Escarnio de lo público
![[Img #69939]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2024/4746_television.jpg)
Bastaron diez minutos para que el dedo se fuera directo a otra de las teclas del mando a distancia. La curiosidad imperó con el programa que ayer mismo (escribo veinticuatro horas después) se estrenó en la cadena pública de televisión con todo alarde publicitario previo y vitola de noticia de apertura en los telediarios durante días. Nada que se aparte de la pulsión de convertir el medio en protagonista de la información. Luego no es de extrañar que el lado de la fama o celebridad, esté volcado sobre el presentador, convirtiendo a los entrevistados en comparsas del espectáculo. Las lecciones de mis maestros en aula universitaria, aceptadas por el alumnado desde su autoridad jerárquica y moral, han quedado como arqueología en la pedagogía del oficio.
Atrapados estuvimos en la polémica sobre el presentador y su estilo de comunicar, en el pastizal de su minuta y en la idoneidad de un formato de programa con los genes de la televisión privada tiranizada por las audiencias. Este medio de comunicación es hoy un encefalograma plano que entra en las habitaciones del hogar como depredador invisible de pensamientos y criterios propios. La tarjeta de presentación es una bicoca para los poderes reales y fácticos que salivan con los impactos que produce en el enmudecimiento y alienación social.
Nada más lejos que atizar el espantajo del recurrente retorno de los brujos del pasado en lid con los hechiceros del presente. Todo evoluciona, y hay que admitir que iconos de nuestra idealizada juventud huelen a alcanfor en la segunda década del siglo XXI. Pero en este debate en habitación estanca de ideas, hay valores con poder de permanencia sobre las modas disipables nada más abrir la ventana por la que penetra la corriente de aire.
En la parcela del valor sólido sitúo el rol de una televisión pública y, por extensión, de una red de medios adscritos a esa titularidad. Por mucho que se empeñe el neoliberalismo hipócrita, lo público juega una liga diferente de lo privado. Aquí no cuelan, no pueden, las leyes de la libre competencia entre modelos. Una tele sufragada por todos es un servicio público asimilable a otros como la sanidad o la educación. Por tanto, lejos del ánimo de lucro legítimo en la inversión privada. Sería conveniente aprender de la experiencia de las cajas de ahorros convertidas en bancos como sistema financiero del poder político. Éstos devoraron a aquéllas.
La televisión española y las autonómicas que se derivan de una titularidad administrativa tutelada en clave social, tienen una amalgama de objetivos diferente a la de las cadenas privadas, adaptables hasta para constituirse en canal temático. TVE es deudora del amplísimo abanico de audiencias que prefigura una ciudadanía democrática. Su audiencia es una colectividad aeriforme. Caer en la trampa de la competencia con el sector privado que se pretende desde ciertas tribunas sigue la misma ruta suicida de las cajas de ahorro con los bancos.
Por eso, programas como el publicitado hasta la saciedad, y estrenado el lunes de marras, no pueden encajar en la filosofía de una televisión pública, como no casa entre su audiencia un verano monopolizado por el deporte, pese a la relevancia de las competiciones en disputa, y las expectativas triunfales generadas por la marca España. La amplitud de sensibilidades y gustos de los españoles no pueden esclavizarse en el engañabobos dictatorial de las audiencias.
El caso de la televisión española, sujeta a financiación del contribuyente -todavía palabro en este país-, tras la eliminación de la publicidad para aumentar la tarta de ingresos de las privadas, hace más urgente esa sensibilidad de globalidad temática que debe exigirse a la cadena de todos. Y aún por encima de ello, la mesura de contenidos y terminología de sus celebridades en la conducción de sus programas, algo que cayó por tierra con solo diez minutos de visualización del programa mesiánico de un lunes de primeros de septiembre. Todo en un orden convenientemente revuelto.
La cadena autonómica madrileña, perfecta adaptación del personalismo y casticismo de su presidenta, esa sí, con abundante y abusiva parrilla publicitaria de marcas y programas propios, también llevados a la exposición de sus noticiarios, no se corta un pelo e invade la Semana Santa con procesiones televisadas en un retorno rancio a la programación del franquismo en esas fechas. O bien, satura las tardes de la temporada taurina con corridas o becerradas hasta en el punto más periférico de la comunidad autónoma. Beatería y morlacos para un ejemplo de españolidad que se resiste a apear la muñeca de la gitana de encima del televisor.
Hace tiempo que lo público, en cualquiera de sus manifestaciones, es escarnio para la formulación bendita de lo privado y sus reglas de juego al modo de ley del embudo. Que cuarenta años de libertades no hayan conseguido derribar el buen recuerdo de programas de la televisión de la dictadura, pública por obligación y necesidad, como La Clave, Estudio 1 (teatro del bueno en todos los géneros), Un millón para el mejor y adaptaciones de autores que aún hoy son reconocidos por su calidad, dice todo de la huella que deja un medio, y su divisa privada, con el fabuloso poder de tener el paso franco a las alcobas de los hogares. El programa bronca del lunes en la cadena pública no tiene más objetivo que jugar a quien la tiene más larga en el trampantojo de las audiencias.
Bastaron diez minutos para que el dedo se fuera directo a otra de las teclas del mando a distancia. La curiosidad imperó con el programa que ayer mismo (escribo veinticuatro horas después) se estrenó en la cadena pública de televisión con todo alarde publicitario previo y vitola de noticia de apertura en los telediarios durante días. Nada que se aparte de la pulsión de convertir el medio en protagonista de la información. Luego no es de extrañar que el lado de la fama o celebridad, esté volcado sobre el presentador, convirtiendo a los entrevistados en comparsas del espectáculo. Las lecciones de mis maestros en aula universitaria, aceptadas por el alumnado desde su autoridad jerárquica y moral, han quedado como arqueología en la pedagogía del oficio.
Atrapados estuvimos en la polémica sobre el presentador y su estilo de comunicar, en el pastizal de su minuta y en la idoneidad de un formato de programa con los genes de la televisión privada tiranizada por las audiencias. Este medio de comunicación es hoy un encefalograma plano que entra en las habitaciones del hogar como depredador invisible de pensamientos y criterios propios. La tarjeta de presentación es una bicoca para los poderes reales y fácticos que salivan con los impactos que produce en el enmudecimiento y alienación social.
Nada más lejos que atizar el espantajo del recurrente retorno de los brujos del pasado en lid con los hechiceros del presente. Todo evoluciona, y hay que admitir que iconos de nuestra idealizada juventud huelen a alcanfor en la segunda década del siglo XXI. Pero en este debate en habitación estanca de ideas, hay valores con poder de permanencia sobre las modas disipables nada más abrir la ventana por la que penetra la corriente de aire.
En la parcela del valor sólido sitúo el rol de una televisión pública y, por extensión, de una red de medios adscritos a esa titularidad. Por mucho que se empeñe el neoliberalismo hipócrita, lo público juega una liga diferente de lo privado. Aquí no cuelan, no pueden, las leyes de la libre competencia entre modelos. Una tele sufragada por todos es un servicio público asimilable a otros como la sanidad o la educación. Por tanto, lejos del ánimo de lucro legítimo en la inversión privada. Sería conveniente aprender de la experiencia de las cajas de ahorros convertidas en bancos como sistema financiero del poder político. Éstos devoraron a aquéllas.
La televisión española y las autonómicas que se derivan de una titularidad administrativa tutelada en clave social, tienen una amalgama de objetivos diferente a la de las cadenas privadas, adaptables hasta para constituirse en canal temático. TVE es deudora del amplísimo abanico de audiencias que prefigura una ciudadanía democrática. Su audiencia es una colectividad aeriforme. Caer en la trampa de la competencia con el sector privado que se pretende desde ciertas tribunas sigue la misma ruta suicida de las cajas de ahorro con los bancos.
Por eso, programas como el publicitado hasta la saciedad, y estrenado el lunes de marras, no pueden encajar en la filosofía de una televisión pública, como no casa entre su audiencia un verano monopolizado por el deporte, pese a la relevancia de las competiciones en disputa, y las expectativas triunfales generadas por la marca España. La amplitud de sensibilidades y gustos de los españoles no pueden esclavizarse en el engañabobos dictatorial de las audiencias.
El caso de la televisión española, sujeta a financiación del contribuyente -todavía palabro en este país-, tras la eliminación de la publicidad para aumentar la tarta de ingresos de las privadas, hace más urgente esa sensibilidad de globalidad temática que debe exigirse a la cadena de todos. Y aún por encima de ello, la mesura de contenidos y terminología de sus celebridades en la conducción de sus programas, algo que cayó por tierra con solo diez minutos de visualización del programa mesiánico de un lunes de primeros de septiembre. Todo en un orden convenientemente revuelto.
La cadena autonómica madrileña, perfecta adaptación del personalismo y casticismo de su presidenta, esa sí, con abundante y abusiva parrilla publicitaria de marcas y programas propios, también llevados a la exposición de sus noticiarios, no se corta un pelo e invade la Semana Santa con procesiones televisadas en un retorno rancio a la programación del franquismo en esas fechas. O bien, satura las tardes de la temporada taurina con corridas o becerradas hasta en el punto más periférico de la comunidad autónoma. Beatería y morlacos para un ejemplo de españolidad que se resiste a apear la muñeca de la gitana de encima del televisor.
Hace tiempo que lo público, en cualquiera de sus manifestaciones, es escarnio para la formulación bendita de lo privado y sus reglas de juego al modo de ley del embudo. Que cuarenta años de libertades no hayan conseguido derribar el buen recuerdo de programas de la televisión de la dictadura, pública por obligación y necesidad, como La Clave, Estudio 1 (teatro del bueno en todos los géneros), Un millón para el mejor y adaptaciones de autores que aún hoy son reconocidos por su calidad, dice todo de la huella que deja un medio, y su divisa privada, con el fabuloso poder de tener el paso franco a las alcobas de los hogares. El programa bronca del lunes en la cadena pública no tiene más objetivo que jugar a quien la tiene más larga en el trampantojo de las audiencias.