Ángel Alonso Carracedo
Martes, 04 de Junio de 2024

La cotorra argentina

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Los vecinos de Madrid y de otras ciudades nos hemos acostumbrado, a la fuerza, a la intrusión de un ave invasora de cielos y arboledas. Son las cotorras y, como proceden de Argentina, se ha solventado adjetivación en el paisanaje de la nación del cono sur americano. La característica del pajarraco, junto al color verde, es el canto estridente y a coro de las colonias que anidan cerca de urbanizaciones y plazas. Son  martirio para el oído de cualquier transeúnte, aparte de su agresividad hacia especies autóctonas a las que están en vías de diezmar. En sus festivales de chirridos, uno se da cuenta de lo acertado de la denominación de cotorra que reciben las personas parlanchinas, incapaces para el diálogo en orden.

 

A España ha llegado desde el país de origen la cotorra mayor. Lo ha hecho por el aire, no agitando alas, sino a bordo del avión de uso particular que se cede a Jefes de Estado. El aludido es presidente elegido en urnas de esa Argentina querida por estos pagos. Hemos recibido de allá un excelente cargamento humano, con el que enseguida hemos congeniado. Con la misma facilidad y naturalidad que nuestros compatriotas lo hacen, y hablo por experiencia, cuando cruzan el charco y aterrizan en Buenos Aires, tan cercana en estilo y filosofía a Madrid, aunque ellos presuman de tener el París de Sudamérica.  

 

El ahora llegado, mímesis en oralidad con la Myiopsitta Monachus (nombre científico de la cotorra argentina o perico monje) esconde el verbo de su cotorreo en una de esas figuras humanas que, si se ríen, hielan la sangre de auditorios sosegados. Responde al nombre  de Javier Milei, y anda todo ufano por el mundo tratando de patentar para el mármol de la perennidad, un concepto digno de atar moscas por el rabo: anarcocapitalismo.

 

El hombre cumple con lo que puede deducirse de buenas a primeras de la citada ocurrencia léxica. De una parte, anarco, fuertemente ligado a la anarquía de sus planteamientos de buen encaje en el idioma del cotorreo. De otra, capitalismo, llevado en el  desarrollo legislativo que pretende para su país,  a una melancolía incorregible por el contrato social entre negreros y esclavos.

 

Miley, fonéticamente el apellido no puede ser más adecuado, pues está enrocado en la lucha por una normativa que quiere ser exclusivamente suya, tiene como ariete de su ideal el aniquilamiento del Estado. De conseguirlo, ¿sobre qué base se sustentará su liderazgo? ¿Sobre una nación sin Estado? Basta echar un vistazo a algunos de estos territorios  que prosperan por el orbe, para colegir que son lugares inhabitables, sin frenos a los caprichos y discrecionalidades de señores de la guerra.

 

Quizás ese Estado invisible que preconiza con fe de converso sea la causa y el efecto de que todavía, ni en su propia organización de poder, haya quedado claro, si el viaje a España ha sido de Estado o privado. De ser lo primero, un mínimo protocolo obliga a la visita de cortesía a los poderes institucionales de la nación anfitriona, por muy opuestos que sean al ideario del visitante. Pasó de largo con más mala educación que chulería Y si encima se inviste de un lenguaje insultante y acusatorio, sin sentencia que lo avale, hacia la mujer del jefe del Gobierno, aplaudido o  tolerado insensatamente por la oposición derechista  española, desde luego no vienes a buscar amistades diplomáticas, sino el estrépito mitinero de correligionarios, con los que es más fácil proclamar la soflama caótica y polifónica de las cotorras. De ser lo segundo, ha hecho uso abusivo de las prerrogativas del poder y su cargo.

 

Javier Miley despreció no a un Estado ni a un Gobierno, que también, en las antípodas de su despotismo inculto. Ofendió la decisión en las urnas de un pueblo que eligió libre y legalmente a sus mandatarios. Un buen patriota, de los que no necesitan alardear de  pulsera o enarbolado constante de bandera, no puede admitir que la decisión soberana de su colectividad sea sometida a cachondeo de un visitante que  nos debe respeto, el mismo que le debemos a él si pisamos su suelo. El que, ciertamente, se le faltó antes de su arribada, cuando el bocachancla de turno de urgencias, que parece preceptivo tener cualquier gabinete ministerial, sacó a pasear su lengua sin chubasquero en jornada lluviosa.

 

Miley vino a lo suyo. A vender su mercancía a los empresarios que se prestaron a una foto que deflagró al día siguiente, cuando el mandatario argentino agitó toda la verborrea de cotorra en el nido/mitin de los compañeros de viaje al paroxismo que tiene por estos andurriales. Cuidado con las fotos. No son pocas las que han quedado como instante maldito para los que han posado.

 

La simbología de Miley está asociada a la cinematografía de terror. Su artilugio preferido, la motosierra, fue indiscutible objeto protagonista de una cinta gore como La matanza de Texas. En algunas de sus gesticulaciones y muecas se adivina la fisonomía de Chucky, el muñeco diabólico. El programa de acción sugiere acciones terroríficas en la línea de la saga Viernes 13.  Eduardo Manostijeras, excluyendo el mensaje introspectivo, es una potente alegoría morfológica de su fiebre obsesiva por los recortes sociales.

 

Si se ha dicho que el cine es un fábrica de sueños, Miley y sus adláteres ya se preparan para sumirnos en una pesadilla, la que tuvieron que padecer los argentinos en el primer capítulo de su nueva historia: cuando tuvieron que optar entre  esta heterodoxia del humanismo y un ministro de Economía, responsable último de las típicas y tópicas inflaciones incontroladas del país austral.

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