Catalina Tamayo
Miércoles, 26 de Junio de 2024

A propósito de la negociación

¡Cambian tantas cosas cuando recibes una educación! Aprendes que tus propias convicciones, por muy sinceras y populares que sean, pueden estar equivocadas. Aprendes que hay formas mejores y peores de vivir, y que otras personas y otras culturas pueden saber cosas que tú ignoras.”

(Steven Pinker)

 

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Seguramente, pecaré de ingenuo, no lo niego; pero la negociación, que puede ser muy adecuada en numerosos ámbitos, no la veo bien cuando nos ocupamos de la política. Porque negociar no es acordar. Cuando se negocia, no importa la verdad, ni la justicia, ni el bien, sino solo el interés de las partes. Si en el negocio cada una de esas partes consigue lo que le interesa, el negocio resultará bueno. A menudo las negociaciones para llegar a buen puerto han de ser opacas; cuanto más secretas, mejor.

 

Esto no vale para la política porque en la política –la de verdad, no la que estamos viendo cada día– lo que cuenta es el bien común; lo que es bueno para todos; no el propio bien de los políticos; no llegar al poder o seguir en el poder; no el poder por el poder. Por eso, en la política de lo que se trata no es de negociar sino de acordar; de alcanzar acuerdos. Y estos no pueden llegar sino a través de un diálogo abierto y transparente. Un diálogo en el que todos podamos ver; saber bien qué es lo que se está tratando y dirimiendo. Acordando. En ese diálogo, cada uno ha de ponerse en el lugar del otro, hacer un esfuerzo por comprender las posiciones –pese a que nos parezcan disparatadas– de los demás, contemplar la posibilidad de que uno mismo por muy seguro que esté también puede estar equivocado y hallarse dispuesto por la fuerza de los hechos y de los argumentos racionales –pero únicamente por eso– a cambiar de opinión. Solo así se podrá acordar algo desde lo que realmente son las cosas y no desde lo que interesa. Porque en esto lo que importa no es engañar ni sacar ventaja sino conseguir lo que es bueno para todos. Para todos. Pues lo que es bueno para todos es bueno para cada uno.

 

Pero la condición de posibilidad de este diálogo que conduce al acuerdo es la confianza en la palabra dada. Si dijimos esto, no nos podemos desdecir. Si prometimos aquello, hemos de cumplirlo. De lo que se trata es de ser veraces, porque es, precisamente, la veracidad –la honradez, la honestidad– lo que nos hace confiar los unos en los otros y que, por consiguiente, nos pongamos de acuerdo en algo. La palabra dada es esencial; es la clave de todo. Hay que darle valor y no vaciar su contenido. No hay que prostituirla. Y si alguien lo hace, reaccionemos retirándole nuestra confianza. Esto hará que los políticos no nos mientan con la desvergüenza con la que nos mienten ahora; hará que nos consideren de una vez por todas en serio y dejen ya de tomarnos el pelo; hará, en fin, que dejen de jugar con nosotros como si fuéramos niños o menores de edad; como si pudieran hacer con nosotros lo que quieren; lo que les da la gana.

 

Y así, desde esta confianza mutua, se podrá colaborar. Colaborar es dejar a un lado nuestros intereses y centrarnos en lo que nos conviene a todos. Pues avanzamos más colaborando que compitiendo. Sin duda alguna, colaborar es más humano que competir. De hecho, lo más importante, más que nada, es construir entre todos eso que es bueno para todos. Entre todos para todos. Eso es. Para todos.

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