Catalina Tamayo
Jueves, 15 de Agosto de 2024

Craso error

Ahora seremos felices,

Cuando nada hay que esperar.”

(José Hierro)

 

[Img #69628]

 

 

Los ojos de mi hija pequeña no son espectaculares, azules como el cielo de verano o verdes como el agua del mar, sino que son marrones. Son unos ojos normales y corrientes. Muy comunes. Cuando era pequeña, yo le decía que tenía los ojos negros, porque me parecía que los ojos negros, de azabache, podían ser tan hermosos como los azules y los verdes. Me parecía, además, que la mirada de los ojos negros era más profunda. Como si pudieran ver más adentro. Pero ella, desde su inocencia, desde la sabiduría de su inocencia, me respondía: “No, papá, mis ojos no son negros, son marrones.” Y yo, entonces, un poco desencantado, me callaba.

 

Andando el tiempo, cuando me vienen a la cabeza esas palabras, he comprendido mi error. Mi craso error. No se trata de querer ser de esta manera o de aquella. Porque no siempre, digan lo que digan los anuncios de la televisión, y algunos libros de autoayuda, tan de moda, querer es poder. Sin duda, la fuerza de voluntad es una virtud, algo valioso; pero, todavía, hay cosas que no se pueden cambiar, y lo mejor es aceptarlas. Conformarse. En la conformidad –me lo repetía mi padre muchas veces –está la felicidad. Mi padre no sabía lo que era el estoicismo, pero había comprendido como nadie que a veces en la vida es mejor dejarse llevar que enfrentarse. Después de todo, nuestros defectos no son tan terribles; más aún, si los miramos bien, hasta nos pueden hacer gracia. En ocasiones, cuando ya no podemos más, reírnos de nosotros mismos, de lo que nos pasa, qué bien nos hace. ¡Reír es algo tan sano!

 

Lo cierto es que no somos, ni mucho menos, desgraciados por no poder hacer un crucero por el Caribe o por no poder ir de compras por la quinta avenida de Nueva York. A menudo, nos basta con acercarnos al parque y contemplarlo como si fuera un jardín. Un día de verano, después de la tormenta, ver desde el banco cómo unos gorriones, junto a la fuente de piedra, se beben la lluvia puede ser tan placentero, y acaso más, como navegar por las aguas color turquesa de la costa de Cartagena de Indias. Pues, a fin de cuentas, es posible que lo que haya que cambiar no sean las cosas sino el modo de mirarlas. Nuestra mirada. Nuestro corazón.

 

De hecho, ahora que mi hija es mayor, ya una mujer, cuando conversamos, me fijo en sus ojos marrones y me parece que tiene unos ojos marrones preciosos. Tan bonitos los veo que, si yo no fuera su padre, y además tuviera su edad, veinte años, no dejaría de perseguirla. De susurrarle al oído palabras bonitas. Pero no le digo nada. Simplemente, me guardo este pensamiento en mi corazón. Pues temo que aún se reiría de mí. Le faltan todavía algunos años para tomarme en serio. 

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.