la mano bajo los cerezos. Contarle cosas, aunque ya las supiera, aunque yo ya supiera que se las había contado. Besarla en la noche de esas sombras. Cuánto me habría gustado. Sé que no habrá otra ocasión. Por eso, yo me imagino paseando con ella por ese camino, y soy casi feliz. Ser casi feliz no es poca cosa, os lo aseguro, creedme de nuevo, por Dios.






