Mercedes Unzeta Gullón
Jueves, 15 de Agosto de 2024

Éramos nueve

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Éramos nueve. Parecen muchos pero, en realidad, dentro del grupo no tenías sensación de pertenecer a una multitud. Éramos nueve hermanos y ahora somos siete, dos ya se han ido. Uno, Antonio, hace 30 años se fue, arrastrado por aquella pandemia de aquel terrible virus VIH, con algo más de 30 años. Y ahora, hace pocos días, la enfermedad del cáncer, que es otra especie de pandemia, se ha llevado a Ana, cumplidos los setenta. Ahora somos siete hermanos. Seis hermanas y un hermano.

 

Nuestros padres nos pusieron a todos el nombre de María por delante, supongo que para invocar la protección y el amparo, y alentar el modelo venerable de la Virgen María. Eso se llevaba mucho antes, cuando la religión formaba parte integral de la vida cotidiana. Por eso nos llamamos María del Pilar, María del Carmen, María Emilia, María de las Mercedes, Ana María, María José, Antonio María, Manuel María y María Paloma. Pero también nos acoplaron más nombres de cola por aquello de evocar a los antepasados y padrinos y, por último, el santo del día del nacimiento, y así nuestros nombres se alargaron en: María del Pilar Ascensión Emilia Genoveva, María del Carmen Mercedes Purificación Francisca, María Emilia Aurora Dolores, María de las Mercedes Esperanza Higinia, Ana María Jesús Vicenta, María José Julia, Antonio José Magín María, Manuel María Moisés, María Paloma Guillermina. Luego, por una especie de progresión inversa, a medida que hemos ido creciendo se nos ha ido acortando esa nominación generosa para dejarnos con distintivos mucho más prácticos y funcionales: Pili, Carmen, Emi, Merce, Ana, Jose, Antonio, Manolo y Palo. Pero, a pesar de todo, era frecuente que cualquier persona mayor que entablara conversación con alguna de nosotras (parecidas y con un año de diferencia entre cada una) acabara diciendo en algún momento ¿Y tú cuál de ellas eres?, y nosotros simplificáramos aún más nuestra localización familiar diciendo el número en el orden de nacimiento; “Soy la cuarta”, era, y todavía en ocasiones es, mi respuesta.

 

Hace unos días se fue la quinta, Ana. Se fue agotada por tanta lucha por la vida. Llevaba cuatro años en una montaña rusa de salud. Un pequeño tumor se volvió rabioso y, en lugar de desaparecer cuando le obligaban las circunstancias médicas, se volvió rabioso, y más le atacaban los médicos más se afianzaba el tumor en su expansión y crecimiento, hasta que consiguió ganar la batalla y se llevó a Ana por delante.

 

El tumor tuvo una enemiga feroz en ella. No le temía, o le temía pero trataba de ignorarlo. Su cabeza, e intención de aprovechar la vida, estaba centrada en los continuos viajes que preparaba en cuanto salía de sus incesantes estancias hospitalarias. Reclamaba a los médicos: “arréglenme que tengo un viaje previsto”. Su mayor placer era ir a Galicia, a su casita alquilada frente al mar. Ese aire marino y los paseos por la playa la reponían de todo mal y volvía con mucha fuerza para resistir la siguiente agresión del tumor. Esta vez, a pesar de su ansiedad por llegar a Beluso a primeros de agosto y reponerse como siempre, la ofensiva del cáncer había ganado territorio y la dejó sin fuerzas, y la dejó sin vida. Poco a poco se fue yendo en su cama, en su casa, rodeada de sus hijos y seres queridos y soñando con el mar, en un tranquilo suspiro.

 

Ana sonreía, sonreía con mucha facilidad. No era una mujer que se enfrentara a las circunstancias sino que más bien las iba sorteando, transitando suavemente entre ellas, esperando que las circunstancias cambiaran de rumbo y la favorecieran aun cuando no daban señales de que lo fueran a hacer. Sabía esperar y esquivar sin alterarse, y con una sonrisa.

 

Era la quinta, la mayor de los pequeños, pero ese puesto no le gustaba nada, quería estar siempre en el lado de las mayores y siempre acababa consiguiendo entrar en las acciones de las hermanas precedentes ocupando el puesto de la pequeña de los mayores.

 

Eso pasaba cuando tenía pocos años porque, a pesar de tener hermanas mayores bastantes transgresoras, Ana era de costumbres tradicionales. Se casó comme il faut en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid, donde se casó nuestra madre, y con el traje de boda de nuestra madre. Le gustaban las tertulias con la familia, se sabía todo de las tías y tíos; y para alimentar este sabor de la tradición se dedicó a la restauración de muebles antiguos. Tenía buena memoria para sacarnos de dudas de cualquier affaire familiar.

 

Era la quinta pero nos adelantó a todas en las cuestiones sociales de la vida. Durante algún tiempo ostentó el título de ser la más guapa de todas, luego el título fue recayendo en distintas hermanas. Fue la primera en tener novio formal, la primera en casarse, la primera en tener hijos, la primera en separarse y la primera en ser abuela, pero no fue la primera en irse, en eso se le adelantó el hermano séptimo. A ella, tan sociable, le hubiera gustado ver su despedida tan llena de cariño de familiares y amigos queridos.

 

En la familia la superioridad numérica imponía saltarse las reglas de la RAE (Real Academia de la Lengua) y dar prioridad siempre al femenino. En “Las niñas” se englobaba a las siete niñas y los dos niños. “¿Las niñas están bien?” Sí, por lo general las niñas solíamos estar bien. En Madrid éramos “las Unzeta” y en Astorga éramos las Gullón, pero sobre todo “las maquitas”, derivación del apodo de nuestra madre Maca (María del Carmen) Gullón, que era una astorgana de mucha devoción por la ciudad y por su casa, a donde nos traía Semanas Santas y Veranos: “La casa de Maca” se la llamaba, (hoy Casa Tepa).

 

La enfermedad le dio margen, o fue ella quien controló ese margen, para poder despedirse de todas sus hermanas y de sus hijos y nietos que venían de fuera. Todos llegamos a tiempo para el último beso.

 

Un gran amigo me tradujo este bonito poema que leí en su entierro y ahora deseo compartir en estas líneas. Es de un poeta canadiense, Mark Strand.

 

No todo el mundo sabe lo que cantará al final,

Mirando al muelle mientras el barco se aleja, o qué sentirá

Cuando le sujete el bramido del mar, inmóvil, allá al final,

O qué habrá que esperar cuando le quede claro que nunca regresará.

 

Cuando haya pasado el tiempo de podar la rosa o acariciar al gato,

Cuando el atardecer que encendía el césped o la luna que lo congelaba

Ya no vuelvan a parecer, no todo el mundo sabe lo que encontrará en su lugar.

Cuando el peso del pasado se apoye sobre nada, y el firmamento

 

No sea más que luz recordada, y las historias de cirros

Y cúmulos lleguen a su conclusión, y todos los pájaros queden suspendidos en su vuelo,

No todo el mundo sabe lo que le espera o lo que cantará

Cuando el barco que le lleva se deslice en la oscuridad, allá al final.


 

Quizás Ana se fuera cantando ‘Como las alas al viento’, o quizás algo más alegre como ‘Me ha dicho la Luna’, canciones de una de sus cantantes preferidas, Rocío Jurado. O quizás optó por no cantar y concentrarse en el camino hacia esa luz blanca y ese espacio de felicidad que parece que nos espera al otro lado. No me extrañaría que en ese tránsito eligiera no cantar porque las Unzeta/maquitas tenemos un oído para la música tremendamente duro. No había manera de que nos dejaran estar en el coro del colegio.

 

Eso fue en su otra vida. Ahora estará feliz en esa nueva dimensión donde desafinar seguro que no tiene importancia y podrá cantar lo que le venga en gana, y nosotros la pensaremos frente a un océano inmenso disfrutando de su brisa y sin fatigas. Que así sea.

 

O tempora o mores

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