Ángel Alonso Carracedo
Jueves, 01 de Agosto de 2024

Reinerio

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Ocupaba, yo solo, una mesa grande, para cuatro comensales, en el bar donde desayunaba. El resto del aforo, abarrotado. Poca densidad poblacional la de mi espacio. Inevitable atraer los ojos de una concurrencia que no cesaba de entrar en el local, para más inri, en martes de mercado.

 

Localizable como gato negro en la nieve me veía. Entró renqueante y cacha en mano, vencido de la cadera derecha. Miró. No tuvo dudas. Se dirigió a mi posición y pidió permiso para ocupar una de las tres sillas libres.

 

Acepté rápido, constatada su discapacidad, aunque aquella soledad en el alboroto, deseada, pues estaba a mis lecturas, quedó abortada por la necesidad objetiva de un prójimo.

 

Tomó posición frente a mí. Mejor, podíamos vernos las caras. Las lindes laterales entre dos no siempre son nítidas, incluso pueden resultar engañosas. Los perfiles camuflan los ojos, espejos del alma. Ya sentado, me impactó el rictus de fatiga que portaba. No pedía consumición. Lo achaqué a su dificultad visible de movimientos para desplazarse a la barra y pedir la comanda.

 

Me ofrecí a hacerle la petición. Con voz apagada, pero audible, pese al ruido oral del bar, contestó: tranquilo, me conocen y saben lo que quiero. En efecto, al poco apareció el camarero con un café y dos churros.

 

Hecha la entrega, sacó al instante el monedero. Las gentes de aquí somos de saldar los pagos cuanto antes; es medicina sedante. Le dije que no, que le invitaba. Rehusó. Le convencí de que me sentía halagado por haberme elegido de acompañante en ese momento sagrado que es la primera comida del día. Guardó el monedero, de hombre de pueblo, pequeño de posibles a la vista, y arrugado de uso, o así me lo imaginaba.

 

El café, bebido con rapidez, atajó los protocolos, y enseguida nos vimos confrontando palabras. Éramos el estereotipo de dos personas que acaban de conocerse y que saben, ambas, que la experiencia no iría más allá de la superficialidad de una charla de café, obligada por los imperativos del espíritu gregario.

 

Me tocó abrir el fuego. Aquel hombre era de una timidez visible y parecía sentirse intruso en mi territorio por el mero hecho de haber llegado, por puro azar, un poco más tarde, a la única mesa que quedaba libre en el establecimiento, vetado que parecía para el relevo rápido de clientes. Todo el mundo se lo tomaba con calma.

 

Pregunté su nombre. Me replicó, como pensándolo un par de veces, Me llamo Reinerio. Boquiabierto me explosionó la espontánea respuesta ¿Reinequé? Un nombre oído por primera vez en mi vida. Él ni se inmutó: reacción palpable a una réplica escuchada cientos de veces a esta extravagancia de DNI.

 

Indagué en la procedencia de la identidad. Sugerí si había nacido un día de santoral oculto. Es conocida la costumbre rural de los mayores de bautizar al vástago con el nombre del santo de la jornada de alumbramiento. Que yo sepa no hay santo llamado Reinerio, mi nombre. No sé de dónde viene. Sobre mí, una consecuencia lógica del pensamiento: ¿cómo se vive con una identidad de origen desconocido? No pude apartar por unos segundos lo que sería recitar este nombre en la cruel y satírica edad colegial o en los formulismos tenebrosos de las ventanillas de la burocracia.

 

Acompasado el oído a la rareza de lo escuchado y disciplinada la lengua a sus cadencias rítmicas, entramos en materia sobre la vida. Reinerio, hombre de rostro triste, sugería, sin embargo, gestos amables que debieron ser en tiempos pasados una seña de presencia sin reservas, como su nombre propio. Me contó, con voz monocorde, que era natural de El Bierzo, de Folgoso de la Ribera para más señas., donde ahora vivía a caballo con León, la capital, y que no había martes que faltara a la cita del mercado astorgano, en la que era de protocolo el café en el bar que estábamos y el par de churros, famosa especialidad de la casa, en una bolsa para su mujer, de ojeo por los puestos.

 

Entramos en honduras. Y nunca mejor empleado el término. Había sido minero en las épocas esplendorosas de tierras oscuras y profundas de la comarca leonesa, a la que había que extraerle el fruto calórico del carbón, tanto en mina cerrada, en los primeros años, como a cielo abierto, cuando los años pasaban la factura de las penosidades corporales, ahora bien a la vista, de respirar el aire espeso y venenoso de las galerías a decenas de metros de profundidad.

 

Reinerio se me erigió en un solo flashazo en el hombre duro de esta tierra. Intuí el relato y le pedí permiso para sacarle unas fotos. Accedió con indiferencia. Quería inmortalizar a un protagonista de historias pequeñas con prólogos de entusiasmo y epílogos amargos. Inquirí su edad, y cuando me dijo que tenía solo un año más que yo, sentí vergüenza por mi pregunta. No quise mirarle a los ojos. Yo, achaques; él, el peso de la vida con toda la crudeza del bastón para sostener una vejez prematura, zarandeada por condiciones laborales extremas. Excelsa didáctica la suya para esas personas, yo incluido, que clamamos por las injusticias esnobistas de salón y despacho.

 

Este hombre de gesto bondadoso es también el emblema de una clase trabajadora que ha sido laminada por los dos costados ideológicos, por molesta, y por representativa de un proletariado sin trampa ni cartón, de reivindicaciones que eran ciclones de la justicia social, la que tanto molesta a politiquillos de motosierra, que se cagarían manipulando barrenos en las entrañas de la tierra.

 

Reinerio, he aquí un hombre corriente y un nombre único, una excelencia paisana de osadía y coherencia. Un jubilado a base de bastón y condecoración heroica de cojera ganada en trinchera sin cielo. Un héroe de la rutina que viene todos los martes a Astorga a hacer el mercado, tomarse un café con leche y llevarle, como si fueran flores, dos churros a su mujer.

 

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