Ángel Alonso Carracedo
Viernes, 27 de Septiembre de 2024

Ricardo Carro o la historia de un colmado

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La velocidad del lenguaje deja en la cuneta palabras con un significado sobresaliente.  Colmado era la tienda para todo y todos en los duros años de la posguerra en los pueblos como olvidados de Dios, o de la electricidad, que casi venía a ser lo mismo. Ejemplos paradigmáticos hubo en León. Lugares donde buscar el remedio pasajero a las hambres con rugido de tripas en muchas horas del día. También hacía de club social o el comercio, donde acceder a los utensilios hogareños de primera necesidad y a los remiendos de ropajes condenados a ser herencia de la prolífica parentela, en reglamentaria escala de mayor a menor.

 

No había alternativa  en contra de que las cosas se hicieran viejas e inútiles en aquellos tiempos. Cualquier artículo de aquellos colmados, alimentos incluidos, llevaban la divisa de la longevidad en la conservación. Los hogares nutridos en aquellos locales, con mezcla de olores a tocino y aguardiente, fueron escuelas microeconómicas de las macroeconomías que son los hogares de hoy o los comercios llamados hipermercados, o grandes superficies, continentes de la intendencia del gran ejército de consumidores que resume las etéreas y caprichosas necesidades de esta época.

 

Ricardo Carro Andrés es la historia de un colmado que fue en San Román de la Vega, a tres kilómetros de Astorga. Una vida en forma de muestra, porque detrás del mostrador se acumulan cajas y envases que vieron nuestros ojos infantiles, criando el polvo o herrumbre de los recuerdos. Este hombre, fortachón, risueño a tiempo completo, conserva el legado de abuelo y padre como una reliquia sociológica de años que fueron difíciles a la fuerza, pero que no cambiaron semblantes y voluntades de gentes con ansias de vivir, incluso bajo mínimos de necesidad. Que nadie diga, me lo insinúa él, que el colmado era un comercio sin alma como los de ahora. Estuvieron repletos de ella, porque los clientes no eran aves de paso, eran la familia, el paisano, el vecino. Nunca pusieron el rótulo de oferta sobre los artículos. Bastó la fianza al comprador con la coyuntura de los bolsillos vacíos.

 

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El personaje local de turno conserva ese comercio con simbiosis de vivienda familiar, como era la esencia de un colmado, con muchos de los achiperres comunes a ese negocio. Y dice conservar más en los almacenes. Quiere recuperarlos y dedicar el tiempo de su retiro a reproducir con la mayor fidelidad lo que fue en aquellos años el sustento de dos generaciones familiares. No sabe si será un museo, quizá no dé para tanto, pero está convencido de ofrecer un buen escaparate de la vida rutinaria de hace setenta u ochenta años. Falta nos hace saber de nuestro pasado.

 

Acompañante de la conversación, Mercedes, madre de Ricardo, más que viva, vivaracha, a sus 90 años, que lleva con ánimo adolescente el peso de su edad. Me muestra orgullosa, como si lo acabara de recibir, el diploma de costura de la academia Serrano, y el mínimo maniquí sobre el que posa el traje en miniatura que le sirvió de examen. Luce en lugar preferente de esta tienda de hogaño, ahora residencia de Mercedes.

 

Es Ricardo quien cuenta las historias y Mercedes quien las asevera con orgullo materno, propietaria consorte de lo que fueron los garbanzos familiares unas cuantas décadas. Él me señala que trabajó en la tienda-hogar después de cumplir el servicio militar, y añade con orgullo, que su padre fue proveedor del regimiento Lanzacohetes, de Astorga, en la década de los sesenta.

 

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Fiar, marca de la casa

 

Esa fue la experiencia laboral de Ricardo en el colmado. Lo demás es cosecha de recuerdos, chascarrillos y testimonios familiares a los que asiente de continuo Mercedes, poseedora de una prodigiosa memoria.

 

“Nuestro colmado –empieza decidido Ricardo- era el de San Román y el de varios pueblos de los alrededores. La gente venía a comprar y algunos abonaban cuando podían. Eso sí, pagaban todos. La gente mayor mandaba a los chavales a comprar con un papel en el que figuraba el pedido. Se lo llevaban o nos dejaban la nota y lo servíamos en las casas”.

 

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Lo que viene a continuación es prueba palpable de contabilidad rudimentaria. Ricardo se explica: “Lo que se dejaba a deber de la compra del día se incluía en el diario. Y lo acumulado durante un mes se pasaba al libro mayor. Se hacía así porque había gente que abonaba cuando entregaba la cosecha. Si la cosecha no había sido buena y no alcanzaba para saldar la deuda, pagaba lo que podía; el resto quedaba pendiente, pero se le seguía vendiendo a fianza. Nunca hemos roto con un cliente por aplazamiento de pago. Y nunca hubo un impago”.

 

Mercedes tercia, “había mucha miseria”. El que suscribe no lo llamaría así. Pobreza encaja mejor, porque en ese juego de mutuas confianza emergía una dignidad que apartaba de un plumazo la miseria, que es más de orden moral.

 

Los años duros, según Ricardo, no tuvieron la representación más miserable en el hambre. Lo dice convencido: “en los pueblos siempre se comía. Casas había con un corral y un par de cerdos, y estaban a disposición patatas y frutas. Eso no lo tenían en las ciudades”.

 

Aquellos desayunos

 

San Román de la Vega fue un pueblo que sorteó bastante bien aquellas gazuzas, al decir de Ricardo, pues le fue bien con las lecheras, figura familiar de mi niñez en Astorga, vistas en mulas (luego en bicicletas) que portaban en grandes envases metálicos el blanco líquido, servido al cliente en dosis de cuartillos. Otro empujón para el pueblo fue el cultivo del lúpulo.

 

Escenas del colmado eran, continúa Ricardo, “los hombres y mujeres que venían de los pueblos de los alrededores. Atravesaban los montes. Salían de noche en invierno para llegar a buena hora al mercado de Astorga. Paraban en el colmado muy pronto y dejaban la relación de encargos que recogían a la vuelta. Así todos los martes”.

 

De nuevo Mercedes hace su aporte con un relato más enternecedor, y me cuenta que “durante la presencia de esta gente en el colmado, por la mañana, que no faltaran las galletas de coco y el orujín para mojarlas. Otros, los que tenían menos dinero, llevaban el rebujo de pan envuelto en un trapo y lo mojaban en el orujo o el vino. Así desayunaban”.

 

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La oferta alimentaria era amplia: escabeche en latas de siete kilos que se vendía suelto o a granel para las meriendas en el campo, al que se añadía huevos, cebolla cocida y patata, todo revuelto; aceite, lo mismo, a granel; azúcar, de abundante consumo; garrafones de orujo, vino y mistela; café; achicoria; y galletas, que se conservaban en latas metálicas de tres kilos. Por la noche, el colmado se convertía en bar y se consumía aguardiente, café y licores. “Mi padre y mi abuelo –comenta Ricardo- hacían vermut y anís, y venía gente de Astorga a tomarlo o llevarlo a casa”. Una sofisticación fueron los helados elaborados en una máquina muy rudimentaria que aún se conserva.

 

Revelación sobre el cocido maragato

 

En Semana Santa, prosigue Ricardo, “la oferta era pulpo seco de media cura y bacalao en salazón. Mi abuelo salía en la época de Cuaresma y los colgaba en el exterior”. De nuevo, la rúbrica de la madre: “los viernes de Cuaresma aquí eran sagrados”.

 

De los objetos conservados todavía, Ricardo y Mercedes profesan veneración por una fiambrera, que servía para el almuerzo del abuelo, en los traslados en carro a los pueblos para vender garrafones de sesenta litros y cristal de gran espesor, cargados de orujo.

 

“Esta actividad – precisa- llevaba todo el día. Salía a las dos o tres de la madrugada y llevaba la comida en esa fiambrera, un cocido. Al destaparla lo primero que veía era la carne, llamada ración. Lo primero que se comía, con la navaja, por el hambre, y para hacer sitio a los garbanzos, que se comían con cuchara de madera, luego la sopa, a morro”.

 

Este orden alimentario que era el común entre los vendedores ambulantes de la zona en carromatos,  y en los arrieros de la tradición, porque no había otra forma, según Ricardo, tiene más fuerza argumental que la leyenda de las requisas de las tropas napoleónicas para explicar la forma actual de comer el cocido maragato. Y para atestiguarlo, el acta notarial de Mercedes Andrés: “en casa comíamos el cocido, primero la sopa, seguidos los garbanzos y terminábamos con la ración o carnes”.

 

Ricardo pretende también desmontar la idea generalizada del arriero sentado de continuo en el pescante del carro. “Las carreteras y caminos eran muy malos. Las ruedas, de madera y hierro. Los carros, frágiles. Mi abuelo hacía el recorrido a Villamañán, unos treinta kilómetros, casi todo andando, porque subido en el pescante, con la débil estructura del carro, la columna vertebral sufría mucho. Así lo tuvieron que hacer los arrieros que bajaban pescado a Madrid, unos 600 kilómetros. De ellos, 500 los tenían que hacer andando junto al carruaje”.    

 

Los trueques de la necesidad

 

Recuerdo asociado a la actividad comercial exterior del colmado, para Ricardo Carro, son los viajes a Lucillo con los abuelos el primer lunes de cada mes. “En la feria se cambiaba tocino por jamón en la relación de un kilo de jamón por tres de tocino. Era cuestión de economía alimentaria. En un caldero grande se echaban patatas, trozos de tocino y pimentón. El tocino sazonaba y engrasaba las patatas, unos diez o quince kilos, y eso daba para comer a quince personas. Esa era la comida o cena de los jornaleros y de los de casa en el campo. Al jamón, si se le quitaba el hueso, reducía la ración y comían menos”.

 

Ricardo desliga estas expediciones en caballería de su abuelo, de la filosofía arriera en su familia. Apela a un razonamiento práctico e incontestable. El padre compró una furgoneta Fiat que cortó por la mitad para incorporarle caja trasera. Eso ya rompía la mítica de la arriería, aunque imitara sus cometidos. Y un toque  de pillería: “conducía mi padre, por supuesto, sin carné. Era listo para los negocios”.

 

Un olvido imperdonable sería ignorar que un colmado representó en su tiempo de esplendor lo que hoy conocemos como bazar. No solo de pan vivían los españoles de la posguerra. Esas tiendas estaban en la obligación de atender las necesidades hogareñas, responsabilidad de mujeres, como Mercedes, la madre de Ricardo, alma, corazón y vida de hogares, frecuentemente incompletos de lo más necesario para arreglar rotos y descosidos. No es de extrañar que a sus ultramarinos, el colmado de San Román de la Vega, añadiese un completo catálogo de mercería y demás ajuar; es decir, ropa interior, medias, calcetines, almadreñas o galochas, velas, sobres y cuartillas  para correspondencia, objetos de escritura, canutillos, gomas, agujas…Colmado, qué buen nombre heroico  para mucho más que una tienda, y no digamos, un aséptico hipermercado.

 

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