Catalina Tamayo
Jueves, 18 de Julio de 2024

Una mañana

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Recordar y soñar son una misma cosa.”

 

 

He vuelto a bajar al caño. Mi madre quiere agua fresca para la comida; es un poco caprichosa para el agua. ¡Qué le vamos a hacer!

 

Al salir de casa, alargué la mano hacia las ramas bajas del cerezo y cogí un puñado de cerezas. Cerezas como gotas enormes de sangre. Las fui comiendo. La boca se me llenaba de sabor.

 

Descendí por el camino, que entonces, cuando era niño, estaba de tierra y ahora, por fin, lo han asfaltado. El pequeño reguero que nacía de debajo de la era y corría por la orilla, a veces también por el medio, ha desaparecido. En cambio, los pájaros que cantan me parecen los de siempre, como si el tiempo no hubiera podido con ellos. Y ese olor, indescriptible, tan fresco, dulce casi, que viene con el aire, me da la impresión de que tampoco se ha ido, que siempre ha estado ahí, impregnándolo todo. Cerré un instante los ojos y me vi corriendo a la escuela. Enseguida los abrí. Me dio miedo la melancolía.

 

Pasé el puente del canal. El canal venía lleno. Ya estábamos en la temporada del riego. El reguero donde lavaban las mujeres ha sido canalizado. Ni una mujer vi lavando. Es posible que este reguero tampoco tenga ya ranas. Ni culebras. Ni salamandras. Nada. Solo cemento y agua.

 

Entré en el pueblo. La calle estaba vacía, desierta, desolada. No se veía un alma. Pero de una ventana entreabierta salía la música de una canción. Era una vieja canción. La recuerdo. Estuvo de moda aquel verano inolvidable. Aquel verano de amor. No me detuve, y poco a poco la música fue quedando atrás, hasta que se apagó del todo.

 

No tardé en llegar al caño. Caía solo un hilo de agua. Mientras llenaba, me entretuve observando las casas de alrededor. Sabía que algunas estaban vacías y que otras habían cambiado de dueño. Fui casa por casa. Me encontré con sus moradores. ¡Cuánta vida! Vida ya pasada. Vida de la que solo ya queda el recuerdo: la ceniza del recuerdo. La escuela. Cuando estaba a punto de entrar en la escuela, las voces y las risas de unos niños –quizá los únicos niños del pueblo– la rompieron y me salvaron del dolor de verme sentado en aquel pupitre de madera tan cerca de la mesa del maestro. Aun así, me llegó un leve olor a tiza. Una brizna de desazón.

 

De regreso, me encontré con la vecina. Aunque es algo más joven que yo, pasa ya con mucho de los cincuenta. Me paré a hablar con ella. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, que no hablábamos. Que no nos quedábamos a solas. Me preguntó por mi madre. Al responderle, no pude evitar observarla, estudiarla. ¿Qué fue de aquellos ojos, verdes como el trigo de mayo, como las primeras hojas de los chopos? ¿De aquellos labios? ¿De aquella voz? ¿De aquellas manos? ¿De aquel pelo negro? ¿De aquella manera de andar? ¿De su sonrisa? El tiempo. El tiempo y los reveses de la vida, que todo lo socaban, lo arruinan. Con todo, entre aquella amargura, a pesar de la distancia de los años, y quizá también del olvido, me pareció encontrar algunas gotas de alegría por verme, cierto entusiasmo, como si aún no se hubiera consumado definitivamente lo nuestro, y aún quedara algo latiendo, allá dentro, o donde fuere.

 

Subiendo la cuesta, me vino a la memoria el recuerdo de sus besos, de su voz cálida y… de una palabra de amor. Sé que esa palabra, que ya no estoy seguro si me la dijo o la he inventado, me calentará un poco el alma y este día ya no me parecerá tan frío. Por esta palabra es posible que hoy, y acaso algunos otros días más, me salve, aunque sea mínimamente, de ese tedio que nos va trayendo la edad.

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