Existencial
“¿Cómo seré yo
cuando no sea yo?
Cuando el tiempo
haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos.
Pensaré en ti, tal vez.”
(Ángel González)
![[Img #68918]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2024/4808_img_16510.jpg)
Sí, aunque parezca raro, algo excéntrico, incluso un poco loco, yo me pregunto quién soy, y lo digo sin rubor. Me atrevo, por fin. Yo quiero conocerme. Saber qué es mi vida. Cuál es su fundamento. Su verdadero anclaje. Lo que le da sentido. Eso que hace que merezca la pena vivir. Pasar por el mundo, a pesar de todo, y de tanto.
Sin embargo, este ejercicio intelectual no es nuevo. Pues, en el oráculo de Delfos, dedicado al Dios Apolo, a finales del siglo V a. C. se podía leer: Gnóthi seautón. Es decir, conócete a ti mismo. Sócrates, de quién la Pitia de este templo, según su amigo Querefonte, dijo que era el más sabio de los hombres, aceptó esta exhortación y dedicó toda su vida a examinarse. A saber quién era. Esto mismo, fue lo que hizo también Agustín de Hipona en sus Confesiones, unos cuantos siglos más tarde, a principios del siglo V d. C. Nosce te ipsum, se dirá entonces.
Pero, como preguntarse por uno mismo es lógicamente preguntarse por el hombre, Kant, de nuevo, otros tantos siglos después, ya en el XVIII, cuando se planteó el problema “¿Qué es el hombre?”, se preocupó de indagarse para saber quién demonios era él. Hay quien considera que esta pregunta kantiana es la más importante de la filosofía. La verdadera pregunta filosófica. ¿Acaso es la filosofía en el fondo antropología? No lo sé. Lo que sí sé es que me busco. Busco saber quién soy yo realmente. Saber lo que somos cada uno de nosotros. La respuesta a la pregunta de Kant. Busco la verdad. La verdad, no tu verdad, ni la mía, ni la vuestra, ni la de ellos, sino la Verdad, como diría Antonio Machado. La Verdad, aunque no guste, aunque hiele, aunque hiera, aunque duela. Aunque mate.
Esperanzado, salgo al mundo, viajo, recorro muchos países, hablo con sus gentes, asisto a sus fiestas, visito museos y bibliotecas, leo, estudio, pero no hallo más que alienación. Me pierdo entre las cosas. Entre los hombres. Es entonces, cuando, cansado y decepcionado, ya casi sin esperanza, me repliego, vuelvo los ojos, no los de la cara, que los cierro, sino los del entendimiento, hacia mi interior, y me abismo, pese al vértigo que me produce mirarme. Noli foras ire, intra teipsum reddi: no vayas fuera, entra dentro de ti. Lo hago. Desciendo, casi a tientas, temeroso, a lo profundo, donde habita la conciencia. El alma. El corazón. Lo íntimo. ¿Qué hay? ¿Qué veo? Veo rincones, grietas, esquinas, pliegues, claros, sombras, noches, hielo, brasas. Yo soy el que dice hoy esto y mañana lo contrario, el que quiere y no quiere, el que consiente, el que prohíbe, el que afirma, el que duda, el que sueña, el que a ratos se muere, el que a ratos toca el cielo con los dedos. Soy ángel y demonio. Descubro que no soy solo una cosa, sino muchas. Pero sobre todo veo carencia. Soy un ser indigente. Pobre. Alguien que no tiene y anhela tener. Desea llenar ese vacío. Esa nada que soy. Alguien que no tiene la verdad, ni el amor, ni la belleza, y porque no tiene estas cosas desea tenerlas, y se desvive por ellas. Ah, y tampoco posee el poder y está loco por conquistarlo. Por dominar el mundo. Por ser su dueño.
La verdad es que la Verdad, como nuestra sombra, se nos escapa y no logramos atraparla, lo que no quiere decir que no exista, ni que un día no podamos dar con ella. Pues en realidad nadie sabe si la verdad está o no está más allá de lo humano. Es posible, en el mejor de los casos, que nunca lleguemos a exclamar ese Sero te novi –tarde te conocí– de Agustín. Con todo, esta incertidumbre, lejos de frenarnos, nos impele a ir tras la verdad, porque la verdad para mí, para algunos, aun en este tiempo, tan extraño, vale, y vale más que nada, más que todo. Y es su valor lo que, al fin y al cabo, justifica el esfuerzo de continuar persiguiéndola.
En cuanto al amor, ese amor eterno, para toda la vida, ese amor entero, pleno, total, completo, de una vez, redondo, sin fisuras, como el Ser de Parménides, como el que se hace presente en nuestras ensoñaciones, también resulta huidizo, y pocos son los que se han atrevido a decir que lo han conseguido. Pero sin amor… ¿Cómo se puede vivir sin amor? ¿Sin amar y sin ser amado? Amare et amari. Es difícil imaginarse vivir sin al menos un poco de amor: sin un abrazo, sin un beso, sin una palabra dulce.
¿Y la belleza? Tampoco sé si la verdad es bella ni si es bello el amor. Pero a menudo me encuentro con cosas bellas: un poema, una película, una canción, una música, un rostro, una voz. Unos labios. Quizá solo sean reflejos de la Belleza. Quizá también la Belleza, como la Verdad, como el corzo en el bosque, se nos escapa. Pero eso no impide que sus reflejos, las cosas bellas, nos hagan la vida deseable. Porque en realidad no nos basta con vivir. Claro que no, pues además de vivir queremos vivir bien. Y son precisamente las cosas bellas lo que nos hacen la existencia mejor.
Deseamos vivir para conocer la verdad, para amar y ser amados, para deleitarnos con las cosas bellas. Para remediar nuestra indigencia. Para hacernos, construirnos. Y esto es lo que da sentido de verdad a nuestra vida. Aquí está el ancla a la que estamos amarrados. Del poder, solo diré que es muy poderoso y que da miedo. Pero esto ya es harina de otro costal, o eso quiero yo pensar.
“¿Cómo seré yo
cuando no sea yo?
Cuando el tiempo
haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos.
Pensaré en ti, tal vez.”
(Ángel González)
Sí, aunque parezca raro, algo excéntrico, incluso un poco loco, yo me pregunto quién soy, y lo digo sin rubor. Me atrevo, por fin. Yo quiero conocerme. Saber qué es mi vida. Cuál es su fundamento. Su verdadero anclaje. Lo que le da sentido. Eso que hace que merezca la pena vivir. Pasar por el mundo, a pesar de todo, y de tanto.
Sin embargo, este ejercicio intelectual no es nuevo. Pues, en el oráculo de Delfos, dedicado al Dios Apolo, a finales del siglo V a. C. se podía leer: Gnóthi seautón. Es decir, conócete a ti mismo. Sócrates, de quién la Pitia de este templo, según su amigo Querefonte, dijo que era el más sabio de los hombres, aceptó esta exhortación y dedicó toda su vida a examinarse. A saber quién era. Esto mismo, fue lo que hizo también Agustín de Hipona en sus Confesiones, unos cuantos siglos más tarde, a principios del siglo V d. C. Nosce te ipsum, se dirá entonces.
Pero, como preguntarse por uno mismo es lógicamente preguntarse por el hombre, Kant, de nuevo, otros tantos siglos después, ya en el XVIII, cuando se planteó el problema “¿Qué es el hombre?”, se preocupó de indagarse para saber quién demonios era él. Hay quien considera que esta pregunta kantiana es la más importante de la filosofía. La verdadera pregunta filosófica. ¿Acaso es la filosofía en el fondo antropología? No lo sé. Lo que sí sé es que me busco. Busco saber quién soy yo realmente. Saber lo que somos cada uno de nosotros. La respuesta a la pregunta de Kant. Busco la verdad. La verdad, no tu verdad, ni la mía, ni la vuestra, ni la de ellos, sino la Verdad, como diría Antonio Machado. La Verdad, aunque no guste, aunque hiele, aunque hiera, aunque duela. Aunque mate.
Esperanzado, salgo al mundo, viajo, recorro muchos países, hablo con sus gentes, asisto a sus fiestas, visito museos y bibliotecas, leo, estudio, pero no hallo más que alienación. Me pierdo entre las cosas. Entre los hombres. Es entonces, cuando, cansado y decepcionado, ya casi sin esperanza, me repliego, vuelvo los ojos, no los de la cara, que los cierro, sino los del entendimiento, hacia mi interior, y me abismo, pese al vértigo que me produce mirarme. Noli foras ire, intra teipsum reddi: no vayas fuera, entra dentro de ti. Lo hago. Desciendo, casi a tientas, temeroso, a lo profundo, donde habita la conciencia. El alma. El corazón. Lo íntimo. ¿Qué hay? ¿Qué veo? Veo rincones, grietas, esquinas, pliegues, claros, sombras, noches, hielo, brasas. Yo soy el que dice hoy esto y mañana lo contrario, el que quiere y no quiere, el que consiente, el que prohíbe, el que afirma, el que duda, el que sueña, el que a ratos se muere, el que a ratos toca el cielo con los dedos. Soy ángel y demonio. Descubro que no soy solo una cosa, sino muchas. Pero sobre todo veo carencia. Soy un ser indigente. Pobre. Alguien que no tiene y anhela tener. Desea llenar ese vacío. Esa nada que soy. Alguien que no tiene la verdad, ni el amor, ni la belleza, y porque no tiene estas cosas desea tenerlas, y se desvive por ellas. Ah, y tampoco posee el poder y está loco por conquistarlo. Por dominar el mundo. Por ser su dueño.
La verdad es que la Verdad, como nuestra sombra, se nos escapa y no logramos atraparla, lo que no quiere decir que no exista, ni que un día no podamos dar con ella. Pues en realidad nadie sabe si la verdad está o no está más allá de lo humano. Es posible, en el mejor de los casos, que nunca lleguemos a exclamar ese Sero te novi –tarde te conocí– de Agustín. Con todo, esta incertidumbre, lejos de frenarnos, nos impele a ir tras la verdad, porque la verdad para mí, para algunos, aun en este tiempo, tan extraño, vale, y vale más que nada, más que todo. Y es su valor lo que, al fin y al cabo, justifica el esfuerzo de continuar persiguiéndola.
En cuanto al amor, ese amor eterno, para toda la vida, ese amor entero, pleno, total, completo, de una vez, redondo, sin fisuras, como el Ser de Parménides, como el que se hace presente en nuestras ensoñaciones, también resulta huidizo, y pocos son los que se han atrevido a decir que lo han conseguido. Pero sin amor… ¿Cómo se puede vivir sin amor? ¿Sin amar y sin ser amado? Amare et amari. Es difícil imaginarse vivir sin al menos un poco de amor: sin un abrazo, sin un beso, sin una palabra dulce.
¿Y la belleza? Tampoco sé si la verdad es bella ni si es bello el amor. Pero a menudo me encuentro con cosas bellas: un poema, una película, una canción, una música, un rostro, una voz. Unos labios. Quizá solo sean reflejos de la Belleza. Quizá también la Belleza, como la Verdad, como el corzo en el bosque, se nos escapa. Pero eso no impide que sus reflejos, las cosas bellas, nos hagan la vida deseable. Porque en realidad no nos basta con vivir. Claro que no, pues además de vivir queremos vivir bien. Y son precisamente las cosas bellas lo que nos hacen la existencia mejor.
Deseamos vivir para conocer la verdad, para amar y ser amados, para deleitarnos con las cosas bellas. Para remediar nuestra indigencia. Para hacernos, construirnos. Y esto es lo que da sentido de verdad a nuestra vida. Aquí está el ancla a la que estamos amarrados. Del poder, solo diré que es muy poderoso y que da miedo. Pero esto ya es harina de otro costal, o eso quiero yo pensar.