La voz de Eloy
![[Img #68786]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2024/5634_elo.jpg)
Los periodistas, para que negarlo, tenemos un barniz de vanidad. De mayor o menor grosor, depende del tamaño del ego. Sobre todo los que nos movemos o hemos movido en las cabeceras de periódicos o medios de importante audiencia y acceso rutinario a los cenáculos del poder. Gustamos del egocentrismo de la firma y de que nuestros escritos creen estados de opinión entre los lectores, oyentes y videntes. Si a lo dicho se añade la orla, ya no tan reciente, de los tertulianos convertidos en aristocracia del oficio y élite de lo sabelotodo, la jactancia derriba todo dique de contención.
Eloy Rubio, un periodista multifacético, no desbordó nunca el pequeño escenario de su territorio. Una ciudad y una comarca, para más inri, en las coordenadas del olvido de un país que se desangra por esa demografía que, como parece importar un bledo a la dirigencia y a los ombliguismos urbanos, queda desnuda del debate político. Ejercer el periodismo por estos pagos es un voluntariado con rango de misión en los inframundos que vemos con la indiferencia de lo habitual.
Eloy supo aplicar el instinto inteligente de la retranca maragata a un oficio que juega en inferioridad de prestigio por los andurriales en los que se desenvuelve. Tuvo la genialidad de adaptarse a culturas periodísticas acordes con la dimensión de un reportero local y desligarse de los alardes ficticios del informador urbano y cosmopolita, especialista en materias de alto copete. Un auténtico todoterreno en la tarea de contar con el ojo y la palabra.
La visión de Eloy por la pequeña ciudad y la comarca deprimida era como la del hombre orquesta de las ferias de pueblo. El no portaba trompeta, armónica y tambor a la espalda. Se servía de la cámara fotográfica, casi un apéndice dactilar, y de una mochila, cuya carga solo él podía conocer, pero en la que seguro se guardaban las ideas a plasmar en el título y cuerpo de la noticia.
Sigo viendo en Eloy un pionero de la información, como los que nos han mostrado las películas del Oeste. Contra todo y contra todos en una colectividad caciquil y puritana, pero en la que el periodismo, tan próximo al de Eloy, cimentó un modelo de convivencia y democracia, hasta estos tiempos recientes de noticias devenidas a mentiras y posverdades, cuando no a liderazgos amorales que, misterios insondables de la condición humana, parecen dispuestos a reverdecer desde el esperpento que concita la sucesión de causas judiciales en marcha.
Eloy fue una filosofía de vida en su didáctica y en su práctica. La imagen pensada tras la mirilla de la cámara fotográfica guardaba a menudo mensajes implícitos y abstracciones de lo retratado, que, una vez traducidos, dejaban la secuela de un elaborado ejercicio de pensamiento.
Porque Eloy fue también un pensador. Un personaje –en la más amable acepción de la palabra – que, tras su discurso oral o escrito, removía las sensibilidades. En sus opiniones escritas, frecuentemente necesitadas de relectura, imponía trucos dialécticos como el niño que juega a las adivinanzas con sus mayores y no puede evitar la sonrisa picarona cuando el superior en edad y gobierno, se las ve y desea para dar con el acertijo.
Eloy usó el nombre propio en las noticias y el pseudónimo en los artículos de opinión. Ardid de periodista en la solemne discreción de que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Recurso metafórico de darle a la información pura la nominación real, y a la imaginación y la creatividad, el misterio de un camuflaje. Una permuta de autoengaños que el lector avezado no tarda en descubrir. La magia de las letras nos permite tales ilusionismos.
La voz de Eloy sugería uno de los rasgos de su personalidad que más me llamó la atención: ese tono sosegado, casi un bisbiseo, pero que llegaba con nitidez al oído. Se acompañaba de un ritmo monocorde que incitaba a la conversación relajada, sin que por ello, quedara huérfana de polémica. No hubiera sido un buen tertuliano radiofónico o televisivo. Mucho mejor para su talante. No puedo imaginármelo en esos debates viscerales y biliares, a él, que hacía de la porfía un relato culminado en la sucesión de puntos suspensivos. La puerta siempre abierta a una meditación.
Esa voz de Eloy me transmitió su enfermedad con la denominación de origen perfectamente vocalizada. Se abrió el inevitable paréntesis del silencio. Un silencio que quería ser esperanza, pese a todo. El canalla le concedió unos escasos días que no quiero imaginar en sus adentros y en el ambiente familiar. Lo inevitable fue fulminante y demoledor para los que disfrutamos de su peculiar personalidad: la de un cómico al estilo Buster Keaton, la de un filósofo irónico como Chesterton, la de un poeta como su admirado Holderlin. En todos esos papeles se divirtió ejerciendo el periodismo al romántico y lírico modo de un ideal en soledad, el de esos reporteros que cuentan las historias de una pequeña ciudad y de una comarca, ahora enmudecidas del relato de uno de sus juglares.
Los periodistas, para que negarlo, tenemos un barniz de vanidad. De mayor o menor grosor, depende del tamaño del ego. Sobre todo los que nos movemos o hemos movido en las cabeceras de periódicos o medios de importante audiencia y acceso rutinario a los cenáculos del poder. Gustamos del egocentrismo de la firma y de que nuestros escritos creen estados de opinión entre los lectores, oyentes y videntes. Si a lo dicho se añade la orla, ya no tan reciente, de los tertulianos convertidos en aristocracia del oficio y élite de lo sabelotodo, la jactancia derriba todo dique de contención.
Eloy Rubio, un periodista multifacético, no desbordó nunca el pequeño escenario de su territorio. Una ciudad y una comarca, para más inri, en las coordenadas del olvido de un país que se desangra por esa demografía que, como parece importar un bledo a la dirigencia y a los ombliguismos urbanos, queda desnuda del debate político. Ejercer el periodismo por estos pagos es un voluntariado con rango de misión en los inframundos que vemos con la indiferencia de lo habitual.
Eloy supo aplicar el instinto inteligente de la retranca maragata a un oficio que juega en inferioridad de prestigio por los andurriales en los que se desenvuelve. Tuvo la genialidad de adaptarse a culturas periodísticas acordes con la dimensión de un reportero local y desligarse de los alardes ficticios del informador urbano y cosmopolita, especialista en materias de alto copete. Un auténtico todoterreno en la tarea de contar con el ojo y la palabra.
La visión de Eloy por la pequeña ciudad y la comarca deprimida era como la del hombre orquesta de las ferias de pueblo. El no portaba trompeta, armónica y tambor a la espalda. Se servía de la cámara fotográfica, casi un apéndice dactilar, y de una mochila, cuya carga solo él podía conocer, pero en la que seguro se guardaban las ideas a plasmar en el título y cuerpo de la noticia.
Sigo viendo en Eloy un pionero de la información, como los que nos han mostrado las películas del Oeste. Contra todo y contra todos en una colectividad caciquil y puritana, pero en la que el periodismo, tan próximo al de Eloy, cimentó un modelo de convivencia y democracia, hasta estos tiempos recientes de noticias devenidas a mentiras y posverdades, cuando no a liderazgos amorales que, misterios insondables de la condición humana, parecen dispuestos a reverdecer desde el esperpento que concita la sucesión de causas judiciales en marcha.
Eloy fue una filosofía de vida en su didáctica y en su práctica. La imagen pensada tras la mirilla de la cámara fotográfica guardaba a menudo mensajes implícitos y abstracciones de lo retratado, que, una vez traducidos, dejaban la secuela de un elaborado ejercicio de pensamiento.
Porque Eloy fue también un pensador. Un personaje –en la más amable acepción de la palabra – que, tras su discurso oral o escrito, removía las sensibilidades. En sus opiniones escritas, frecuentemente necesitadas de relectura, imponía trucos dialécticos como el niño que juega a las adivinanzas con sus mayores y no puede evitar la sonrisa picarona cuando el superior en edad y gobierno, se las ve y desea para dar con el acertijo.
Eloy usó el nombre propio en las noticias y el pseudónimo en los artículos de opinión. Ardid de periodista en la solemne discreción de que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Recurso metafórico de darle a la información pura la nominación real, y a la imaginación y la creatividad, el misterio de un camuflaje. Una permuta de autoengaños que el lector avezado no tarda en descubrir. La magia de las letras nos permite tales ilusionismos.
La voz de Eloy sugería uno de los rasgos de su personalidad que más me llamó la atención: ese tono sosegado, casi un bisbiseo, pero que llegaba con nitidez al oído. Se acompañaba de un ritmo monocorde que incitaba a la conversación relajada, sin que por ello, quedara huérfana de polémica. No hubiera sido un buen tertuliano radiofónico o televisivo. Mucho mejor para su talante. No puedo imaginármelo en esos debates viscerales y biliares, a él, que hacía de la porfía un relato culminado en la sucesión de puntos suspensivos. La puerta siempre abierta a una meditación.
Esa voz de Eloy me transmitió su enfermedad con la denominación de origen perfectamente vocalizada. Se abrió el inevitable paréntesis del silencio. Un silencio que quería ser esperanza, pese a todo. El canalla le concedió unos escasos días que no quiero imaginar en sus adentros y en el ambiente familiar. Lo inevitable fue fulminante y demoledor para los que disfrutamos de su peculiar personalidad: la de un cómico al estilo Buster Keaton, la de un filósofo irónico como Chesterton, la de un poeta como su admirado Holderlin. En todos esos papeles se divirtió ejerciendo el periodismo al romántico y lírico modo de un ideal en soledad, el de esos reporteros que cuentan las historias de una pequeña ciudad y de una comarca, ahora enmudecidas del relato de uno de sus juglares.