Ángel Alonso Carracedo
Jueves, 25 de Julio de 2024

Astorga y sus ruidos

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Veinte hojas han caído ya del calendario veraniego astorgano. Resumen: mucho ruido y una sola nuez, la resurrección de la exhibición cinematográfica que creíamos perdida para siempre. La justicia, que no la ley, tarde o temprano, encuentra recovecos por los que entrar, y lo ha hecho en forma de nueva oportunidad para con este arte, en lugar que, desde varias generaciones atrás, ha sido leal con la fábrica de sueños.

 

El estrépito se contiene en la pluralidad. No así su opuesto, el silencio, de índole individual. El ruido ha llamado a las gentes con el sonido ronco del cuerno o la rítmica del tam-tam. La contemporaneidad ha subido decibelios hasta lo intolerable, a través de las concentraciones masivas en recintos o en calles y plazas céntricas que tienen que superar de largo su aforo para percibir el éxito de la concentración. Las redes sociales son los tambores de antaño.

 

Los antropólogos dicen que el ruido aleja los malos espíritus. Las habituales tamborradas en España lo atestiguan. La realidad actual deja incompleto el aserto, porque también expulsa…a los buenos espíritus. El estruendo agrede; es invasivo.

 

El antónimo, el silencio, es término también extrapolable en la dualidad de sentimientos. La quietud puede resultar sobrecogedora si no es buscada. Es el rastro fatal de la soledad no deseada, aunque también la señal inequívoca de la ansiada, de la necesidad de conocerse por dentro, principio y fin del humanismo individualizado. La complementariedad de estos dos conceptos es que alguien definió el silencio como la ausencia de ruido. Simpleza auténtica que permite la ley conmutativa de que el ruido es la carencia de silencio.

 

Ruido y silencio están empatados emocionalmente. De ahí que el encontronazo entre ambos pueda desembocar, y lo hace, en la agresividad entre personas. Por ello se hace necesario el arbitraje del respeto, acotado en la máxima de que mi turno de libertad para ruido o silencio acaba donde empieza el tuyo.

 

Esto es lo que no he apreciado en Astorga en los inicios de este verano. El ruido ha sido invasivo y no ha respetado las lindes del silencio. La actual corporación parece instalada en la euforia estridente del triunfo inesperado en contundencia de representación. Lo ha tomado como carta blanca para hacer de la capa un sayo. Trastocó por las bravas la paz de un museo por el tumulto de una fiesta de Halloween. Y en lo que han visto mis ojos estos días, catorce para ser exactos, dio el visto bueno a una pista de pádel… en el núcleo de una de las plazas mayores más bonitas y retratadas de España, cuando esta instalación es bien visible en el polideportivo municipal. No son pecados mortales, pero sí, demostración grosera de mando abusivo, del exceso actual de, para ser y mostrarse poderoso, pisar el callo a los demás sin derecho de réplica. El poder de los mediocres en esta España se eleva sobre las continuas faltas de respeto a los opuestos.

 

Mi templo astorgano es el Jardín de la Sinagoga, el Jardín a secas, como siempre ha sido. Lo ha sido desde los tiempos del bueno de Santos y su ventisquero. Siempre me gustó ese paraje, un sitio de todos y para todo con el debido orden y concierto del respeto y de los turnos. Mañanas laborables para la meditación y la conversación, tardes de correrías infantiles, noches de sábado de verbena con farolillos de colores, recinto de conjuntos pop, rock, jazz, en las noches de las fiestas patronales, y domingos de matiné veraniega (hasta ayer) con el gusto alerta en el vermut, las patatas fritas y las aceitunas picantes, y el oído atento a un templete con banda municipal de altos vuelos interpretando pasodobles y pasacalles.

 

Hoy, solo pido para mí y para muchos, lo que el Jardín fue tantos años, un remanso de sosiego en esas horas mañaneras - las de la cerveza degustada a paladar lento- en que miro alrededor y veo clientela con idéntica filosofía. Leer en paz, meditar tranquilo o mirar embobado el Teleno, sin que me asalte la estridencia de una música pertinaz de discoteca ibicenca, que taladra los oídos, y rompe con la regla de oro de la feliz conversación: no tener que elevar la voz para entenderse.

 

Ese es nuestro turno, el de un patrón de visitante que va allí a buscar eso: las sin iguales emociones que contagia el lugar en ese par de horas de calma. Más allá, el visitante cambia de gustos y actitudes, y habrá que adaptarse a su tipología. Si llegada la media tarde, la demanda es acorde con las preferencias de la discoteca ibicenca, adelante. Y si me presento por allí en ese momento del día, pues el consabido y castizo ajo y agua. No es mi vez.

 

El ruido no va a cambiar la fisonomía depresiva de Astorga. Los efectos llamada al turismo solo se han hecho visibles en la Plaza Mayor, los monumentos y la modalidad inmobiliaria de los pisos turísticos. Fuera de ese cogollo, esta ciudad es posesión exclusiva del silencio agobiante de la nada. Los antiguos aledaños, bulliciosos en gente y tapeo, son ahora una fantasmagoría que estremece a cualquier hora del día.

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