Ángel Alonso Carracedo
Miércoles, 17 de Julio de 2024

Reflexiones sobre la vejez

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Si hay un aspecto de esta época al que se puede aplicar la hipocresía del doble mensaje es al periodo de mi vida que acabo de inaugurar. Me considero un viejo concreto, porque coloqué el mojón en el referente de los setenta años. Los acabo de cumplir. Otra cuestión es la ancianidad del espíritu, una conceptualidad abstracta. Carece de punto fijo de asentamiento. No tiene aritmética posible.

 

Soy viejo corporal, porque ahí están mis achaques para recordármelo con la insolencia de los dolores y la frecuencia de las visitas al médico, el mecánico de nuestros cuerpos. Pero en lo creativo, sigo al pie del cañón, con los bríos renovados de insistir en el aprendizaje de los sucesos y de los nuevos enfoques de las existencias individual y colectiva. Soy un contenido joven en un continente desgastado.

 

El entorno nos declara oficialmente viejos con legislaciones, prohibiciones y consejos. Pasamos de activos a pasivos por un fatídico cumpleaños a medio camino entre los sesenta y los setenta años, incluso antes, porque las mentalidades empresariales tienden a declararnos desechos de tienta cada vez con mayor precocidad. Solo el asunto del encuadre de los dineros públicos obliga a prolongar un par de años la vida laboral. Endulzan la transición con la promesa de una ociosidad que a muchos se antoja como incompatible con la vejez abstracta de una madurez y creatividad aún vivas en nuestros adentros. Los que tenemos la suerte de esquivar ese toro, ahí seguimos, aprovechables para gente e instituciones inteligentes que saben que la sabiduría y la intuición solo se potencian con la experiencia, palabra tantas veces sinónimo de años acumulados.

 

Ha llegado el momento de la ofensiva contra la mentada hipocresía del prólogo. La actualidad la ha puesto en bandeja. El primer debate entre candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, un equivalente a la designación del emperador mundial, únicamente ha puesto la lupa en los evidentes lapsus de uno de sus candidatos, emperador vigente. Las tribunas del circo mediático tardaron lo que dura un pedo en la mano, en poner el dedo hacia abajo de la muerte política de Joe Biden, por el pecado inmensurable de estos tiempos ladinos, de mostrar las vergüenzas de una larga edad en la ventana abierta a todas las miserias que es la televisión. Su oponente, un delincuente condenado y solo tres años más joven, presumió de una victoria por KO, por saber no mostrar lo que de verdad esconde. Biden ha sido condenado por viejo, y el auténtico reo, liberado gracias a gesticulaciones histéricas y a su habilidad en el manejo de ese maligno espejismo que son las redes sociales.

 

Biden, bonachón y natural en sus torpezas, queda incapacitado por octogenario. No tiene acceso posible a la santidad, por supuesto. Ejerce la hipocresía de la dualidad de comportamientos en asuntos tan execrables como la tibieza con el gobierno israelí en el genocidio gazatí. Pero no merece la patada de la despedida por un mal papel en un debate frívolo de televisión, donde todo se supedita a acertar como mejor actor, en vez de como buen - o menos malo - político.

 

Trump, otro viejo, remedo del odioso Ebenezer Scrooge del núcleo del Cuento de Navidad, de Charles Dickens, se coloca como la gran esperanza de la reacción totalitaria para otro inquilinato en la Casa Blanca, recinto de poder que volverá a convertir en una pesadilla salida del magín de Stephen King. Y retornará vitaminado con la sed de venganza, de la que se ha jactado en campaña electoral.

 

El duelo Biden-Trump sugiere una nueva versión belicista entre los viejos y nuevos modales que surcan el planeta. El actual presidente es la ancianidad prescindible, por molesta. El ex representa otra vejez, la de la magia invadida de lados oscuros, que propicia el mal uso de las nuevas tecnologías. Es un hábil manipulador de las mismas y un referente en esa edad tardía que hace las delicias de los poderes fácticos de Sillicon Valley en el reclutamiento de las masas aborregadas. Trump es el caudillo de la inteligencia artificial que transforma las mentiras globales en verdades de usar y tirar.

 

Una reflexión pragmática que se superpone con otra, de calibre de no menor grosor. Los viejos pechamos con la misión intrusa de ser protectores del sistema. Las pensiones que percibimos son el bálsamo contra la irritación social de lacras como el paro o la anulación de una generación atada a la dependencia paterna, por el casi imposible acceso a los recursos de la emancipación. ¿Se nos va a cuestionar esa realidad? Todavía hay quien dice que somos el dique de contención de la promoción de nuestros hijos. Aún se oye el raca-raca de los privilegios llovidos del cielo. Pedimos a los poderes públicos que atajen con contundencia dialéctica esa mentira. Nos mantenemos con las cotizaciones que para tal menester hemos aportado durante décadas de actividad laboral.

 

La vejez es hoy más cuestión estética que nunca. Es fea. Arrugas, encorvamientos de espalda, palabras inconexas, gruñidos, intolerancias, desmemorias, encías vacías. Y en este prado de calamidades, un solo compañero: la soledad, inmensa, desgarradora. Se lo digo a la lozana juventud, con ustedes, el final de todos los trayectos.

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