Ángel Alonso Carracedo
Miércoles, 03 de Julio de 2024

Vivir y ver

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Cualquier tiempo pasado fue mejor, reza el refrán. Un dicho de recurso entre los mayores que disimulamos las canas y arrugas que menudean frente al espejo. Una declaración de intenciones contra el rotundo peso de los años que nos hace torpes en las batallas del conflicto generacional. El empuje de la juventud y la retirada de los veteranos forman parte del derecho natural en las especies humana y animal. Alfa deja de ser la letra griega dominante en las filas de los eméritos, dejando al abecedario heleno en este vector a los pies de la omega que cierra la sucesión.

 

Los currículos se achican hasta el punto final de la jubilación. Se acabó la tinta con que escribirlos, y en la ficha de la vida se deja ver lo que fue, sin atisbo del relato esperanzador de lo que será o confiamos. Vivir con entusiasmo es pasto de la fértil pradera de la juventud. Pasar a hacerlo con el sinsabor de los años cumpliéndose, en aceleración progresiva del tiempo, es ensanchar el ángulo de visión por el espejo retrovisor y estrecharlo por el parabrisas. El frenazo de los que debe ser pronto parada, deja el dorso lleno de horizonte, y el frontal, cara a la pared.

 

Es así. Por eso, los tiempos pasados son siempre los mejores en las biografías de miradas hacia atrás. Porque son las etapas vividas a plenitud, con el porvenir inmaculado y por desvirgar con multitud de oportunidades en permanente estar a la que salta. El pasado, como joven, es un tiempo leve, gaseoso, sin otra historia que la ausencia de problemas, y el tintero, para notificar las andanzas, a rebosar. Le falta, como a nosotros mismos, crecer ¿Y el presente? El presente es un ahora sin medida temporal ¿Cuánto dura cronómetro o calendario en mano? Nada. Pero no es que sea la nada. Está ahí como concepto intemporal, a nuestro gusto en las extensiones y reducciones. Tiene algo de tramposo cuando las voces urgentes nos conminan a atraparlo en forma de último minuto. El ahora mismo es una abstracción. Juega una liga diferente frente a las concreciones del pasado y el futuro; el primero, con sus contenidos; el segundo, con sus expectativas.

 

El pasado es la vida sin trampa ni cartón. Por eso, si es extenso, será siempre el mejor. Es más asunto de cantidad que de calidad. Lo he afirmado: esta conjugación es un lápiz con goma de borrar en la punta, la que elimina de la memoria el recuerdo escabroso, mientras la mina puede subrayar los momentos felices. Y es mejor, no por pasado, sino por vivido. Ser testigo presente de acontecimientos nos convierte en protagonistas o elencos del guion de la historia. La vista es el sentido que da configuración a la presencia. La audiencia también, pero se bifurca en los testimonios ajenos. Los ojos son multidimensionales. Los oídos, unidimensionales. Oír sin ver es el embrión de multitud de confusiones. Yo lo oí, nunca tendrá la contundencia asertiva de un yo lo vi.

 

La nueva hornada política hace un malabar dialéctico con este pasado desde la línea de salida de los vestigios. Ha entrado en el debate público como elefante en cacharrería a la hora de testimoniar la etapa de la Transición. Yo, un mayor, la viví; yo, un jubilado, la vi. En aplicación silogística con lo expresado, es fácil aventurar que fue mi tiempo pasado mejor como ciudadano que transitó de una dictadura, que también viví y vi, a una democracia, que sigo viviendo y viendo. En dos planos opuestos me colocó el destino con mi fecha de nacimiento. Me veo legitimado a opinar porque fue y estuve; y también escuché, desde la tribuna preferente de un oficio naciente de periodista, que entonces se esmeró en la ilusión de un objetivo común de libertades desde la honradez del rigor informativo.

 

Aquella época se ha diluido, porque como he dicho al principio, el ánimo alfa de nuestra vitalidad ha ido derivando, con la lógica de la edad, hacia los últimos caracteres del abecedario griego. Somos una especie de desecho de tienta. Negarlo sería estúpido. Los ojos y los oídos son ahora los del relevo: nuestros hijos que, prevenidos estén, seguirán el mismo sendero de sus mayores. Cuestionarán lo que no vieron y aceptarán selectivamente lo que oigan. El oído es fuente de inspiración perenne. La vista también, pero transformada en lectura. Decisivo matiz.

 

A lo que no voy a renunciar es que nuestro pasado enlazó con un presente vibrante. Imperfecto, claro. No pidamos a la obra humana la perfección que nos prometen insensatamente los políticos. Ocultan que sin errores no podrá existir el aprendizaje. Y como tenemos ya pretéritos largos, podemos intuir los vericuetos por los que deambula el porvenir.

 

Nosotros creímos en un futuro mejor que el pasado. Durante un tiempo estuvimos satisfechos con lo hecho en el remoto quehacer. Sin embargo, llegaron los entusiasmos de lo nuevo, y nos han puesto frente a los espejos oscuros y tenebrosos de las intolerancias, los totalitarismos y la mentira institucionalizada. Sobre este presente se ensalza un ulterior que sugiere una pésima mezcla en coctelera de los excesos focalizados en este presente. A falta de testigos presenciales, miremos los manuales de la historia y oigamos sus voces. Mis coetáneos ya son parte de ella.

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